Fue una experiencia nueva, intensa, sorprendente y poderosa. El sábado, por invitación de una amiga, asistí a un taller de danzaterapia. Sin prejuicios ni mayores expectativas, llegué hasta una de las salas de baile de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, en pleno centro de Santiago. Eramos 25 personas, en su mayoría mujeres, que tras una breve presentación nos dejamos guiar por las instrucciones de la danzaterapeuta Katia Saavedra, discípula de la argentina María Fux, una pionera en estos menesteres.
El ejercicio consistió en elegir una tela del color que más nos atrajera, y moverse y bailar libremente, al ritmo de una suave melodía con tambores y flautas. La idea, explicó la instructora, era entregarse por completo a esa experiencia y registrar las impresiones que nos fueran surgiendo. Luego, en parejas, la danza sirvió para conocer a otros y empatizar con sus emociones. En mi caso –la suerte me acompañaba- formé dupla con Annalise Morales, nada más y nada menos que la Presidenta de la Asociación de Danza Movimiento Terapia de Chile (ADMT). Ella, con una seda roja, y yo con una amarilla, estuvimos bailando, riendo, jugando, moviéndonos con total soltura… y con la extraña sensación de conocernos hace años.
En base a la innegable relación que existe entre nuestros cuerpos y la psique, en la asociación definen la Danza Movimiento Terapia (DMT) como “el uso psicoterapéutico del movimiento y la danza para promover la integración emocional, cognitiva, física y social de las personas”. Según contó la directora de la agrupación, Astrid Ellicker, esta disciplina “es eficaz para las personas con impedimentos del desarrollo, médicos, sociales, físicos y psicológicos (…) Se utiliza con personas de todas las edades, razas y orígenes étnicos, en forma de terapia individual o grupal, como también terapias de pareja y familia”. Para quienes no tienen problemas (¿existirá alguien así?), la danzaterapia también es beneficiosa, pues ayuda a balancear nuestros cuerpo, reorganizar las prioridades vitales y acumular energía para enfrentar la vida con serenidad y decisión.
En mi caso particular, durante el baile experimenté un estado mental que me resulta difícil de describir: sentí que el espacio era infinito –a pesar de que sólo ocupé un rincón del gran salón–, y que el tiempo, con la rigurosidad de los relojes, se había detenido o estirado. Al terminar el ejercicio no tenía noción alguna sobre cuánto había durado: ¿5 minutos o una hora? Una sensación de alto impacto, sobre todo para alguien acostumbrado a cumplir horarios, agendas, y correr entre una reunión y otra, siempre administrando el tiempo. Fue esa, creo, la gran lección que me dejó mi primera sesión de danzaterapia: bajar revoluciones, controlar la ansiedad y disfrutar de cada momento.
A los demás participantes del taller, quienes contaron en pocas palabras cuáles fueron sus aprendizajes, el ejercicio les sirvió para reconocer algunos miedos y trancas del pasado, dilemas con su identidad sexual, derribar prejuicios, abrazar nuevas amistades y placeres, salir de ellos mismos o conocer mejor sus límites.
Haciendo un poco de historia, y recogiendo datos que poseen en la asociación, se puede decir que la danzaterapia es la modalidad más reciente entre las terapias artístico-expresivas (arteterapia, músicoterapia y dramaterapia), pues surgió como práctica en los años 40, en Estados Unidos. Desde su comienzos ha planteado que “la mente y el cuerpo se encuentran en una interacción recíproca constante” (TrudiSchoop, 1974). A su vez, se funda en el principio de “la relación moción-emoción” y en que “el movimiento refleja patrones individuales de pensamiento y sentimiento” (Helen Payne, 2006).
En contraste con el éxito que tiene la Zumba y el baile entretenido como meras técnicas para bajar de peso, creo que la danzaterapia merece hoy especial atención.