En la vida nos toca tomar grandes decisiones. Obviamente no nos toca hacerlo todos los días, pues dejarían de ser grandes y pasarían a ser cotidianas, pero cuando llegan suelen encontrarnos aparentemente desprovistos, exigiéndonos una respuesta, una certeza. Y lo peor, son disyuntivas imposibles de transferir a otro y que parecieran no estar plasmadas ni en la más sabio de los libros.
¿Me caso con ella? ¿Me caso ahora? ¿Nos aventuramos a tener un hijo? ¿Me cambio de trabajo? Estás solo frente a la vida, frente a la puerta numero uno y la puerta número dos (y quizás tres y cuatro). ¿Qué se hace en estos casos? Solo hay que saber escuchar. ¿Cómo hacerlo? Esa es la verdadera pregunta.
A mí no me venden la de la tabula rasa, de que todos nacemos iguales, con un disco duro en blanco listo para programar a voluntad. De partida el hardware de cada uno es claramente diferente, pero independiente de nuestro cuerpo, nuestra apariencia y nuestras capacidades, para mí, todos contamos con una diferencia aún más profunda.
Una diferencia que viene de nuestra propia esencia y se resume en un concepto muy simple: nuestra hambre. Siempre tuve la noción de que así eran las cosas, pero mi certeza es fruto de mi experiencia de ser padre por segunda vez en un periodo de tiempo muy corto.
Hacía poco más de un año que había sido padre y me encontraba nuevamente en la clínica, (supuestamente) listo para recibir en este mundo a mi segunda hija. Mismo doctor, mismo equipo, misma clínica, misma época del año y nuevamente una niñita.
Todo parecía conocido, hasta que nació. La Antonia no llevaba ni un segundo en este mundo y ya me estaba enseñando verdades sobre la vida, y la primera fue que no venimos iguales de fábrica. ¿Cómo lo hizo? Con un grito ensordecedor que jamás había escuchado a la Sofía, mi hija mayor.
Y no me refiero a su capacidad pulmonar ni a sus cuerdas vocales, sino a su carácter. Desde el momento en que nació la Anto me enseñó que era una niña diferente, más energética y menos delicada que su hermana mayor. Y lo que comenzó con un grito se fue plasmando en cada detalle de los días venideros. Porque ella no quería las mismas cosas que su hermana mayor, porque ella era claramente diferente.
¿Para qué toda esta historia? Simplemente para explicar que yo tengo la certeza de que todos nacemos con la clave de nuestra felicidad en nuestro interior. Yo sé que se trata más bien de una cuestión de fe, de nuestra forma de ver el mundo, pero desde que nació la Antonia no puedo dejar de entender la vida así: Todos tenemos un indicador concreto que nos señala cuando vamos en la dirección correcta o cuando equivocamos el camino. Y ese indicador es el estómago.
Hay personas que nacieron para construir, otras para comunicar, otras para escuchar, otras para sanar. Unas para guiar, otras para colaborar y otras para criticar (en el buen sentido de la palabra). La lista es infinita: para jugar, arriesgar, asegurar, correr, inspirar, pensar etc. Y agreguen todas las combinaciones en distintos grados de cada una de ellas. Insisto, no tiene que ver con las capacidades, tiene que ver con su hambre, todos nacemos con necesidades profundas diferentes y obviamente los caminos para satisfacerla son muy diversos.
Alguno más poético preferirá decir “seguir el corazón”, pero al menos a mí, las grandes certezas de la vida las escucho en la guata. Desde las mariposas de un coqueteo con química hasta el colon irritable del stress, pasando por revoltijos propios de las situaciones confusas hasta el equilibrio absoluto de la paz: Cuando nuestras vísceras hablan, no hay razón cerebral que valga como argumento en su contra.
Porque para mí son ellas las que saben qué es aquello que necesitamos, y la cabeza no es más que una herramienta, un medio para hacerlo realidad. No digo que tengamos que seguir cada impulso de agarrar a patadas al tipo que nos pareció insoportable en la calle, no se trata de seguir nuestros impulsos, sino de certezas.
¿Cómo diferenciarlos? Preguntando al estómago por qué. ¿Por qué tengo rabia? ¿Por qué tengo ganas de abandonarlo todo? ¿Por qué siento mariposas? ¿Por qué no quiero tomar esa opción que parece la más sensata? Mi experiencia es que responde con claridad, diciendo: Lo que pasa es que tienes miedo, lo que pasa es que no quieres aceptarlo, lo que pasa es que es la indicada, lo que pasa es que estás siendo cómodo.
Las tripas no mienten, porque saben cuando tienen hambre. Y en la vida no tenemos más que dos opciones: o hacerles caso, o hacernos los tontos.