Imagen: Felipe Lira

Bullying: lo que por brutos no hemos aprendido de la historia

¡Cuántos absurdos ha habido en la historia! Joaquín Barañao nos propone tomar lecciones de ellos y aplicarlas a una realidad bastante odiosa: el bullying. ¿Podemos abrazar las diferencias sin condenarlas? Ese es el desafío que hoy te proponemos en El Definido.

Por Joaquín Barañao | 2019-01-24 | 17:00
En la medida en que las personas lleven vidas que no los conduzcan a un callejón de soledad, a priori no tienen por qué ser vidas peores, aun cuando el establishment social vocifere que lo son.
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Curioseando en la historia, es inevitable no interrumpir la lectura con exhalaciones de asombro. “¡Cómo pudimos ser tan brutos!”.

Considera los siguientes casos.

En el siglo XIV, en la Universidad de Oxford se estipulaba que “los bachilleres y Magíster en las Artes que no sigan la filosofía de Aristóteles podrán ser sancionados con una multa de cinco chelines por cada punto de divergencia”.

En 1572, en la llamada “Matanza de San Bartolomé”, decenas de miles de hugonotes a lo largo de Francia fueron masacrados a manos de la mayoría católica. ¿Su crimen? Profesar la fe protestante.

Durante el gobierno del sultán Murad IV (1623-40), beber café en el Imperio otomano era castigado con la pena capital. Más el norte, en Inglaterra, en 1648 se prohibió dudar de los últimos cinco libros del Antiguo Testamento so pena de muerte.

Estas prácticas no eran ajenas al lejano Oriente. Tan solo trece años después del veto inglés, el emperador chino Kangxi prohibió vivir a menos de 17 millas de la costa entre Vietnam y Chekiang (toda la ribera sur, la de comercio más vivaz). Quienes habitaban dicha franja debieron desplazarse tierra adentro. El comercio marítimo estuvo prohibido hasta 1693.

El tono no era muy diferente en Rusia, ese imperio a medio camino entre Oriente y Occidente. En 1698, Pedro el Grande ordenó que todo hombre adulto, salvo clérigos y campesinos, debía afeitarse la barba, pues le parecía anticuada y "poco europea". Los oficiales del zar detentaban el poder de rasurar a quienquiera en la vía pública.

El paso de los siglos morigeró la violencia de las sanciones, pero en términos de tolerancia se avanzó poco. Tanto la Sociedad Lingüística de París en 1866, como la Sociedad Filológica de Londres en 1872, impidieron publicar estudios sobre el origen del lenguaje. En Oshkosh, Wisconsin, una ordenanza de la década de 1920 prohibía bailar mirándose a los ojos.

Seguro estarás pensando lo mismo que yo: ¿Cómo fuimos tan bárbaros hasta hace tan poco?

Un factor común explica nuestra repulsión por este tipo de medidas: la inexplicable intolerancia para aceptar que cada uno escoja con libertad sus propias opciones de felicidad en la medida que no afecte la de terceros (para simplificar la discusión, excluyo del análisis la libertad de hacerse daño a sí mismo). Nos tomó milenios, pero por fin la inmensa mayoría de los seres humanos concordamos en que cada uno es libre de cuestionar a Aristóteles, profesar la fe protestante, beber café, dudar de la Biblia, vivir en la costa de China, llevar barba, especular sobre el origen del lenguaje y, last but not least, bailar mirándose a los ojos (¿qué haríamos con Sergio Dalma de otro modo?). Es a la vez tan increíblemente básico y tan crucialmente importante, que cuesta entender cómo fue que nos tomó tanto tiempo pegarnos el alcachofazo.

¿Y el bullying? ¿Qué tiene que ver?

En mi colegio, por desgracia, campeaba el bullying. No lo llamábamos así, desde luego, pero la cosa era brava. Los profesores pontificaban con frecuencia acerca de la importancia de respetar al prójimo y todo eso, pero chocaban con el fenómeno de la saturación: los bullies habían escuchado tantas veces la misma cantinela que ya no los sensibilizaba. En el fondo sabían que lo que hacían estaba mal, pero ante la tentación sucumbían, y el pregón número 753 con el mismo mensaje, difícilmente iba a modificar su agenda de hostigamientos.

Si estás en edad escolar, hay dos cosas que quiero decirte.

La primera, que el bullying no es un conjunto simpático de anécdotas del cual después te reirás con despreocupación. Me refiero, desde luego, al hostigamiento sistemático y mala leche, no al saludable agarrar-para-el-chuleteo fraterno. No. Es una práctica odiosa que genera heridas duraderas en víctimas y —quizás esto te resulte una sorpresa- victimarios. En mi experiencia, la mayoría de los matones de antaño, los mismos que con tanto desplante otrora lideraran la causa, hoy sobrellevan la carga de un corazón contrito. No es menor. Las risas del resto de la clase parecen señalar que todo es “en buena”, que “hay que tomárselo con humor”, que “no hay que ser tontos graves”. De adulto caerás en la cuenta de que no es así. Por favor créeme esta.

La segunda, que creo poder aportar una idea nueva que no ha emergido en las prédicas habituales de tus profes. Una noción que bien puede estar fuera del área de saturación y que quizás te haga reflexionar. Es aquí donde empalmo con las atrocidades de nuestros intolerantes antepasados. Ya zanjamos que cualquier ser medianamente civilizado concuerda que no debemos obstruir las opciones de felicidad que no afecten a terceros, ¿cierto? Ya aclaramos que una lección a la vez elemental y vital de la historia es el no imponer nuestros puntos de vista, ¿ok? Pues bien, he aquí la médula de la columna: lo que tradicionalmente se considera nerd no es una opción inferior, sino solo diferente. No es entonces que debas apiadarte con magnanimidad de “los menos favorecidos” y dejarles ser, sino que debes reconocer que tu peldaño no es superior.

En la atmósfera escolar es difícil verlo así porque el polo contrario de ese espectro específico (“los bacanes”, si se quiere), es el dominante. Sin embargo, en ningún capítulo del libro de la vida está escrito que piscolear hasta las 4 AM de jueves a domingo, sea un camino más eficaz de cara a la felicidad que disfrutar de juegos de rol en casa. Sé que visceralmente te cuesta visualizarlo de este modo, que “se sabe” que carretear es más deseable que programar, que James Dean es preferible a Bill Gates, que la pichanga prima por sobre disfrazarse de Harry Potter. No. No es así. Y hay que ser categórico en esto, porque la alternativa generó ya mucho rechinar de dientes en el pasado reciente.

La humanidad es una manada diversa, con un variopinto abanico de estrategias igualmente legítimas para la realización personal. De adultos, cuando “los bacanes” no ejercen ya presión de arrastre (consciente o inconsciente), esto nos queda meridianamente claro a todos. Unos buscan la plenitud en el yoga, otros en las maratones, otros en la pesca y otros en las cuadrimotos, y a nadie se le ocurre cuestionarlo. Es solo en el ambiente escolar, cuando existe un grupo dominante que proyecta sombra sobre las opciones minoritarias.

La consecución de la felicidad es un arte resbaloso. Aunque se ha escrito mucho al respecto, es difícil dar con conclusiones que apliquen de forma transversal. Una de las pocas la arroja el extraordinario estudio longitudinal de Harvard, que ha seguido a cientos de personas y sus descendientes por ya 81 años. Esta es: el factor más decisivo en la felicidad es gozar de relaciones humanas de calidad. Si un compañero pasa cada tarde solo frente a su consola de videojuegos, sí es razón para preocuparse por él. Necesita amigos y conocer a personas del sexo opuesto, incluyendo encontrar pareja romántica. Pero hay pocos otros casos en los cuales podemos cuestionar con autoridad la apuesta de cada cual. En la medida en que las personas lleven vidas que no los conduzcan a un callejón de soledad, a priori no tienen por qué ser vidas peores, aun cuando el establishment social vocifere que lo son.

Está tan instalado que lo nerd es indeseable, que no espero haberte convencido de guata.

No pretendo que la próxima vez que veas a un compañero jugando ajedrez mientras el resto se emborracha, sientas en tu médula espinal que su opción de felicidad es tan legítima como la tuya. No será así. El molde ya se grabó a fuego. Pero sí aspiro a que impongas tu cabeza fría por sobre tus impulsos.

Detente, respira hondo, recuerda las barrabasadas de Murad IV, de Pedro el Grande y de los legisladores de Wisconsin, y retorna a lo obvio: cada uno tiene derecho a ser feliz a su manera, nada indica que tus preferencias sean las idóneas para todos. A la humanidad le tomó miles de años aprender esta lección que hoy nos parece tan elemental. Aprovecha ese camino recorrido y salta directo a la respuesta en lugar de recorrerlo todo de nuevo por ti mismo, cometiendo errores en el trayecto. En esta asignatura los torpedos están no solo permitidos, sino recetados.

¿Tomarás en cuenta esta lección?

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