El ritmo trepidante al que se mueve la ciudad es asombroso. Sin embargo, nunca habíamos estado tan solos. Multitudes... compuestas por personas encerradas en burbujas virtuales cuyo centro es el celular.
Si bien me he ido adaptando a este tono frío, fui testigo de un acontecimiento asombroso: un joven se subió a la micro en que me trasladaba y -¡oh sorpresa!- saludó amablemente al conductor con una sonrisa. La respuesta del chofer fue instantánea: una amplia sonrisa surcó su curtido rostro. Luego, el joven avanzó hacia atrás por el pasillo, mirando a los ojos y pidiendo permiso. La gente estaba encantada. El hombre se instaló en una esquina, y en vez de sacar el celular del bolsillo para sustituir conversaciones de verdad por mensajes interminables de WhatsApp, abrió su mochila y extrajo una novela.
Finalmente, este feliz ciudadano, mientras guardaba su libro que tan buen rato le había hecho pasar en su viaje (como pudimos presumir por las caras que ponía, o las risas que se le escapaban mientras leía), presionó el botón para descender del bus y se arrimó a las barandas de la salida. Al abrirse las puertas, exclamó con voz suficientemente fuerte como para que alcanzara a oír el conductor: "¡muchas gracias!" y bajó con un salto. Como la parada coincidía con una estación de Metro, fueron muchos pasajeros los que también querían bajar, e imitando el ejemplo del muchacho, uno tras otro, adultos y niños, fueron clamando también esa dichosa palabra que seguramente cambió el día del señor conductor: "¡gracias caballero!", "¡que tenga buen día!".
La velocidad de la ciudad a veces me da vértigo. Pero detalles como una sonrisa, mirar a los ojos, una palabra humana, la prescindencia de una conexión permanente al celular, etc., hacen de la ciudad un espacio más acogedor, más humano. Recuperar las confianzas de una sociedad comienza por estas cosas del diario vivir. Y una sonrisa tiene, en este sentido, mucho poder.