*Esta nota fue originalmente publicada en enero de 2018.
Los hispanoparlantes solemos sentirnos orgullosos de la riqueza de nuestra lengua, en especial al compararla con el (supuestamente) sencillo idioma inglés. Muchos se asombran al enterarse de que el Diccionario de la Real Academia cita 93.000 palabras, mientras que el Oxford English Dictionary contiene 171.000. Ni hablar de los cerca de 600.000 términos que define el diccionario de la Academia Sueca, o el 1,1 millones que aparecen en el principal diccionario de coreano.
Pero el punto de esta columna no es el poderío relativo del castellano en relación a sus pares. Es esa dañina costumbre de autocercenarlo por consideraciones sociales.
Es esquizofrénico: por un lado, celebramos la amplia gama de posibilidades que nos brinda nuestro extenso vocabulario, y sentimos cierto gusto a derrota al descubrir que hay otros todavía más ricos; por otro, vetamos un subconjunto de ese mismo universo porque nos habla de una cuna que no es la nuestra.
Fui criado en un entorno en que palabras como “colocar”, “falda” o “lentes” estaban prohibidas, aun cuando se trataba de palabras oleadas y sacramentadas por la Real Academia, que expanden las alternativas lingüísticas. Solo eran admisibles sus equivalentes “poner”, “pollera” y “anteojos”. ¿Por qué?
Porque el tiempo y el uso han teñido ciertos términos de barnices socioeconómicos, y los utilizamos para distinguir esferas de pertenencia. En el caso de los santiaguinos de clase alta, permite identificar de inmediato a quien enuncia “casaca” como un forastero, ajeno a ese círculo exclusivo.
Esta nociva costumbre no es exclusiva del sector nororiente de la capital, ni de Chile. Los hábitos lexicográficos han sido utilizados como marcadores sociales por milenios. Por ejemplo, los hebreos acuñaron el concepto de shibboleth (espiga), a partir de un pasaje bíblico que narra cómo las diferentes formas de pronunciar esa palabra permitió diferenciar tribus.
Otra situación ejemplar sucedió en 1937, en República Dominicana, durante una horrenda matanza de haitianos -conocida como la “Masacre del Perejil”. Se reconoció a los oriundos de ese país por su particular forma de pronunciar la “r”.
No obstante la data inmemorial de los shibboleths y otros casos, hay al menos tres razones por las que en el caso de Chile estos juicios merecen ser extirpados:
1. Porque las diferencias sociales son ya tan marcadas, que estas distinciones se vuelven odiosas.
Piensen en el “provecho” al ver a alguien comer. Es pura y simple expresión de afecto, una impoluta transmisión de buenos deseos que solo debiese despertar gratitud. Sin embargo, ciertos sectores han logrado transformarlo en señalizador de cuna.
O considere el fonema “sh”. ¿Cómo se explica que chilenos que hablan perfecto inglés y que jamás renunciarían a pronunciar mall como “mol” o sale como “sail” hablen de restaurantes de suchi o de ir de choping? Porque el sonido “sh” evoca pobreza rural, y recuerda el pernil de “shansho”. Nadie ha tomado esa decisión de forma consciente, por supuesto, pero es difícil explicar de otra manera que en Vitacura los términos ingleses se pronuncien fieles al original, “siempre y cuando no contengan ´sh´”.
Ciertos códigos son todavía más arbitrarios, y son solo unos pocos elegidos quienes los dominan. El círculo de “los nuestros” se circunscribe así a un radio todavía más exclusivo. Aunque viví en La Dehesa y asistí a un colegio privado, recién a los 31 años me enteré de que para un sector de nuestra sociedad no es aceptable el verbo “desayunar”. “No pues, que desubicación más grande, hay que decir ´tomar desayuno´” (¡!).
Lo grave es que, de forma implícita, quien enjuicia presupone que la cuna es más importante que los méritos personales. Imaginen que van a la Clínica Alemana y le escuchan decir al neurocirujano que el examen ha terminado y que debe “colocarse la casaca”. Ok, sabemos ahora que esa persona no asistió a los colegios privados más exclusivos del país, y hay buenas chances de que su origen sea humilde. Pues bien, ¿no es acaso motivo de alabanzas más que de reproches? ¿No es incluso más meritorio que quien llegó hasta ahí, citando la metáfora del ministro Eyzaguirre, “porque siempre calzó patines”? En lugar de pelar al “doctor flaite”, habría que aplaudir su trayectoria y considerarlo un ilustre nuevo miembro de la élite. La movilidad social que todos queremos es exactamente eso.
2. Porque estos delimitadores de exclusión empobrecen el idioma
Por ejemplo, “cenar/cena” permite distinguir con precisión a la última comida del día de todas las demás, enriqueciendo el abanico de alternativas lingüísticas. En mi familia, sin embargo, solo era admisible el genérico “comer/comida”, mucho menos exacto. De niño tampoco estaba autorizado para hablar de “tomar once”, aun cuando es una expresión mucho más certera que “tomar té” (yo formaba parte de la mayoría de niños que ni siquiera tomaba té a esa hora). “Boda” permite diferenciar el evento de una noche del “matrimonio”, una institución permanente.
Hay quienes no admiten “adelgazar” y hablan de “enflacar”, a sabiendas de que esa palabra no es parte de los diccionarios. El caso más absurdo, por fortuna en retirada, es el veto a la frase “ir al cine” al asistir a una película, y su reemplazo por “ir al teatro”, aun cuando ¡no se va al teatro!
3. Porque estas limitaciones del lenguaje sólo son utilizadas en un entorno geográfico limitado
Términos que ciudadanos de Las Condes asocian a estratos socioeconómicos bajos, pueden ser del todo normales para la “aristocracia” osornina o chillaneja. Es decir, estos marcadores no solo dan pie a odiosas caracterizaciones sociales, sino que más encima dichas caracterizaciones pueden ser erróneas sin que quien emite el juicio se entere.
Con esto, no quiero insinuar que todo uso lingüístico es por completo neutral. También hay muchos hábitos que empobrecen el castellano, y un idioma más pobre es un peor vehículo para transmitir ideas. El abuso de las muletillas, por ejemplo.
Es triste como el adjetivo genérico “cuático” ha venido a reemplazar decenas de términos precisos, por ejemplo. Son muchos quienes descansan su cerebro en ese concepto paraguas para proveer apenas una vaga noción de lo que quieren decir. Recurrir en forma permanente a un comodín en lugar de hacer trabajar el cerebro para identificar la palabra precisa, atrofia lentamente la musculatura verbal.
Es también perniciosa la anteposición innecesaria de las expresiones “como” o “como que”, en oraciones del tipo “como que estoy aburrido”. Transforma lo que debieran ser afirmaciones certeras en amebas del lenguaje, sin decisión ni fuerza alguna.
Pero los “cuático” y los “como” son involuciones objetivas del idioma, no exclusiones arbitrarias de vocabulario legítimo.
No es factible desprendernos en forma voluntaria de nuestras raíces. Si pudiera resetear mi cerebro para estos efectos lo haría, pero nadie ha inventado esa funcionalidad todavía. Sé que seguiré sintiendo un micro revoltijo involuntario en el estómago cuando escuche “boda” o “bebé”. En mi opinión, frente a eso no hay nada que hacer, de la misma manera que no es posible adquirir acento nativo al aprender una lengua extranjera. Este tipo de cosas quedan grabadas muy adentro en el entramado neuronal.
Lo que sí está a nuestro alcance, es imponer la razón por sobre nuestras vísceras. Podemos oír un término que nos irrita y, en lugar de juzgar en silencio a nuestro interlocutor, poner paños fríos en nuestra mente y recordarnos algo de este tipo: “no puedo evitar sentir lo que siento, pero racionalmente sé que es una boludez. La valía de esta persona no tiene absolutamente nada que ver con la posición social de su entorno natal”.
Salvo, claro está, que diga “ir al teatro” cuando va a por una película. Ahí sí puede sonreírse en su interior de semejante ridiculez.