Hay algo muy raro que viene pasando hace bastante tiempo. Ser una persona pesada se ha puesto de moda. Es una característica de las que muchos se vanaglorian, otros admiran y varios la entrenan como parte de un supuesto un atractivo o herramienta de poder.
Gente que justifica sus comentarios insoportables con un “Es que soy súper directa”, como si eso entregara inmunidad para decir o hacer lo que primero se nos cruza por la cabeza. Una cosa es ser sincera, otra muy distinta es decir: “Por Dios que es llorona tu guagua. Te admiro”. La franqueza se ha confundido con el descriterio y no tener filtros está lejos de ser considerado un problema.
Otro ejemplo. Cumpleaños en donde solo hay personas grandes, independientes, que trabajan hace años, tienen AFP y les preocupa el colesterol. En el fondo, adultos con todas su letras. Llega un invitado que saluda solo a los que conoce, no sale de su zona de confort y hacerlo entrar en una conversación, es tan difícil como saber dónde está carreteando Rafael Garay. No interactúa, parece estar sufriendo una verdadera tortura y si tratas de socializar con él, el festival de monosílabos con el que contesta es desolador. Sus amigos que tratan de salvarlo dicen casi con compasión “es que es súper corto de genio” o “es muy tímido, pero es súper simpático”, como un gran “boli” que lo exculpa de su tremenda insoportabilidad (perdonen pero esa palabra merece ser inventada para explicar mi punto). ¿De verdad lo consideran argumento para entender que un MOAI se muestre más expresivo?
A ver, no estoy pidiendo que baile arriba de las mesas y se presente a candidato concejal, sólo que se comporte como un adulto mínimamente educado. Los adultos equilibrados pueden conversar con todos de cualquier tema y saben adaptarse a los ambientes nuevos. Una cosa es ser piola, otra muy distinta tener menos calidez que frigorífico de Puerto Natales.
En la pega, lo mismo. Muchos jefes confunden autoridad con pesadez. Es más, cuando se trata de disminuir la imagen de la Presidenta Michelle Bachelet, es frecuente escuchar el “es solo una señora simpática”, como si catalogarla así fuera sinónimo de debilidad. El jefe que reta en público, el que logra que la oficina completa tirite cuando lo sienten llegar, al que nadie se atreve discutirle ni una coma, al que no se le conocen los dientes porque jamás sonríe, el que deja llorando a las mujeres en los pasillos y ridiculiza a los hombres en las reuniones, es la construcción del “ideal de líder” que muchas veces nos han presentado. Sólo hay que recordar a Margaret Thatcher, Mr. Burns, el Señor Zañartu o Marcelo Bielsa (Bielsistas no se lo tomen a la personal porfa, son solo ejemplos). He tenido hartos jefes y soy una convencida de que aquello/as con los que he terminado formando una relación de amistad, confianza (y no por eso menos respeto) son los que lejos han sacado lo mejor de mí tanto profesional como personalmente. Con los encargados de liderar a grupos humanos muchas veces uno pasa más tiempo que con la propia familia, vive momentos de alta tensión, se alcanzan logros maravillosos y me parece realmente rarísimo que se piense que es recomendable que uno los relacione con un rottweiler hambriento. Los jefes mala onda y distantes están tan pasados de moda como el cassette.
Hay otro tipo de pesadez, que es menos evidente pero igual de detestable: el infaltable sabelotodo. Ese que en una conversación sabe más del IPC que el economista, más de la epidural que el ginecólogo que está invitado a comer, le discute sobre los terremotos y sus causas a Marcelo Lagos y le dan tips de belleza a la Pin Montané. Además obviamente sus cuentos son siempre los más impresionantes, porque obviamente les ha pasado TODO. Si uno cuenta que se quebró las piernas, ellos las piernas y las costillas, si alguien osa a contar que estuvo cerca de la muerte, ellos no sólo estuvieron ahí, obviamente murieron, vieron el túnel y resucitaron, porque como lo dije antes todo lo imaginable les ha sucedido. AGOTADORES.
Como ya me estoy poniendo pesada con tanta crítica, rectificaré el tono de la columna y alzaré con pasión mi bandera: la defensa de la simpatía. Una virtud que no solo esta subvalorada sino que además desprestigiada. Me encanta la gente que es simpática y si hay algo que me gustaría que mis hijos fueran, es eso: simpáticos. La vida con un simpático es mucho más feliz. El simpático siempre mira lo positivo de la vida y no sólo lo piensa, sino que además lo comenta, algo importante porque eso hace que su buena onda sea contagiosa.
Al simpático le da lo mismo donde los sientan en un matrimonio, porque puede hablar con el mismo interés con un monje budista que con un cantante punk. El simpático es capaz de decirte que el informe que te pidió es el peor que ha visto en su vida, pero como lo dice con respeto, cariño y discreción, en vez de querer tirarte al puente, esos gestos sutiles te hacen ir corriendo a arreglarlo solo por no defraudarlo. El simpático puede ser el rey de la fiesta, sacar carcajadas hasta perder el control de esfínter o ser absolutamente piola, pero tener ese "no se qué" que lo hace tan agradable como un pisco sour en una terraza veraniega (ya, le puse color).
Aplaudamos la simpatía, premiemos la buena onda y partamos nosotros viviendo con flexibilidad y optimismo. Funemos la pesadez, porque aunque es tal vez atractiva en la etapa de conquista o descubrimiento, cuando ya se instala en cualquier tipo de relación estable, les aseguro que el sicólogo y los sicotrópicos están incluidos en el presupuesto como gastos fijos. Y la vida está muy cara para gastarla en un mala onda.