Cada día tenemos menos hijos, es un hecho estadístico. Y razones hay muchas: relaciones más tardías y efímeras, más años de estudio, incorporación de la mujer al mundo del trabajo, alto costo de la vida, no sentirse listo, etcétera. Todas razones perfectamente válidas, que no pretendo cuestionar. Yo mismo, después de todo, pospuse bastante mi propia paternidad.
Pero probablemente la razón principal para nuestra declinante fecundidad, es que se ha hecho socialmente transversal la idea de que los niños son un cacho (otra noción que yo mismo me compré). Y es que hoy en día anunciar que serás padre, es someterse a una lluvia de comentarios del tipo "Uuuy, aprovecha de dormir ahora, que luego no podrás" y "Jaja, cagó tu vida". Percepción reforzada por rutinas cómicas, series de TV, comerciales (quién no recuerda el niño haciendo pataleta en un supermercado en un comercial de condones), películas y artículos de prensa compartiendo pseudo-estudios sobre la "felicidad de parejas" antes y después de los hijos (que curiosamente siempre miden la felicidad de "pareja" y no la felicidad general y satisfacción con la vida, como si esa fuera la única dimensión que importara).
El otro día me reía con una de tantas rutinas cómicas que hay por ahí sobre tener niños, hasta que me puse a pensar que, si bien los que estamos dentro de la paternidad entendemos qué partes de la rutina son ficticias o exageradas, y sabemos que todo lo que se dice se compensa fácilmente con las mil y una alegrías que te traen esos mocosos; aquellos que ven la paternidad desde afuera, tienden a asumir que todo eso negativo que se dice es real, y no solo eso, sino que es lo único que hay. Y es que lo negativo se ve a leguas (mamá cansada con ojeras y cara de "mátenme" con un niño haciendo pataleta en plena calle), pero lo bueno pasa casi completamente desapercibido. Y así, se construye una visión de los hijos como pequeños demonios dictatoriales que escapan de las entrañas de sus madres sólo para hacerles la vida miserable a sus padres por décadas. La receta ideal para vender vasectomías y anticonceptivos al por mayor.
Los iniciados en cualquier disciplina, hobby o filosofía saben lo difícil que es hacer entender a quienes están fuera de ella lo complejo y maravilloso que es el mundo en que se han insertado; pero probablemente no hay cosa más difícil de transmitir a otro, que la sensación de ser padre o madre. Pero eso no impide que uno lo intente. Por eso, quisiera con esta columna compartir, aunque sea limitadamente, todo lo bacán que son los niños, defenderlos de la injusta imagen que nos hemos creado de ellos (aparte que "ellos" también fuimos "nosotros" en algún momento de nuestras vidas), y demostrar por qué uno no debería tenerle miedo a tirarse a la piscina.
Que no te gusten los niños me parece perfectamente justificable. A mí todavía no me gustan. Pero feliz tendría otro hijo, ¿cómo se explica semejante contradicción?
Simple. Ocurre que un "niño" y un "hijo" no son la misma cosa.
Sé que es difícil de creer que realmente exista una diferencia relevante entre tu hijo y el resto de los niños del universo. Yo mismo –que siempre evité a los cabros chicos como la peste– hasta el día del parto, temía que el resto de mi vida tendría que "tolerar" a mi hijo más que amarlo. Cuando me decían "es que con tu hijo es diferente", yo decía "sí, sí, obvio", pero no lo sentía realmente. ¿Cuán diferente podía ser?
Pensémoslo así: ¿sientes por esa vieja de mierda que se te coló en la fila del supermercado lo mismo que sientes por tu mamá? ¿o ese adolescente pelotudo con la radio a todo volumen en el auto es para ti igual que el amor de tu vida? ¿o sientes por ese perro del vecino que ladra todo, lo mismo que sientes por tu propio perro (que también ladra todo el día)? Probablemente no. ¿Entonces, por qué asumimos que nuestro hijo/a será, para nosotros, lo mismo que el niño insoportable que hace una rabieta en la consulta del doctor?
Yo mismo no era capaz de imaginar la diferencia... hasta que vi salir a esa criatura increíble del vientre de mi mujer y lo oí llorar por primera vez. Un ser que no existía en el mundo hacía un minuto y ahora estaba temblando en mis brazos y era MI HIJO. Mío, de nadie más. Y ahí vi que es MUY diferente. Esperaba sentir algo similar a tener un celular nuevo y me vi a mi mismo amando a ese ser como nunca había amado nada en mi vida. Sentía que nadie más en el universo estaba sintiendo lo que yo y no había otro bebé en el mundo más lindo que ese. No podía dejar de mirarlo porque encontraba todo lo que hacía fascinante y adorable, y dos años después, sigo sintiendo lo mismo. (Perdón a todos los que he inundado de fotografías de mi hijo, por cierto).
Tu hijo es otra cosa. No es diferente del resto de los niños de la forma que es diferente llegar a otra casa o a otra ciudad; ¡es diferente como lo es llegar a otro planeta!
Recuerdo que antes de ser padre temía no tener tiempo para hacer las cosas que me gustan: jugar videojuegos, leer, escribir, dibujar o salir a comer. Y es verdad, ahora tengo menos tiempo para esas cosas. Lo que no había considerado, es que reemplazaría ese tipo de diversión, por una aún mejor.
Es que si hay una ventana espectacular para entender toda la complejidad de un ser humano y el increíble trabajo que ha hecho la naturaleza, esa es ver a tu hijo crecer y evolucionar. De sólo llorar y dormir y tener cero control de sus extremidades al principio; a abrir los ojos y empezar a mirar fijamente, pero aún metido en su propio mundo; a comenzar a reír e interactuar contigo; a tocar y meterse cosas en la boca; a intentar ponerse de pie, dar unos pasos (y darlos para acercarse a ti); a comenzar a balbucear palabras con sentido; a armar cosas, inventar juegos, imitar lo que haces en la cocina; hasta transformarse en una completa personita miniatura, mientras ves cómo su carita va cambiando y adquiriendo personalidad (¿qué hacen tus ojos metidos en otra persona?). La transformación de esos pequeños es una cosa fascinante.
Lo doy firmado: con ellos, tienes entretención asegurada para años. Todas las otras cosas de la vida a uno lo aburren después de un tiempo, pero ellos no. La novedad nunca se agota, porque todos los días son un desafío y cada día son una persona nueva. Son mejores, más desafiantes y más sorprendentes que cualquier videojuego, libro, pasatiempo o chiche tecnológico que tengas.
Además, son una manera increíble de redescubrirte a ti mismo y al mundo que te rodea. Simplemente, después de verlos crecer, no puedes volver al resto de la gente de la misma manera. ¿Todos fuimos así? ¿Cómo llegamos a ser quienes somos? ¿Qué puedo hacer para que él sea mejor que yo?
Todos hemos visto a un niño intentar hacerse el gracioso y fracasar penosamente; así que uno podría creer que como padre, no te reirás mucho con tus hijos; que estarás obligado a "celebrarles sus gracias" sólo para no ser un absoluto cretino, pero no porque realmente te causen risa.
Uno estaría equivocado.
De partida, con sólo ver a mi pendex, ya empiezo a sonreír, en parte porque lo adoro y lo encuentro hermoso, pero también porque algo de esa forma de ver la vida sin complicaciones que tiene, se me pega con sólo estar cerca de él. Y la alegría en su rostro cuando llego es impagable.
Pero además, si lo piensas, toda buena rutina cómica pasa por encarar la vida desde la ingenuidad, por redescubrir lo cotidiano desde la mirada de alguien que lo ve por primera vez o de reaccionar ante ello sin la prudencia y el sentido común que da la experiencia. Pues bien, eso es exactamente lo que hacen los niños todos los días.
Ellos imitan lo que ven, pero no entienden por qué las cosas se hacen de la forma que se hacen, así que cometen los errores más graciosos. Y cómo además lo hacen con sus torpes cuerpos miniatura, hasta el acto más simple de pasar una escoba por el piso se transforma en todo un espectáculo genial de ingenuidad y adorable ineptitud (sorry, pero es que en serio, ¡la escoba se usa con las cerdas hacia abajo!).
En serio, con mi mocoso me río todo el día. A carcajadas. Me río más que en ninguna parte. Tener hijos es diversión asegurada.
Aquí hablo con información de tercera mano, porque el mío todavía no logra unir más de dos palabras casi ininteligibles; pero la misma ingenuidad, ignorancia y falta de prejuicios que mencioné en el punto anterior, además de su forma tan concreta de pensar, hace que los niños, cuando empiezan a hablar, sean capaces de describir el mundo de una manera que jamás se te hubiese ocurrido, y con un nivel de profundidad que ya quisiéramos tener los adultos.
Tanto así que un profesor llegó a escribir un diccionario armado sólo con definiciones hechas por niños. Algunas son hilarantes y otras realmente te hacen pensar. Aquí algunas definiciones:
- Anciano: es un hombre que se mantiene sentado todo el día.
- Blanco: un color que no pinta.
- Dios: es el amor con pelo largo y poderes.
- Paz: cuando uno se perdona.
Y si sus reflexiones son profundas, sus preguntas pueden llevarte a cuestionar tus propias creencias. Porque, en verdad ¿por qué permitimos que haya gente pobre? no es una pregunta tan fácil de responder.
Como adultos, los hijos somos bastante ingratos con nuestros padres. Los queremos, sí, pero ni de lejos estamos dispuestos a hacer por ellos los sacrificios que ellos han hecho por nosotros ("Gracias por vestirme, alimentarme, educarme, cuidarme y pasar 20 años de tu vida pendiente de mí, pero... ¿Que te explique cómo usar esta app? ¡Ajjj... qué lata!"). Así que, la verdad, tarde o temprano tus hijos te harán a un lado para empezar sus propias vidas.
Pero eso no es así al principio. Para un niño pequeño, tú como papá o mamá, eres lo máximo. La máxima fuente de sabiduría; el caballero de armadura plateada que los salvará de cualquier cosa; la verdad universal en todo tipo de materias; tus piernas son la silla más cómoda donde pueden sentarse; tus brazos, la cama más cómoda. Confían en ti ciegamente, no importa cuánto les falles.
Hay algo impagable en ver cómo se iluminan sus caras cuando cruzas la puerta de tu casa. En sentir esos bracitos cortos y manitas tibias aferrarse a tu cuello, y el olor a champú de bebé en sus cabezas. En acompañarlos cuando te piden que te sientes con ellos a jugar, porque jugar sin ti, para ellos no es lo mismo.
Es un tipo de amor que no consigues en otro lado. Punto.
Un amigo con una hija de dos años me dijo, antes que yo fuera padre, cuánto había madurado gracias a la paternidad. Me lo explicó así:
"Ellos no paran de crecer. Ellos no van a esperar a que estés listo. Tú tienes que aprender a hacer las cosas que hay que hacer en el momento que hay que hacerlas. Eso te hace madurar".
Y sí. Uno está toda la vida posponiendo cosas importantes por no sentirse listo, por temor a no tener los recursos, tiempo, energía, inteligencia o lo que sea, para hacerlas. Pero la gente que realmente logra cosas en la vida simplemente se tira a la piscina y aprende en el camino.
Ser padre es eso, aprender en el camino. Y la necesidad de cumplirle a tus hijos te hace tomar medidas y decisiones que quizás siempre temiste tomar y no te atrevías, pero que ahora no te queda otra llevar adelante. (También son una excusa para posponer otras, en todo caso).
Bien enfocada, la paternidad es un entrenamiento para ser una persona más autosuficiente.
Sí, hacen pataletas, te despiertan en la noche, piden cosas que no puedes darles (y se enojan porque no se las diste), meten las patas, rompen cosas, ensucian cosas; te pueden hacer perder la paciencia muchas veces y al final del día te dejan agotado. Son un sacrificio, sí. ¿Pero sabes qué? No hay nada que valga la pena en la vida, que no requiera sacrificios.
¿Alguna vez aceptaste un trabajo más desafiante o peor pagado que el que tenías, porque sentías que lo que harías ahí sería más importante y tú crecerías más como persona? ¿Alguna vez has hecho algo que requiere esfuerzo y no paga casi nada, para probar tus límites o seguir un ideal? ¿Practicar un deporte acaso no requiere sacrificios? ¿Perfeccionar un talento? ¿Sacar una carrera? ¿Cumplir y progresar en el trabajo? ¿Construir una buena relación de pareja?
Entonces, ¿por qué creer que con los hijos sería distinto? Sí, traen sacrificios, como todo en la vida, pero son sacrificios que venimos preparados para soportar, que van creciendo y cambiando orgánicamente, de a poco, y tú vas creciendo y madurando con ellos; sacrificios, además, que se compensan por mil con todos los buenos momentos que vives con ellos.
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Tener hijos no es el fin de tu vida, es el inicio de una vida distinta, como lo fue salir del colegio o de la universidad o entrar a un nuevo trabajo o a una nueva relación de pareja.
Y puedo decir con toda confianza, con todo lo bueno que fueron cada una de esas etapas de mi vida, no volvería atrás.