“Hay viudos y huérfanos. Pero no hay nombre para los padres y madres que pierden a un hijo"
Así inicia su libro la periodista Magdalena Walker Mena: "El Patio de Domingo".
Sin intención de dar recetas acerca de cómo vivir el duelo tras la pérdida de un hijo, ni tampoco de hacer fama ni gloria por medio de su escritura, Magdalena realiza una entrega generosa de su experiencia, tanto individual como familiar, tras la dolorosa partida de su hijo menor.
Aliñando de humor el relato, pero sin maquillar el dolor de la vivencia, la autora describe de manera relativamente objetiva –asumiendo la subjetividad que lo que un proceso de esa naturaleza implica– el cómo se han enfrentado ella y sus cercanos a esta experiencia.
En el libro Magdalena señala la constante ambivalencia que se vive entre la aceptación y la negación que forman parte del duelo, y la manera en la que, con ayuda de la buena voluntad de ciertas personas, el proceso de reconstrucción se ha podido ir desarrollando. Este camino, desde la perspectiva de la autora, es un desafío de reinserción y de reconstrucción en el que hay que reinventarse, pues remarca que la posibilidad de concluir en una vida similar a la que se tuvo previo "al suceso", es prácticamente imposible. Sin resentimientos, ni falsas esperanzas, Magdalena enfatiza el "vivir aunque duela el alma" como antídoto inicial para este mal. No pretende dar recetas ni verdades absolutas, sino que muestra que su forma de comenzar a vivir con el dolor inició con la reinserción rápida al mundo, para que ella con su marido no corrieran el riesgo de nunca más poder hacerlo, e influir por consecuencia, en que tampoco pudieran sus hijos.
Magdalena logra transmitir desde una perspectiva humana y humilde, el cómo a pesar del dolor, la rabia y la incomprensión, el aferrarse a la fe le resulta de gran ayuda. Aclara que no le da felicidad que su hijo esté allá, y asegura creer que él sí quería permanecer acá. Sin embargo, declara tener la convicción de que Dios acoge las cosas malas, mas no quiere que éstas sucedan. En su opinión, así como una madre o un padre no quiere la partida de un hijo suyo, tampoco la quiere Dios, quien es primero que nada, Padre. Es bonita la forma en que la autora revela de manera muy generosa y cercana, el cómo a pesar de las dudas, rabias y rebeldías, es a Dios y a todos a quienes –en su visión– Él le envía, a quienes ha recurrido para afrontar el dolor.
Lleno de agradecimientos, reflexiones, lindas anécdotas y humor, Magdalena hace de un libro que nace desde la pena y el dolor más inmenso, una oportunidad de aprendizaje valiosísima para quienes lo leemos, aunque esa no sea su intención.
El propósito de este artículo es propagar la existencia y lectura del libro. Éste, sin embargo, no es un aporte solamente para quienes han vivido experiencias similares. También lo es para todo el resto de nosotros, los mortales. Todos quienes transitamos día a día por la vida, a paso rápido por la vorágine que arrastra el tiempo, y que limita el goce de cada una de las horas, de los minutos, de los segundos. En lo personal, considero que es un relato, que entre risas y llantos, entrega un impulso entre sus palabras que aumenta el deseo de vivir todos los días como si fueran el último.