Daniela Castro, la ganadora de MasterChef Chile, no sabe hacer una omelette. Y no lo digo yo. Lo dijo el jurado del programa, pocos minutos antes de entregarle el premio: cuando la rubia presentó su tortilla de huevos, los chefs le dijeron que estaba seca. Sin embargo –reglas de Nakasone de por medio-, es ella quien se coronó como la primera “master chef” de Chile (con $25 millones en el bolsillo).
Durante casi cuatro meses los chilenos pudimos seguir por TV las historias de personajes muy diferentes –desde una anciana hasta un recolector de basura-, embarcados en un desafiante concurso: aprender a cocinar como un profesional. Y si bien ninguno, en rigor, lo logró (seamos sinceros), el espacio de Canal 13 nos recordó una cosa: lo entretenido que puede ser cocinar.
Pero ojo que no digo “cocinar bien”, que eso es privilegio de unos pocos talentosos. Digo sólo “cocinar”, a secas, porque en la cocina es el único lugar en el mundo donde yo acepto aquello de que “el fin justifica los medios” y el fin es pasarlo bien. Da igual que el pastel de choclo quede rico, como lo hacía mi abuela. Lo importante es disfrutar del proceso, del viaje, de la experiencia de mezclar –como experimento de alquimia-, probar, inventar, mancharse el delantal, improvisar, seguir reglas… y salirse de ellas, a gusto.
Con los ingredientes a la vista y una receta clara, se puede pasar muy, muy bien. Un simple arroz con leche puede derivar en una conversación interesante, mientras se revuelve la olla. La elaboración de un queque, al estilo muffin, se puede presentar como un reto interesante. Para qué hablar de una cazuela, una lasagna o un pollo al cognac. Un amigo suele decir que las dos actividades humanas más relajantes son las de regar y la de cocinar. ¿Por qué? “Porque en ninguna de las dos te puedes equivocar”.
Es cierto: si tu objetivo era hacer una torta y olvidaste el harina –tal como le sucedió a uno de los participantes de MasterChef-, entonces se puede decir que has fracasado. Pero si tu intención era pasarlo bien, independiente del resultado final, un error así de grande derivará, de seguro, en una memorable risotada, y no en una triste derrota.
Por eso cocinar, solo o bien acompañado, es terapéutico. Porque es un espacio de experimentación, de riesgos, de olores, donde se puede tomar decisiones sin meditarlo demasiado. Para que resulte, en todo caso, creo que existen cuatro condiciones fundamentales, “sine qua nones”. Las he inventado yo y he tenido la gentileza de escribirlas para ustedes. Aquí van:
Para pasarlo bien cocinado es menester poder comer de los ingredientes durante el proceso. Por eso piensen en algo que lleve chocolate, o crema, o manjar, o camarones, palta, papas, etc., o requiera de la elaboración de alguna masa dulce (jamás olvidaré el placer infantil de cucharear el raspado del bolo cuando en mi casa hacían queque de vainilla). ¿El resultado? Da lo mismo.
Éxito asegurado. El vino enciende la creatividad. Cocinar sin una copa de Merlot o Chardonnay es como bailar de lejos, que no es bailar (como diría Sergio Dalma). Además, un buen vino es excelente integrante de cualquier receta que requiera de una cocción… un chorrito de tinto nunca está de más en sopas, risottos, cocidos, carnes, pastas o cremas. Así que la cosa funciona perfecto y nada se pierde: un poquito dentro de la olla, y el resto pa’ dentro de uno.
No se debe cocinar en silencio, queda estrictamente prohibido, porque la música nos marca el paso, nos dice cuándo seguir, y cuando detenerse. Es el flujo, el dejarse llevar, el no tomarse el cocinar tan en serio. Enfiestarse un poco. Bailar. Les dejo algunos artistas que apañan perfecto en este oficio: Giulia y Los Tellarini, Jackson 5, Bob Marley, Ray Charles, Alexandre Desplat, Parov Stelar, The Cure, Nancy Sinatra, Tan Biónica y Lou Bega.
Bailar, reírse o cantar mientras se cocina no lo libera a uno de la responsabilidad de mantener el orden. Y en esto recomiendo ser maniático, al borde de lo obsesivo compulsivo, porque hay un tema de salud de por medio… y quizás haya alguien dispuesto a comerse aquello que cocinamos. Imperdonable entonces no lavarse bien las manos antes y la losa después, procurando no convertir la cocina en un chiquero.