Hace poco más de un año y medio, Michelle Bachelet y la Nueva Mayoría celebraban el triunfo más rotundo de la historia reciente de Chile en una elección presidencial y parlamentaria. Por primera vez desde el retorno a la democracia, contaban con la Presidencia, una mayoría abrumadora en ambas cámaras del congreso, una oposición completamente desarticulada y una sonora demanda ciudadana por una serie de transformaciones estructurales que calzaban maravillosamente bien con el ideario de los partidos que conforman el bloque de gobierno. No parecía existir, por lo tanto, nada que impidiera avanzar con facilidad en la serie de profundas, pero necesarias reformas a la educación, seguridad social, impuestos, trabajo y otros, que integraban el grueso del plan de gobierno.
Pocos en el oficialismo habrían predicho, en ese momento, que tan solo un año y medio después, ellos mismos estarían aplicando los frenos -y en algunos casos, incluso la reversa- a estas transformaciones; con el bloque, su presidenta y las reformas mostrando niveles de apoyo históricamente bajos; con las calles una vez más rebosantes de manifestaciones, marchas y paros, y con economistas moderados liderando una vez más el comité político y económico de La Moneda, hablando de "realismo" y "priorizar", ante un evidente enfriamiento de la economía.
Aún quedan muchas incógnitas sobre este nuevo período de "realismo sin renuncia" que ha inaugurado el gobierno: si se abrirá una etapa de más diálogo o se seguirá privilegiando el uso de las mayorías; si se seguirá intentando avanzar en todo, pero con plazos más largos y alcances más limitados, o se escogerá sólo aquellas reformas más fundamentales para concentrarse en ellas, o se dará un giro y se repensarán las soluciones propuestas. Pero cualquiera sea la opción escogida, es de esperar que se tomen en consideración algunas lecciones de la etapa previa, que me ha parecido prudente resumir aquí:
Todo paciente tiene síntomas y una teoría de lo que le pasa, pero si los médicos dejaran en manos de los pacientes el determinar cuál es su afección y su tratamiento, los primeros no tendrían trabajo y los segundos estarían bajo tierra. Un buen médico sabe escuchar los síntomas de sus pacientes, pero realiza su diagnóstico en base a los conocimientos y experiencia de su disciplina, para finalmente prescribir un tratamiento apropiado, ojalá lo menos invasivo posible.
Así mismo, la ciudadanía tiene muy claros sus problemas (síntomas) y tiene demandas muy válidas que se expresan en una visión ideal del futuro; pero dada la complejidad de la realidad, rara vez tiene claridad sobre las verdaderas causas de sus problemas o el modo apropiado de resolverlos y transitar hacia esa visión ideal de la vida. De hecho, los políticos tampoco tienen las respuestas. Y es precisamente por eso que estos últimos, que son los que "prescribirán" la solución, debiesen mostrar tanto o más rigor y cuidado que un médico al generar un diagnóstico y determinar un tratamiento apropiado, no desde sus propias suposiciones, sino desde el conocimiento disponible: encargar estudios, consultar expertos, revisar experiencias internacionales, hablar con todos los involucrados y llegar a consenso. La OCDE provee manuales de "buenas prácticas" para casi todos los problemas que un Estado debe enfrentar, bueno sería que aprovecháramos más sus informes.
De haber aplicado "oído médico" al clamor ciudadano por una gratuidad educativa, fin al lucro en educación, estatización de la seguridad social, eliminación del FUT, etc. ¿qué hubiésemos descubierto?. Probablemente, que más allá de las soluciones específicas propuestas desde la calle, y más que la "igualdad" que propone la izquierda o la "libertad" que defiende la derecha, la verdadera aspiración de la gente es la de "seguridad(es)": Seguridad de que no perderán el trabajo arbitrariamente. Seguridad de que no se irán a la ruina por enfrentar un problema médico. Seguridad de que jubilarán con una pensión digna. Seguridad de que sus hijos tendrán una educación que les abra puertas y que no se endeudarán de por vida intentando obtenerla. Seguridad, en el fondo, para construir desde ese piso sólido la vida que ellos deseen, con total libertad.
Así, era más importante ofrecer soluciones viables que apuntaran a entregar esas seguridades, ojalá al menor costo y de la manera menos conflictiva y traumática posible, que comprometerse prematuramente a realizar los cambios maximalistas que se habían popularizado durante la campaña y que, al intentar llevarse a cabo, empezaron a mostrar todos los costos y efectos colaterales que implicaban. Lo que nos lleva al siguiente punto...
Un popular dicho afirma que "En teoría, la teoría y la práctica son lo mismo; pero en la práctica no es así". En pocas palabras, la teoría lo aguanta todo y en su abstracción es muy fácil establecer reglas generales que aplican a todo evento y de las que se obtendrán resultados ideales. Pero es en la cancha de la realidad, que es donde debe jugarse el partido de las políticas públicas, la cosa es mucho más enredada, y es allí es donde los grandes planes tecnocráticos suelen mostrar la hilacha, como ya probó la puesta en marcha del Transantiago, cuyos efectos seguimos sintiendo hasta hoy.
Creer, por ejemplo, que se podía hacer un alza y reestructuración significativa de impuestos que recaudara varios miles de millones de dólares más, sin que tuviese ningún impacto en los precios que paga la clase media, el empleo, la inflación o el crecimiento (y por tanto, en la recaudación), demuestra el nivel de abstracción sobre el que se estaba operando. Irónicamente, la reforma que tenía que dar combustible al programa de gobierno, terminó siendo la que le puso la lápida, al frenar en seco la economía. Así mismo, otras reformas en curso podrían (si le creemos a sus detractores) provocar efectos contrarios a los deseados, como una mayor segregación en educación (si se provoca una masiva salida de colegios subvencionados y universidades para convertirse en particulares pagados, producto de las rigideces que impone la gratuidad universal) o una precarización del empleo (si la reforma laboral lo rigidiza demasiado).
Por supuesto, no se trata de no atreverse a hacer cambios, incluso grandes, o de solo escuchar las voces catastrofistas que defienden el statu quo, sino de tener la humildad de reconocer que no se manejan todas las variables ni se puede reducir la complejidad de la realidad a una explicación simplista y unidimensional de causas y efectos. Si se reconoce eso, se pueden tomar medidas para hacer los cambios de manera tal de disminuir el riesgo de equivocarse. Lo que nos lleva al siguiente punto.
Mencioné anteriormente el concepto de "seguridad" como uno que está enclavado en lo más profundo de las aspiraciones humanas. Pues bien, ¿qué resultaba más amenazante para esa seguridad, que un repentino, profundo e incierto cambio en casi todas las áreas de la vida de los chilenos? (salud, educación, pensiones, impuestos, trabajo, etc.). De ahí que el símbolo de la "retroexcavadora", acuñado por el senador Quintana al afirmar que se destruirían "los cimientos del modelo neoliberal", se haya vuelto tan tóxico para el gobierno y haya terminado siendo usado como arma favorita en su contra.
Cierto, la promesa es que esas reformas proveerán mayores seguridades para la gente que los sistemas existentes. Pero el hecho es que se está reemplazando lo conocido por lo incierto (no por nada, la "incertidumbre" ha sido la razón número uno para explicar la caída de la inversión privada y el consumo). La gente puede haber apoyado los objetivos finales de las reformas que se planteaban, cuando era un concepto abstracto y el camino para llegar a él aún no era tema; pero en la medida que ese cómo se fue dibujando, y sus costos y efectos colaterales se fueron haciendo evidentes, la preocupación empezó a crecer hasta el punto que el rechazo superó el apoyo a las reformas.
Y no se trata sólo de un problema emocional de la gente, sino de un aprendizaje de vida. Una y otra vez hemos debido reconocer a la fuerza que, como seres humanos y especialmente como chilenos, nuestra capacidad de planificación es bastante limitada; como lamentablemente probó el Transantiago o nuestra escasa preparación para el terremoto del 2010, y nuevamente para el aluvión del norte. Dado nuestro historial, parece bastante lógico construir sobre lo avanzado, haciendo las correcciones de una en una, en lugar de pretender dar, de golpe, con un nuevo sistema infalible.
La repentina desaparición de la oposición como contrapeso político, eterno chivo expiatorio para explicar por qué durante dos décadas la Concertación optó por administrar y perfeccionar el modelo heredado de la dictadura en lugar de reemplazarlo por otro; creó la ilusión para algunos en el nuevo bloque de gobierno, de que ya no era necesario buscar consensos más allá de las propias huestes para llevar adelante los trascendentales cambios que se habían planteado, y dada la premura, no había mucho tiempo para discutir nada. De seguro esperaban un pataleo del empresariado y "los poderes fácticos" (sea lo que sea que eso signifique), pero siendo estos una minoría bastante impopular con la cuál llegar a acuerdo sería "imposible" sin transar el "corazón" de las reformas, no había que preocuparse mucho de ellos. La "gente" estaba con los cambios.
No pasó mucho tiempo para que se dieran cuenta de que este diagnóstico era erróneo y que habían muchos más grupos de interés y de presión que los que habían identificado, y escucharlos hubiese sido valioso. Los primeros golpes llegaron desde donde menos lo esperaban: primero la ASECH (asociación de emprendedores) se mandó un video bastante duro en contra de la reforma tributaria, advirtiendo que mataría a todos los pequeños emprendedores de Chile. Luego vinieron los padres y directores de colegios particulares subvencionados advirtiendo del cierre de colegios; los rectores universitarios y desde ahí, no pararon de aparecer nuevos grupos de presión a poner contrapeso a las demandas que durante el gobierno anterior habían prácticamente monopolizado los estudiantes. Incluso estos últimos, sumados a los profesores, terminaron alzándose también contra las mismas reformas que habían solicitado (aunque por causas completamente distintas, como veremos más adelante).
Queda claro que cuánto más compleja y profunda una reforma, mientras más posibles ramificaciones y efectos tenga esta, más importante es identificar e involucrar tempranamente a tantos actores relevantes como sea posible (incluso los de la otra vereda ideológica), escucharlos de verdad, explicarles claramente el alcance de las propuestas, tomar en cuenta sus observaciones, acordar cambios y repetir el proceso una otra vez hasta llegar a un nivel de consenso razonable, tomándose el tiempo necesario; incluso si uno tiene el poder suficiente para no necesitar hacerlo. Es un proceso lento, tedioso y frustrante, que sin duda no calza con el entusiasmo revolucionario de algunos, pero que es indispensable para el éxito de cualquier reforma significativa en democracia. Y esto nos lleva a la quinta lección.
Lo primero que descubre un piloto amateur cuando lo llevan a una pista de carrera, es que el secreto para andar rápido no está en pisar fuerte el acelerador, sino en saber cuándo y cuánto frenar para tomar las curvas de manera óptima, sin perder tracción ni desperdiciar energía, cosa de volver a acelerar lo antes posible. No bajar la velocidad a tiempo implica un frenazo mucho mayor más tarde, y el no despreciable riesgo de terminar contra un muro.
Desgraciadamente, esto último fue precisamente lo que ocurrió. Producto de la sensación de "ahora o nunca" que se apoderó del bloque de gobierno, la urgencia pasó a llevar toda prudencia, al punto que, por ejemplo, la reforma tributaria se aprobó en la cámara baja casi sin discusión e ignorando todas las advertencias y solo recibió correcciones de última hora en el Senado, que terminaron creando un engendro que ya no pocos llaman a rediseñar apenas un año después de aprobado. Como dicen, "el que trabaja mal, trabaja dos veces".
Se podrá decir que el gobierno de Piñera también hizo del "sentido de urgencia" su modus operandi, pero sus reformas eran harto menos ambiciosas y su piloto tenía bastante más experiencia en eso de conducir a alta velocidad que la Presidenta, que es de un carácter más cauto y reflexivo.
La lección, entonces, es clara: a cada proceso hay que darle el tiempo que merece, y mientras más complejo sea este y menos acuerdo haya en cuanto a cuál es la mejor solución, más tiempo debe dársele. El costo de hacer las cosas mal es mucho mayor (en dinero, tiempo y daños) que el de tomarse el tiempo en diseñar bien. "No se debe ahorrar en ingeniería" dicen los constructores.
La buena noticia es que, en todo caso, sí se tomaron ciertas precauciones, no tanto en el diseño, pero sí en la implementación de las reformas: varias de ellas consideraron un proceso gradual de instalación, que ha permitido identificar sus falencias antes de que el grueso del daño haya ocurrido, lo que abre la posibilidad de introducir correcciones oportunas. La pregunta es si existirá la voluntad política de hacer los cambios antes de que sea demasiado tarde.
Otra característica compartida por los dos últimos gobiernos, y que resultó muy dañina para ambos, fue el no saber manejar las expectativas. En ambos casos se optó por inflarlas más allá de lo manejable, el primero con la idea de un "gobierno de excelencia" donde la improvisación y los errores pasarían a la historia (por eso el fiasco del "mejor censo de la historia" fue tan vergonzoso); mientras el segundo ofreció la ingenua promesa de que el Estado pasaría a hacerse cargo de todas las demandas sociales en un período de cuatro o seis años, promesa que muchos advertimos rápidamente que sería imposible de cumplir. Para peor, el gobierno siguió ampliando la lista de beneficios a medida que perdía apoyo, en un intento de recuperar el favor popular, pero logrando justo el efecto contrario: mientras los detractores veían sólo nuevas amenazas en el horizonte, los partidarios se impacientaban ante la creciente lista de pendientes por cumplir y la dispersión de los recursos que esperaban llevar a sus propias causas.
Gobiernos que han sido más discretos y que han navegado crisis económicas (como fue, de hecho, el anterior gobierno de Bachelet) donde las expectativas eran mucho más acotadas, han logrado con mucho mayor éxito mantener el apoyo popular, pues han priorizado cumplir más allá de lo que podían prometer, en lugar que prometer más de lo que podían cumplir.
Esto parecen finalmente haberlo entendido en La Moneda, iniciando un proceso de moderación de expectativas que sin duda tendrá un costo en popularidad inicial, pero que en el largo plazo puede ser el salvavidas que devuelva a la administración Bachelet a la línea de flotación.
Un ex comandante del ejército con el que hablé alguna vez, me explicaba a propósito de un tema comercial de la empresa que gerenciaba, que la primera regla de la guerra es "concentrar el esfuerzo". Es decir, ocupar todos tus recursos, energía y concentración en lograr un único objetivo estratégico valioso y alcanzable, antes de moverte al siguiente; en lugar de dispersar tus fuerzas en una veintena de objetivos simultáneos. La lógica detrás de esto es evidente: si intentas hacer todo a la vez, no harás nada bien, y la multitud de frentes te abrirá a ataques desde todos los flancos.
Ahora bien, un gobierno no puede darse el lujo de avanzar sobre una sola área, dada la infinita cantidad de problemas que debe abordar, pero ciertamente no le conviene transformar cada una de sus áreas de acción en un campo de batalla, como intentó este gobierno, ni diluir su acción en un millar de pequeños avances imposibles de comunicar, como hizo el anterior (de ahí que a Piñera se le acusara de "falta de relato" o una idea fuerza y reforma emblemática que pudiese simbolizar la totalidad de la gestión).
Una forma de avanzar en múltiples frentes a la vez, es tomar el camino de menos resistencia, que rara vez es el más directo o rápido, pero que a la larga permite llegar más lejos y conservar mejor las energías; eligiendo las batallas cuando sea más conveniente darlas. En este caso, ese camino era el del diálogo sincero y amplio con todos los actores, llevando los proyectos al Congreso solo una vez que tuvieran mayoritario respaldo.
Tanto en los escándalos que involucraron directamente al ejecutivo (los negocios de la nuera de la Presidenta y las boletas de Peñailillo), como en el caso de la desaceleración económica que ponía en riesgo las reformas, lejos lo más criticado fue la resistencia de La Moneda a reaccionar oportunamente a las crisis que se le generaban e intentar seguir como si nada pasara. Mismo problema que vivieron los partidos políticos con sus propios escándalos, muy especialmente la UDI, intentando justificar lo injustificable y victimizarse en lugar de reconocer sus errores. Los silencios, omisiones y excusas abrían amplio espacio a interpretaciones, sospechas y críticas de contrincantes y aliados, empeorando la situación en lugar de mejorarla.
Como resulta obvio, un factor elemental de la confianza de la población en sus autoridades, es la honestidad y sinceridad, y aquello no se puede sostener si uno no admite sus errores oportunamente (y no cuando ya no queda otra salida). Es cierto que en el mundo político cualquier oportunidad es tomada por los rivales para patearte en el piso, por lo que la reacción natural es intentar jamás demostrar debilidad ni admitir errores que se puedan ocultar o minimizar; pero en una era en que la información fluye como el agua y ya no es dominio de los medios, sino de las redes sociales, y los políticos tienen cada vez menos credibilidad, se hace progresivamente menos relevante lo que digan tus adversarios y mucho más importante lo que diga la gente común. Y ese es un partido que se juega con una estrategia totalmente diferente.
Además, no reaccionar a tiempo ante un problema -tal cual ocurre con una enfermedad que el paciente se niega a reconocer- solo le permite crecer hasta hacerse inmanejable. El mejor momento para extirpar un tumor es cuando aún es pequeño y así mismo debe ser con cualquier metida de pata que ose minar los esfuerzos de un gobierno.
Tal vez la lección más dura, especialmente para aquellos que siempre han mirado al empresariado con desconfianza, es que el impacto en la economía y las perspectivas empresariales, guste o no, es un factor inescapable a la hora de evaluar cualquier plan gubernamental, especialmente aquellos que tienen directo impacto en los tributos y el empleo.
Sin crecimiento no hay torta que repartir; sin presupuesto no hay programa gubernamental que sea sostenible, y sin creación de empleos no hay programa social que sea capaz de sacar a la gente de la pobreza, como ha quedado dolorosamente claro una vez más. Alzar impuestos permite más ingresos sólo si la economía sigue su curso, pero cuando el alza interrumpe ese crecimiento, anula sus beneficios y hasta resulta contraproducente. Una economía estancada le pone la lápida, tarde o temprano, a cualquier proceso reformista que requiera de la billetera fiscal para llevarse a cabo.
"Discutámoslo todo, pero que la economía funcione" decía Edgardo Boeninger, ministro secretario general de la presidencia durante el gobierno de Patricio Aylwyn, y ese parece un buen criterio para considerar de aquí en adelante, si queremos sacar adelante las transformaciones que Chile tanto necesita.