Los seres humanos somos los glotones indiscutidos del planeta. Nos apropiamos hoy de un cuarto de la producción primaria de la biósfera. Una de cada cuatro calorías que el reino vegetal produce a través de la fotosíntesis va a parar a nuestros platos de comida, ropa o calefacción. Es sobre todo por la búsqueda de espacio para el ganado, que el Amazonas ha perdido un área mayor a toda la superficie de Chile desde 1970, y es en pos de terrenos para cultivar aceite de palma, que la selva de Indonesia está en riesgo de desaparecer.
¿Qué hacer? Podríamos reducir la población o modificar nuestros hábitos, pero ninguna de esas opciones son sujeto de políticas públicas realistas. Ambas pertenecen a la esfera personal. La opción remanente es incrementar la productividad por unidad de superficie: cuanto más aceite de palma cosechemos por hectárea, más posibilidades tendrán los orangutanes de Indonesia de mantener un espacio donde sobrevivir.
Desde que se descubrió la agricultura en Medio Oriente hace unos 11.500 años, el aumento de la productividad ha sido una meta perenne. Lo que nuestros antepasados hicieron fue priorizar los especímenes que ofrecían más calorías y descartar el resto. No estaban pensando en genética de largo plazo, sino solo en maximizar el stock del granero de cara al próximo invierno. Pero extienda este proceso a lo largo de cientos de generaciones y lo que obtiene son organismos genéticamente modificados. El antepasado del maíz, por ejemplo, lucía corontas de apenas 2,5 centímetros, y tan solo una por planta.
Trate de alimentar a México con especies así de magras y en media temporada no quedará un solo árbol en Yucatán. Lo que usted conoce como “choclo” es un bicho por completo diferente a la especie original.
Hoy, hemos aprendido a conseguir ese tipo de ganancias sin necesidad de esperar miles de años de selección no natural. En lugar de buscar en forma azarosa modificaciones que nos sean útiles, podemos identificarlas con precisión en las secuencias de ADN. Más aún, podemos testear ex ante la seguridad de los alimentos resultantes con todo el rigor de la ciencia, en lugar de lanzarlos al medio y esperar a ver qué ocurre, que es lo que hemos venido haciendo por generaciones.
¿Por qué la oposición entonces? Los detractores esgrimen motivos tales como potenciales efectos en la salud, riesgo de “súper malezas”, posibilidad de alergias, etcétera. En general, son posturas inspiradas en el principio precautorio: adoptar medidas de protección cuando no existe suficiente evidencia científica determinante de la inexistencia de riesgo.
En la Fundación La Ruta Natural creemos legítimo plantear dudas y exigir un tratamiento riguroso caso a caso, pero no adoptar una oposición a rajatabla a la actividad misma, en todos sus niveles y en todos sus formatos. Genera un enorme daño ambiental –así, con todas sus letras- que por ciertos temores puntuales metamos todo en el mismo saco y se obstaculice la adopción de especies más productivas, capaces de disminuir la presión sobre las áreas silvestres. Quizás al escuchar la palabra “transgénico” imagina cerdos con genes de escorpión o “semillas terminator”, y eso justificadamente lo aterra, pero si se opone a toda modificación genética, debe hacerse la pregunta: ¿cuál es su motivación para vetar una subespecie de arroz con extra betacaroteno (el “arroz dorado”), capaz de suplir el déficit de vitamina A que provoca la muerte de unos 670 mil niños cada año?
Un meta análisis que agrupa los resultados de 147 trabajos científicos independientes concluyó que, a nivel agregado, los cultivos modificados genéticamente han aumentado la productividad en un 22%. ¿Se da cuenta el salvavidas ambiental que esto significa? De acuerdo al Banco Mundial, hay 48,9 millones de km2 de tierras agrícolas en el mundo. Un 22% de disminución en el rendimiento exigiría incrementar el área cultivada en 10,8 millones de km2 solo para mantener constante la producción que hoy sustenta a la humanidad. Para que se haga una idea, esto equivale a más de catorce veces la superficie de Chile, o dos veces la selva amazónica completa. Alguien podría sostener que la solución no pasa por ahí, que el fondo del asunto pasa por reducir nuestro voraz consumo. Es un argumento falaz. Cualquiera sea la reducción, nunca llegará a cero, y más productividad por unidad de área siempre reducirá el impacto ambiental de ese remanente irreductible.
Más aún, hasta ahora el principal foco de los organismos genéticamente modificados ni siquiera ha sido el aumento de rendimiento, sino la reducción del uso de pesticidas y herbicidas. El mismo meta análisis antes citado informa que el uso de pesticidas se ha reducido en un 37% gracias a estas variedades. En sus primeros veinte años de utilización, entre 1996 y 2015, han evitado esparcir 6,19 millones de toneladas de pesticidas, y reducido la emisión de gases de efecto invernadero en un monto equivalente a la eliminación de 11,9 millones de autos de las calles.
Piense todo esto de otra manera. Las instrucciones genéticas que determinan la constitución de los seres vivos son cadenas de cuatro ácidos nucleicos; adenina, guanina, citosina y timina (A, G, C, T). En el caso de los seres humanos, unas tres mil millones. Un biólogo imprimió la secuencia completa de Craig Venter, y el esfuerzo tomó 450 kilogramos de papel. Las posibilidades en las que estas secuencias pueden reagruparse son cuasi infinitas. De hecho, la ciencia estima que quizás el 99% de las especies que han habitado la Tierra están hoy extintas. Quienes hoy existimos somos la excepción. El reordenamiento de esas cadenas de A, D, C y G ocurre en forma natural todo el tiempo, y seguirá ocurriendo, solo que a un ritmo demasiado lento para cualquier objetivo humano. ¿De dónde nace la peregrina idea de que solo porque ese reordenamiento de letras ocurre en un laboratorio en lugar del medio natural es entonces dañino o produce alergias? Podría producir alergias si se diseña con ese fin, desde luego, pero a ninguna empresa de biotecnología le interesaría invertir millones en un producto que nadie querría usar, que dañaría su prestigio y que sería vetado de los mercados mundiales.
Modificaciones genéticas mal llevadas podrían ocasionar daños, pero no por eso debemos impedir la mismísima existencia de la tecnología. Lo sensato es discutir cuán eficaces son las medidas de control, no cerrar todas y cada una de las puertas.
Por ejemplo, permitimos Internet a sabiendas de que surgirán webs dedicadas a la estafa. Cuando descubrimos una, intentamos reprimir esa infracción específica y mejorar nuestros mecanismos de control, no vetar la totalidad de la red. ¿Cabe la posibilidad de que un desarrollo muy mal llevado de un organismo modificado genéticamente ocasione inconvenientes? Por supuesto, pero mientras discutimos esa posibilidad tenemos la absoluta certeza de que enfrentamos ahora ya la urgencia de la destrucción de ecosistemas, un flagelo para el cual que esta tecnología ofrece poderosas herramientas de mitigación.
Joaquín Barañao, Fundación La Ruta Natural