Somos más que lo que hacemos, es cierto. Sin embargo, también es verdad que nuestras acciones van definiendo nuestra identidad. Lo dice ya Aristóteles en su Ética a Nicómaco: “Así nos hacemos constructores construyendo casas y citaristas tocando la cítara. De un modo semejante, practicando la justicia nos hacemos justos; practicando la moderación, moderados”.
Viéndolo de esta manera, cada acto, cada decisión, cada pensamiento, cobra una relevancia profunda. Nada da lo mismo. Pues cada uno de esos movimientos significa acercarse a un modo de ser o alejarse de él. Y aquí mismo radica la buena noticia: de cada uno depende qué hábitos o disposiciones a actuar va forjando, dependiendo de sus metas y de lo que considere bueno.
Esto que es una verdad para la filosofía clásica, lo corrobora hoy la neurología. Se sabe que una característica del cerebro es la plasticidad y que ello significa, en parte, que el hombre puede cambiar su actuar y crear nuevas costumbres, lo cual produce un cambio en el cerebro. Esta plasticidad es mayor en los niños, sin embargo, está demostrado que se encuentra hasta el final de los días de una persona. Por lo tanto, frases como “Soy así, no hay nada que hacerle” o “Me encantaría, pero no sé hacerlo” parecen no tener asidero científico.
Claro que tampoco es llegar y cambiar, pero los neurólogos nos ayudan con algunos tips:
- Primero, se sabe que los hábitos que tienen una recompensa inmediata se graban más fácilmente, pues eso motiva a la persona.
- Segundo, es necesario repetir y repetir el acto. Al principio, cuesta, pero de a poco eso que parecía imposible se va haciendo costumbre.
- Y tercero, el ambiente es muy importante, porque en el ser humano es potente la imitación.
Entonces, si de verdad se quiere dejar un hábito perjudicial, tal vez es necesario cambiar de ambiente. Y si se quiere emprender algo que parece muy difícil -como hacer deporte por primera vez en la vida- lo mejor será unirse a un grupo de entrenamiento con quienes animarse y comprometerse.