Quienes hoy piensan en una romántica escapada a París, tienen que cuidarse no solo de los altos precios y las rudas maneras de los parisinos, sino también de bombas lacrimógenas y chorros de carros lanza-agua.
Cientos de miles de hombres y mujeres están protestando por toda Francia, paralizando carreteras y tomándose zonas en el corazón mismo de París. El presidente Emmanuel Macron, recién llegado de la cumbre en Argentina, incluso barajó declarar estado de emergencia a raíz de la violencia que comenzó a surgir en algunas de estas protestas, sobre todo en la capital.
¿Por qué está sucediendo esto en uno de los países más ricos, felices y menos desiguales del mundo (y con los mejores quesos)?
En el papel parece sencillo: un impuesto al combustible no cayó bien y la gente salió a las calles para protestar. Pero, claro, si esto sucediera cada vez, en cada país, viviríamos en una eterna protesta. De hecho, el impuesto ya se canceló, pero las protestan continúan. ¿Cuál es el descontento real que mueve a este movimiento, el que algunos ya comparan con el Mayo Francés de 1968?
A continuación, te contamos a fondo los orígenes y razones del movimiento de los llamados “chalecos amarillos” (gilets jaunes).
Francia tiene uno de los impuestos más altos al combustible en el mundo: 64% para la bencina y 59% para el diésel (considerando que el promedio europeo es de 60% y 53%, respectivamente). Esto, combinado con el alza del precio del petróleo, significó que, por ejemplo, el diésel incrementara su costo por litro este año en un 20%.
Según el plan nacional de impuesto al carbono, el gobierno francés anunció recientemente un aumento al impuesto de combustibles que entraría en vigor en enero de 2019. Traducido a precios, habría significado un alza en el litro de diésel de 0,076 euros (58 pesos chilenos) y de 0,039 euros (30 pesos) en el de bencina.
A mediados de noviembre, comenzaron a surgir llamados en redes sociales para protestar. ¿Quiénes? Mayormente la clase media y baja de las provincias francesas, quienes dependen de sus automóviles en su día a día, debido a la dificultad de conseguir un transporte público.
Pese a que en televisión lo que muestran es mayormente París, las protestas nacieron y son más significativas en las afueras. Cientos de carreteras y calles fueron bloqueadas por cientos de miles de hombres y mujeres, de todas edades y profesiones, sin banderas políticas ni líderes y con la sola identificación de un chaleco amarillo.
El bloqueo de carreteras es el modus operandi usual de los "chalecos amarillos". Créditos: Guillaume Laurens |
La ley obliga a automovilistas a traer un chaleco reflectante, por lo que estuvo a la mano de esos primeros manifestantes que protestaban contra el aumento del impuesto a los combustibles. Sin embargo, se transformó en un elemento simbólico y unificador.
Luego, inevitablemente, los chalecos se comenzaron a ver en París, y fue allí donde comenzaron los actos de destrozos y violencia, perpetrados, indica el mismo gobierno, mayormente por alborotadores de extrema izquierda y derecha, quienes se confunden fácilmente en las aglomeraciones de chalecos amarillos.
Luego de tres semanas de manifestaciones, cuatro personas han muerto (la mayoría atropelladas en los bloqueos), los detenidos se cuentan en cientos y los heridos (sumando civiles y policías) en miles.
La gasolina gatilló a las enardecidas masas. Una imagen poética, pero lo cierto es que bien pudo haber sido casi cualquier otra. El descontento va más allá de este cachetazo al pueblo francés, que es como los manifestantes perciben esta medida y muchas otras aplicadas por el gobierno de Macron.
Isla de Francia (Île-de-France) es como se llama la región administrativa donde se ubica la capital, irónico si escuchamos la principal crítica que proviene los chalecos amarillos: la desconexión de la élite parisina, ricos y políticos, con el resto de Francia.
Las protestas se volvieron violentas en París. Fuente: RTL |
“Hay una zanja entre quienes se benefician del liberalismo y se emplean en los ‘trabajos del futuro’ y quienes trabajan como enfermera, secretaria o obrero”, señala la escritora francesa Annie Ernaux, quien se siente identificada con el movimiento. “Hay una sensación de estancamiento y de no poder progresar”, agrega. Esta sensación no es repentina, sino que se ha ido cocinando de a poco en las últimas décadas.
Si bien Francia ostenta estadísticas de bienestar positivas y una desigualdad relativamente baja, un análisis en mayor profundidad señala un estancamiento de las clases media y baja que se extiende desde de la década de 1980, sobre todo en comparación con “los años dorados”, entre 1945 y 1980, cuando la desigualdad se redujo dramáticamente.
Un estudio, publicado en septiembre de este año, describe una tendencia regresiva, donde los únicos que están viendo un crecimiento sostenido y perceptible es el 1% más rico.
“Se preocupan del fin del mundo, pero no si nos alcanza para el fin de mes”, es una frase que se repite entre los manifestantes, cuyas demandas van más allá del precio del combustible: se pide una redistribución de la riqueza que involucre también incremento de salarios, pensiones, pagos de seguridad social y salario mínimo.
El descontento es generalizado y transversal. Mientras un 72% de los franceses apoyan el movimiento, Macron se ahoga con apenas un 23% de aprobación.
Macron es el principal blanco de las críticas, al punto de que muchos piden directamente su renuncia. El presidente, el más joven electo en la historia del país y fundador de su propio partido (el socialista-liberal La République En Marche!), asumió en 2017 gracias a una campaña basada a nivel de comunidad más que establecida en la tradicional plataforma política, con un mensaje optimista y de renovación, prometiendo oportunidades para el pueblo francés.
Créditos: Lorie Shaull |
Macron era el outsider, el que sacudiría a la política tradicional, el que solucionaría los problemas que aquejaban a las estancadas clase media y obrera, el que evitaría la normalización de la desigualdad que ya se da por hecho en otros países desarrollados. Pero pronto el desencanto hizo raíz.
Su primer presupuesto eliminó el histórico impuesto a los más ricos del país, único en Europa y motivo de orgullo para muchos franceses. También redujo ayudas para viviendas que beneficiaban sobre todo a la clase baja, y ha continuado con el plan de impuestos al carbono, el que pone la carga en los consumidores y no en las empresas. Todas estas acciones le hicieron ganarse el sobrenombre de “el presidente de los ricos”, y un descenso en su aprobación que graficaremos de la siguiente forma:
Macron, por su parte, se defendió de estas acusaciones señalando que una política pro-negocios no es una política pro-ricos. "Si quieres compartir el pastel, la primera condición es que debería haber un pastel. Y son las empresas, compuestas de jefes, accionistas y trabajadores, quienes producen el pastel", señaló en julio de este año.
Esto se suma a varios comentarios donde Macron ha tratado con desdén a quienes, legítimamente, expresan su descontento. En septiembre, el presidente provocó polémica al decirle a un jardinero desempleado que había trabajo, y que solo tenía que buscarlos “cruzando la calle”. Un mes antes había criticado a su propio pueblo, al decir en el extranjero que los franceses eran reacios al cambio.
El resultado es un claro sentimiento, sobre todo en la clase media y baja rural, de que Macron vive en un país paralelo, en su propia Isla de Francia, siendo así incapaz de tratar con lo que los afecta a ellos. Su eslogan de campaña “¡Juntos, la República!”, les suena hoy a una mala broma.
El descontento general continúa siendo, eso sí, con toda la política; de ahí que ni los partidos de izquierda ni de derecha hayan podido apropiarse del movimiento. La que en teoría tiene más para ganar, es Marine Le Pen (partido nacionalista), la rival de Macron en las elecciones pasadas, quien ha sido, por el momento, incapaz de capitalizar el descontento a su favor.
Las protestas continúan dada la vulnerable posición de Macron, quien ya ha dado concesiones al cancelar el aumento del impuesto a los combustibles. Pero el descontento está, como hemos explicado, muy arraigado. “No queremos migajas, queremos toda la baguette”, señaló Benjamin Cauchy, uno de los pocos nombres propios del movimiento y quien actúa como vocero.
Paralelamente, ya se están desarrollando protestas similares en otros países europeos, tal como sucedió con el movimiento de los indignados, en 2011.
Se espera que Macron se dirigirá a la nación esta semana, tratando de calmar los ánimos y prometiendo cambios. Por el momento, quienes visiten París tendrán que aceptar que hoy la ciudad no es la ciudad del amor, sino la de la rabia.