Y finalmente, ¿quién tiene la razón en el debate por el aborto?, ¿quiénes son los buenos y quiénes los malos?, ¿y cómo hacemos que la parte que está equivocada lo reconozca?
Tuve una pequeña epifanía al respecto revisando Twitter el otro día:
Sucede que, desde hace años, en un esfuerzo por no quedar atrapado en burbujas de información, he ido siguiendo a gente de todos los sectores políticos e ideológicos (cosa que, debo admitir, me provoca abundantes malos ratos cuando leo opiniones que me parecen absolutamente pelotudas, aunque ya he aprendido a morderme los dedos para no terminar peleando durante horas con un total desconocido). Pero lo bueno que tiene tanta diversidad, es que uno va a aprendiendo a ver la vida desde muchas perspectivas, incluso si no se comulga con algunas de ellas, y empieza además a entender sus propios prejuicios y sesgos.
Fue así como, en un día particularmente álgido en el debate sobre el aborto, en que mi timeline hervía con ataques cruzados, caí en cuenta de algo que debiese ser obvio, pero que al parecer la mayoría de las veces somos incapaces de ver: tanto quienes apoyan el aborto, como aquellos que se oponen, son movidos por un profundo amor al prójimo.
Denme un segundo para limpiarme el café que cientos de lectores me acaban de escupir simultáneamente en la cara al leer esa última frase. Ok, sigamos.
Admito que, para quien está en alguna de las dos trincheras del debate, lo que acabo de decir puede sonar contraintuitivo, por decir lo menos. Porque la visión habitual sobre la facción "pro-aborto" desde la perspectiva de sus opositores, es la de mujeres que solo buscan dar rienda suelta a un libertinaje sexual irresponsable a costa del asesinato de niños, en un acto de supremo egoísmo; mientras que la visión sobre los "anti-aborto", vistos desde la vereda del frente, es la de una élite conservadora patriarcal, hipócrita y fanática religiosa que busca mantener a la mujer esclavizada y sometida, incluso a costa de su salud y del sacrificio de su vida, en base a prejuicios moralistas incompatibles con la complejidad de la realidad.
En otras palabras, mi lado defiende lo que es justo, lógico y necesario, mientras que los otros son simplemente malos, ignorantes o estúpidos, y no cabe otra explicación.
Y vista así la postura contraria, la lógica demanda que uno se embarque en la tarea de demostrarle a mi oponente, con argumentos lógicos, metáforas, sarcasmos y evidencia científica, que simplemente está equivocado, que su opinión carece de sentido. Y cuando no logro convencerlo (que es lo que ocurre el 99,9% de las veces), proceder a ningunearlo, humillarlo, insultarlo o incluso hacerle callar a la fuerza.
Todo lo anterior, desde luego, no nos lleva a ningún acuerdo. Muy por el contrario, nos lleva al conflicto y a una radicalización de ambas posturas, que al verse atacadas confirman todos sus prejuicios sobre la contraparte, transformándose en un diálogo de sordos y un gallito permanente donde ganan temporalmente las mayorías circunstanciales, en lugar de un acuerdo amplio y estable.
Propongo que el comprender la postura del otro como válida y fruto de sentimientos nobles y buenas intenciones, puede ser un camino mucho más efectivo para alcanzar acuerdos o, al menos, para discrepar sin necesidad de odiarnos unos a otros. Este es un ejercicio extremadamente útil que he visto aplicado en debates escolares, donde se les pide a los estudiantes defender la postura contraria a la suya. Habitualmente el resultado es una nueva comprensión y respeto sobre la postura del otro y una mayor apertura a encontrar acuerdos.
Pero sé que, para muchos lectores, la sola idea de que en el debate por el aborto la contraparte actúa motivada por sentimientos nobles, resulta más difícil de tragar que una bolsa de clavos. Por eso, a continuación intento exponer los sentimientos que mueven a cada uno. Sé que la tentación de contradecir y debatir cada una de las visiones de la postura contraria es grande, pero para que el ejercicio resulte, es necesario respirar profundo y abrirse a mirar el mundo desde otros ojos.
Lo básico para entender esta postura, es comprender que para alguien que se opone al aborto, un bebé es un bebé desde el momento en que se concibió: una pequeña personita, inocente y vulnerable, que solo debiese recibir cariño y cuidados todos los días de su delicada vida infantil. Y, por lo tanto, lo que mueve a un pro-vida, es el amor a esa nueva vida y el deseo de proteger a ese pequeño.
No existe, en esta mirada, diferencia entre el horror de ver a alguien arrojar un bebé por la ventana de un edificio, con la de expulsar o aspirar a un feto desde el vientre materno. Ambas imágenes le parecen igualmente atroces e indefendibles. Que aquella vida exista dentro o fuera del vientre materno, tiene poca relevancia, pues lo considera desde su concepción como una persona aparte.
Poco sentido tienen, para quien así piensa, las discusiones biológicas, sociológicas o filosóficas sobre cuándo ese cigoto, embrión o feto se puede definir como “persona”, “ciudadano” o “ser humano”, ni piensa que haga alguna diferencia en qué estadio de desarrollo embrionario se encuentre. Para la gran mayoría de quienes defienden esta postura, la realidad es simple y clara como el agua: solo existen dos momentos que definen la existencia o no de un ser humano: la concepción y la muerte. Todo lo que ocurre entremedio es un desarrollo gradual, continuo e imposible de dividir o fraccionar en etapas que permitan retirar la condición de humanidad en algún momento.
Si a lo anterior se suma algún grado de religiosidad, como es habitual en el caso en esta postura, el pro-vida está convencido que esa vida, además, está imbuida de un espíritu de origen divino, que no tenemos derecho a quitar.
Por eso los pro-vida pueden parecer, desde la distancia, fríos e indiferentes a las condiciones de la madre: la defensa de ese bebé toma preponderancia sobre cualquier situación circunstancial respecto a cómo o por qué fue concebido, o de las consecuencias que su vida pueda traer a su madre o familia, pues ninguna de estas son vistas como peores a provocar intencionalmente la muerte de una vida humana. Por eso también, cuando los defensores de esta postura son enfrentados al dilema extremo de tener que elegir entre dos vidas (la madre o el feto), solo pueden dejar la decisión al destino, pues no se sienten con el derecho (ni creen que nadie más tenga el derecho tampoco) de decidir la continuidad o la muerte de alguna de las dos.
Así, no hay maldad ni crueldad en las intenciones de un pro-vida, sino la firme convicción de que están defendiendo un valor supremo, que están salvando vidas y que ninguna consecuencia de continuar con el embarazo puede ser peor que el acto de terminar intencionalmente con la vida de lo que, a sus ojos, es a todas luces un bebé.
Todo lo anterior es, por supuesto, muy difícil de entender o aceptar para quienes habitan las antípodas ideológicas del debate sobre el aborto.
La mirada de quienes defienden la necesidad del aborto (sea este libre o solo bajo ciertas causales) es también motivada por el amor, pero poniendo como centro de esa compasión a la madre, amor que va además acompañado a un profundo respeto hacia la sabiduría de la decisión de la mujer en un momento así. No buscan imponer el aborto a nadie, sino dejar abierta una puerta de escape cuando la mujer, única y soberana dueña de su vida, considere que no puede seguir con su embarazo.
Quienes sostienen esta postura, sienten enorme empatía hacia los sufrimientos y consecuencias que un embarazo no deseado (o deseado pero incompatible con la continuidad de la propia vida de la madre) puede traer para la vida de la mujer que pasa por él. No pueden simplemente aceptar la perspectiva de que una niña violada deba cargar, mucho antes de estar preparada, con un embarazo y la responsabilidad y carga social de criar a un niño. No están dispuestos a pasar por alto las miles de instancias y formas en que los hombres, de una forma u otra, embarazan a las mujeres sin su consentimiento, accidental o intencionalmente; ni aceptan que se las obligue a cargar únicamente a ellas con los resultados de la imprudencia o irresponsabilidad de los machos, que rara vez se hacen cargo de sus actos. No aceptan la idea de que una mujer deba obligatoriamente ponerse en riesgo mortal para sacar adelante un embarazo complejo, cuando tal impasse se podría evitar de manera sencilla, ni pueden dejar de ver el impacto que la muerte de esa madre tendría sobre los otros hijos o marido que dejaría solos en el mundo. No les parece justo que una decisión así de delicada y compleja, llena de circunstancias que son únicas a la vida de cada mujer, venga pre-definida por decreto. Tal cosa les parece cruel e inhumana.
Tampoco sienten que al detener el embarazo se esté cometiendo un acto reprobable. Para quienes defienden el derecho a abortar es evidente que no tiene la misma categoría de derechos un grupo de células o un ser que recién empieza a formarse, con un ser humano plenamente formado. No ven maldad ni crueldad en detener un proceso que recién comienza y que, para todo efecto práctico, aún no adquiere ninguna de las características propias de la vida humana, menos aún si el ser afectado no tiene aún consciencia de su propia existencia. De ahí que abracen entusiastamente definiciones biológicas, filosóficas y sociológicas que les permitan establecer un parámetro relativamente seguro para interrumpir embarazos antes de que se forme algo que, efectivamente, puedan entender como una persona independiente, pues este grupo tampoco siente placer alguno en terminar con una vida y lo comprenden como una medida extrema, un último recurso lamentable pero necesario.
Esta mirada, en su pragmatismo, también reconoce que incluso no existiendo el permiso legal para realizar abortos, estos ocurren de todas formas y en condiciones de alto riesgo para la mujer que se lo realiza, maximizándose el daño en lugar de prevenirlo. La legalización del aborto no solo salvaría vidas, sino que permitiría dar un acompañamiento adecuado de la mujer embarazada, pudiendo incluso ayudársele a encontrar alternativas al aborto o resolver las circunstancias sociales que la llevaron al embarazo no deseado.
Así, tampoco hay maldad en los abortistas, sino el legítimo deseo de dar la oportunidad de elegir a quienes pasan por una situación compleja y dolorosa, demasiado compleja y personal como para ser predefinida por el aparato estatal, sumada a una visión pragmática de la vida.
Bueno, así estamos. Dos miradas diametralmente distintas, ambas originadas desde la empatía y el amor, ambas intentando defender un valor fundamental. ¿Cómo hacemos para que se pongan de acuerdo? ¿Es siquiera posible?
Partamos por lo obvio: en temas valóricos nunca hay una victoria absoluta de una postura sobre otra, a lo sumo un tránsito lento y continuo de la mayoría hacia uno de los extremos del péndulo, antes de volver en la dirección contraria. Así que partamos por olvidarnos de pretender convencer al grupo contrario de que tenemos razón, eso no lo lograremos.
A lo que podemos aspirar, en cambio, es a un debate de altura donde la contraparte entienda y valore nuestra postura, e intente moderar la suya para alcanzar algún grado de acuerdo, imperfecto como lo es todo en la vida, pero mejor que la situación existente, haciéndose cargo de las preocupaciones de ambos.
Para eso, es fundamental lograr que la contraparte empatice conmigo o mi causa. Y eso no se logra a chuchadas, escupos, burlas ni prejuicios; mucho menos con afirmaciones provocadoras que buscan “sacudir” al contrario. Al revés, eso aumentará su resistencia, endurecerá su postura y confirmará sus prejuicios en mi contra. Debemos tomar conciencia de que nuestros comentarios llenos de ira, veneno y adjetivos descalificadores juegan en contra de nuestra causa, no a favor. Es predicarle al coro y afirmar convicciones, pero no sirven para convencer a la contraparte.
Primero, haciendo lo que acabamos de hacer: aceptar al otro como alguien con buenas intenciones y una mirada válida de la vida. No tenemos que estar de acuerdo con esa postura, pero podemos al menos admitir que tiene un buen punto y que de alguna forma debiésemos hacernos cargo de ella. Es difícil, lo sé. Es mucho más fácil y cómodo desestimarla como ridícula o tonta, nos ahorra un problema intelectual y moral, nos evita tener que poner en duda nuestras propias convicciones, pero es fundamental.
Segundo, debemos expresar y dar a entender que comprendemos esa postura. Tal vez no la vivimos (porque no es nuestra verdad) pero el otro debe saber que estoy escuchando, porque solo entonces el otro estará dispuesto a escucharme a mí. Aquí es bueno dejar de lado las frases absolutistas que pretenden declarar la verdad absoluta de las cosas y tratar de plantear la cosa como lo que realmente es, un debate de opiniones.
Tercero, debemos facilitar que el otro empatice con mi postura. Aquí hay todo tipo de herramientas que nos pueden ayudar. Dos de ellas particularmente efectivas son: contar historias conmovedoras de vidas reales y/o recurrir a la simpatía y al humor, como hace magistralmente Hannah Gadsby en su stand-up comedy Nanette, para derribar las caricaturas que otros hacen sobre uno (aquí un artículo que escribirnos al respecto). Es, en definitiva, cambiar el ceño fruncido y el puño cerrado, por una sonrisa y una mano abierta.
Los trolls, los intolerantes y los rabiosos son inevitables, pero al menos quienes quieren sinceramente convencer a otros y quienes lideran el debate o tienen la obligación de alcanzar acuerdos, deberían en la medida de lo posible hacer el esfuerzo de alcanzar el entendimiento, tomando en cuenta lo anterior (con todo lo difícil que esto es cuando te están constantemente atacando y dando golpes bajo el cinturón), pues es el único camino para alcanzar algún grado de acuerdo duradero y que sea al menos parcialmente satisfactorio para ambas partes.
*Una versión anterior de esta columna no aclaraba suficientemente que el lado "pro-aborto" es en realidad "pro-elección". El autor originalmente eligió no usar este segundo término por considerar que en Chile no se ocupa y que el artículo dejaba suficientemente claros los objetivos del movimiento. Sin embargo, se optó por incorporar el término para evitar confusiones.