Recientes estudios arqueológicos determinaron varios hechos que resultan impactantes para el fliméfilo actual. Por ejemplo, es sabido que para hacerse socio de un videoclub uno tenía que pagar. Yo sé que es difícil de imaginar, pero lo juro: Si uno quería arrendar películas, antes tenía que pagar un monto por concepto de “incorporación”.
Y no solo eso, sino que el candidato a socio tenía que acreditar su domicilio y su identidad mediante la presentación de documentos oficiales que el videoclub debía “confirmar” antes de permitir las transacciones de arrendamiento. En CADA local de la cadena, porque eso de estar en línea era ciencia ficción.
Igual no todo era trámite, el hacerse socio de un video-club le llevaba varios beneficios increíbles tales como una tarjetita plastificada para acreditar la condición de socio, uno o más arriendos gratis dependiendo de la generosidad del local (no estrenos eso sí, sorry) y la posibilidad de “autorizar” a alguien para que arrendara usando la cuenta de uno. Esa autorización era cosa seria, claro, porque el “autorizado” podía devolver tus películas con atraso y el que tenía la obligación de pagar la multa eras tú. Pero bueno, con gran poder, etc.
La gran responsabilidad de ser socio de un videoclub era esa, en todo caso. Devolver las películas arrendadas. Atrasadas si es que había problemas, pero devolverlas sí o sí. Porque en esta época las películas “originales” costaban millones de pesos y durante mi investigación supe la historia de un joven que perdió Las Aventuras de Chatrán justo antes de devolverla al videoclub y sus padres tuvieron que vender la casa para poder reponerla. Porque no era llegar y copiar las películas, no era original si no tenía los logotipos, etiquetas y sellos holográficos correspondientes y uno necesitaba la garantía de calidad, obvio.
Pero saben qué, estas cosas no son lo único que se va con la era del videoclub. También se va esa sensación de “caza” que tenía el fliméfilo prehistórico. Porque según nos indica la evidencia fósil, el fliméfilo de la prehistoria podía revisar durante horas, si quería, estantes llenos de películas desconocidas y escoger qué llevarse a la casa basándose exclusivamente en el arte de las carátulas, los nombres que reconocía en los créditos y, si era un aventurero de verdad, las recomendaciones del dependiente del videoclub.
Muchas veces su caza se veía interrumpida por la frustrante realidad de que la única copia de la película que quería estaba “arrendada”, pero el placer de la caza seguía ahí, y muchos sobrevivientes de esta época describen esta sensación con nostalgia verdadera, de esa que pone los ojos brillositos.
"A veces veías una carátula durante semanas antes de que te atrevieras a arrendar la película. Y si resultaba ser buena era un triunfo increíble, sentías que le habías ganado al sistema, que habías encontrado oro, prácticamente. Eran tantas las ganas de encontrar estas joyitas, que muchas veces terminé haciéndome socio de videoclubs que me quedaban lejísimos, unos a dos micros de distancia incluso, solo por el placer de tener más variedad y de encontrar más joyitas con las que matar un domingo”, me confiesa un fliméfilo prehistórico que prefiere mantener oculta su identidad. Y después de eso se pone a llorar y me muestra una credencial plastificada que ya está amarilla en la que se lee “Errol’s”.
(Intenté ubicar al señor Errol, el propietario de esta milenaria cadena de videoclubs, pero mi tarea fue infructuosa, lo siento).
El mismo entrevistado me contó también del placer de ir a un videoclub desconocido, de locales cuidados con pisos alfombrados y estanterías repletas y también de la variedad de “tecnologías” que tenían los diversos locales. “Algunos usaban computadores para sus registros, otros en mi barrio tenían fichas que guardaban en cajitas, como biblioteca de colegio y, antes de que todo se transformara en corporación, era increíble la variedad de películas que podías encontrar simplemente por ir a un videoclub distinto”, me cuenta, mientras me pregunta si puedo creer que la cadena que hoy conocemos por Feria Mix antes se llamaba Feria del Disco y tenía un videoclub gigante en el subterráneo del local del paseo Ahumada.
No sé si todo tiempo pasado fue mejor, pero el fliméfilo de la actualidad está acostumbrado a tener todas las películas que quiere en la punta de los dedos y siempre disponibles. Y en HD, con subtítulos y sin ser la película un objeto mítico que hay que ir pasando de mano en mano. Comparado a su contraparte prehistórica, el fliméfilo de la actualidad casi no tiene que “cazar” porque Internet escoge por él, y cuesta mucho replicar esa “búsqueda”, ese deambular por carátulas desconocidas confiando la decisión al instinto. Ya no hay tiempo para esas cosas, ahora el fliméfilo prefiere ir a la segura, a lo sandía calada que recomiendan en los sitios especializados, al Torrent caliente recién aparecido. ¿Una película vieja con carátula bacán colorinche? Qué importa, las carátulas ahora dan lo mismo, porque se guardan en pendrives, discos duros, o páginas web.
De todas maneras siguen quedando algunas instancias en que el fliméfilo puede “vitrinear” sin buscar nada en especial, vagando los ojos curiosos por el archivo. Ya no tiene carátulas que tomar en sus manos ni texturas que palpar ni materiales que oler, pero sí tiene el simulacro de eso mismo en los cientos de títulos disponibles en Netflix y/o servicios streaming similares.
O en la carpetita plastificada llena de minicarátulas impresas del pirata de turno (sorry). Nuestros antepasados fliméfilos dejaron algo grabado en nuestros genes y todavía sentimos esas ganas de “cazar”, a ver si encontramos algo bueno antes que nadie. Así que por eso y por los recuerdos, gracias videoclubs. No los olvidaremos.