Nota del editor: Si bien este artículo es una columna de opinión y no una noticia (y por eso siempre estuvo ubicada en la sección "opinión"), después de su publicación y en base a la confusión generada en los comentarios, decidimos modificar el título y la bajada del artículo para facilitar que se comprenda más fácilmente por lo que es: una columna de opinión.
En un cuento precioso, Borges relata la particular vida de Ireneo Funes, más conocido como “Funes el Memorioso”. Su poder de retención eran tan asombroso que:
“Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero”.
A Funes, el vocabulario del castellano le resultaba insoportablemente pobre.
“No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)”.
Aunque carezco de las facultades mentales de Funes, también lamento ciertos vacíos del castellano. Es pobre que no distingamos entre carne viva (flesh) y carne comestible (mutton/pork/beef), que no exista una palabra específica para “sonido de volumen alto” (loud), para información que revela una trama (spoiler), o para distinguir entre dedos de la mano (finger) y del pie (toe). No sé por qué está tan arraigada la falsa noción de que el castellano es un idioma tan rico. El diccionario de la RAE publica un quinto de las palabras que el Merrian-Webster en inglés, menos de un quinto que el principal diccionario islandés, y apenas un 8% de las que cita un diccionario coreano. Los idiomas son animales en movimiento. El castellano que hablamos en este momento preciso de la historia que es la segunda década del siglo XXI, no es el definitivo. Esto no es el final del camino, sino solo un punto en un continuo. Los idiomas nunca detienen su evolución y no hay razones para suponer que justo ahora dejarán de hacerlo. La masificación de la alfabetización y de las tecnologías de la información quizás ralentice el ritmo de cambio y favorezca la convergencia entre áreas del planeta que antes estaban aisladas, pero no detendrá el eterno fluir.
La pregunta entonces no es si acaso veremos cambios o no, sino que hacia dónde apuntarán. A mi juicio, son bienvenidos los cambios que propendan a la belleza, precisión y economía, y desaconsejables los que apunten en la dirección contraria.
Respecto al uso del género en plural, la circunstancia en la que nos encontramos es indudablemente extraña: contamos con el femenino para grupos compuestos solo por mujeres y el masculino para grupos mixtos o compuestos solo por hombres. A quienes aprenden el castellano de adultos, se les cae el pelo cuando se enteran de que mil mujeres se dice “todas”, pero que mil mujeres con un solo hombre se dice “todos”. Esta fórmula no existe porque alguien haya decidido que era la mejor manera posible de comunicarnos, sino que, como toda regla gramatical, surgió de forma espontánea. No hay razones para suponer que no es perfectible.
Resolver la asimetría con “todas y todos” es afectado, empalagoso y atenta contra uno de los tres objetivos: la economía. Peor aún resulta la fórmula “todas, todos y todes”, que vuelve el hablar insufrible. Nuestra inclinación natural por la economía lingüística vuelve esta opción por completo inviable en el uso coloquial. ¿Te imaginas compartiendo con tus amigos en un asado y escuchar a alguien preguntar si “todas, todos y todes quieren postre”?
Pero ¿por qué no añadir en forma opcional “todes” para grupos mixtos?
En el plano lingüístico, mantiene inalterados la economía y la belleza, pero aumenta la precisión. En el plano social, entrega una señal respecto de la igualdad de género, y acoge a la minoría que no se identifica con la clasificación binaria. Esto último es solo un símbolo, sí, pero nadie puede negar que los símbolos son importantes para los seres humanos. Si no fuera así, no existirían las ceremonias de graduación, ni los cumpleaños, ni las banderas nacionales, entre muchos otros.
Es importante enfatizar el carácter opcional. Sería irrisorio pretender imponerlo. Para la gran mayoría de los hispanoparlantes adultos, la nueva fórmula suscita una aversión visceral, el equivalente a uñas sobre la pizarra o una mosca en la sopa. Estas personas morirán sin abrazar la nueva alternativa, y está bien. Sería errado pretender forzarlos. Si el plural mixto echa raíces, su masificación tomará un par de generaciones.
Permítanme abordar las objeciones más habituales. Al menos, a juzgar por las reacciones a un tuit que escribí a este respecto.
Pregúntenle a alguien que haya aprendido castellano de adulto cómo se le cayó el pelo cuando aprendió esta regla gramatical:
1000 mujeres = todas
1000 mujeres + 1 hombre = todosQue haya sido siempre así no implica que no sea impresentable
— Joaquín Barañao (@JoaquinBaranao) 15 de junio de 2018
La réplica más reiterada es algo de este tipo: “es una solución a un problema que no existe, la RAE ya aclaró que el uso del masculino aplica también a grupos mixtos”. Es no entender la propuesta. Nadie pone en tela de juicio que esa es la regla vigente. Lo que propongo es modificar las reglas añadiendo una fórmula adicional optativa.
Luego están quienes contraargumentan que los cambios idiomáticos no pueden ser impuestos desde arriba. ¡Por supuesto! No existe institución ni persona alguna sobre la faz de la Tierra con la autoridad de decretar cambios. Sin embargo, no es lo que nadie en su sano juicio sugiere hacer. Las evoluciones lingüísticas solo se perpetúan si se masifican desde “las bases”. Pues bien, es esa la dinámica que un tuit o una columna como esta busca propiciar. Si no prende, no prende, y nada más que hacer (al menos, no en este periodo de la historia del castellano).
Otra objeción habitual es que no vale la pena preocuparse de esta minucia porque hay cosas más importantes. Es una doble falacia.
Primero, porque como humanidad, somos capaces de abordar más de un tópico a la vez, y referirnos de manera ocasional a asuntos menores no excluye a los prioritarios. Si solo fuese pertinente discutir aquello respecto de lo cual no hay temas más importantes, solo podríamos hablar de cambio climático. En relación a todo lo demás, siempre podríamos decir “hay cosas más importantes”. Añadir un género neutro al castellano no es uno de los 500 desafíos más relevantes de Iberoamérica, pero tampoco lo es la renuncia de Sampaoli, la obligación de colgar banderas chilenas en fiestas patrias o los vicios del horario de verano, y de lo más bien que hablamos de esos temas sin que nadie deslegitimice la discusión porque “hay cosas más importantes”.
En segundo lugar, es una falacia porque, si en verdad se tratara de algo por lo cual no vale la pena derramar saliva, ¿por qué derramarla en oponerse? Si hay una minoría para quien el asunto resulta relevante y a ti te parece irrelevante, tu conclusión lógica es que debes dejarlos hacer y no calentarte la cabeza. Recuerda que el uso de todes es opcional, no una imposición.
Por último, algunos temen que se abra una caja de pandora (aunque en realidad es una vasija de pandora), que degenere en aberraciones tales como “dentiste”, “abogade” y “futboliste”. Acá se entremezclan un error de interpretación con una conclusión correcta.
Respecto a lo primero, los sufijos terminados en “e” aplicarían solo a plurales mixtos, y por lo tanto el dentista seguiría siendo el dentista y el futbolista seguiría siendo el futbolista.
Respecto a lo segundo, hay que admitir que la extensión es inevitable en otros casos de plurales mixtos. No hay razón para no aplicar la misma argumentación antes expresada a “elles” o a “hondureñes”. Y esto, en efecto, es una vasija de pandora. No solo resultaría una extrapolación lógica la aplicación a cualquier término de ese tipo, sino que además podría ser extendida en la dirección contraria: dado que ya hablamos de “pintores” y “cantantes” para plurales mixtos pero no existe el plural masculino, nuevas generaciones tenderían a regularizar la regla y comenzar a hablar de “pintoros” y “cantantos” cuando solo hay hombres.
Reconozco que esto último es radical. Uñas de la mosca que cayó a la sopa sobre el pizarrón para muchos. Pero hay objetivas ventajas en materia de precisión idiomática. ¿Y qué encontramos por el lado de las desventajas? No veo otra cosa que oposición al cambio per sé, una tendencia muy humana, pero nada de racional.