De acuerdo al último censo, Santiago concentra cerca del 35,3% de la población del país, dependiendo de la definición exacta de los deslindes de la ciudad. Desde un punto de vista puramente demográfico, y excluyendo las naciones pequeñas, esto nos convierte en uno de los países más centralizados del globo. En jerga geopolítica, padecemos de aguda macrocefalia. Hasta ahí, no hay discusión. Los datos son los datos.
El disenso comienza inmediatamente después, cuando oímos a tantos (a casi todos, de hecho) sostener con convicción plena que “hay que descentralizar”. El mantra se ha vuelto tan ubicuo en el discurso casual, que cuestionarlo asoma tan inesperado como poner en tela de juicio la existencia de la gravedad.
Como dirían los abogados, hay que distinguir. Algunos solo auspician lo que llamo la “descentralización débil”; otros, abogan por la “descentralización fuerte”. Los primeros claman por mayor autonomía política y presupuestaria de las regiones respecto de la capital. Los segundos, y este es el discurso más habitual, promueven además la adopción de medidas destinadas a balancear mejor el peso demográfico de Santiago respecto del resto de Chile. Son estas las personas a quienes se les oye que bien nos valdría “sacar las industrias de Santiago”, o “establecer incentivos tributarios para abandonar la ciudad”, o incluso “gravar la residencia en la Región Metropolitana para presionar el éxodo”.
Respecto a lo primero, un equipo de académicos de la Universidad de Oxford le puso el hombro al problema de cuantificarlo. Lo denominaron Índice de Autoridad Regional. El indicador aborda preguntas del siguiente tenor: ¿Poseen los organismos regionales capacidad de desarrollar leyes? ¿Cuentan con atribuciones para desarrollar políticas fiscales y económicas? ¿Hasta qué nivel llegan esos poderes? Desde luego, toda métrica de este tipo es imperfecta, y siempre habrá cuestionamientos metodológicos. Dicho eso, convengamos que es un esfuerzo más acucioso del que cualquiera de nosotros podría sintetizar, por lo que lo tomaré como “la información menos mala disponible”.
La posición de Chile sintoniza con el lamento eterno antes citado:
Misma cosa si se observa otra métrica, más tradicional, definida por el porcentaje del presupuesto que perciben y que gastan los gobiernos locales en relación al total nacional.
Elaboración: Camilo Vial Cossani, con datos del FMI |
Otra pregunta mucho más difícil, es si la “descentralización débil” es deseable. Se podría argumentar que un gobierno unitario opera de manera más coordinada, con menos burocracia que financiar (parlamentos regionales, por ejemplo) y con mayores economías de escala (cada repartición mantiene un solo departamento de informática, por ejemplo). No intentaré responder esta espinuda interrogante. Me limitaré a señalar que quienes promueven la “descentralización débil” al menos ven su posición avalada por nuestra desmejorada posición relativa. Chile es un país más centralizado que la mayoría, y en particular que los países más prósperos (a excepción de los muy pequeños Islandia, Luxemburgo y Singapur, carentes de envergadura territorial suficiente para gobiernos regionales fuertes).
Respecto a la “descentralización fuerte”, y es recién aquí donde este post se pone interesante, pienso que el discurso popular yerra. El actual desequilibrio demográfico y productivo, es resultado de decisiones autónomas de personas libres, y no hay justificación para ejercer presiones externas destinadas a modificar dichas preferencias. Por supuesto, hay fenómenos históricos y políticos ajenos a la voluntad de los santiaguinos contemporáneos que explican el fenómeno (“Yo soy yo y mi circunstancia” parafraseando a Ortega y Gasset), pero hoy por hoy no hay coerción que incida en que 6,1 millones de personas llamen a Santiago su hogar.
Como todo en la vida, el tipo de localidad donde uno elige vivir depende de las preferencias personales. Y, como todo en la vida, sabemos que dichas preferencias involucran pros y contras, y que no hay opciones perfectas. Podemos preferir un Ferrari y correr como los dioses a sabiendas de que nunca podremos pasear por una carretera de ripio y de que sufriremos con cada lomo de toro; o bien podemos privilegiar una camioneta 4x4 que nos llevará a los últimos confines de la cordillera, pero que lucirá cual vaca obesa en cada luz verde. Lo que no podemos conseguir, la intersección ausente del mercado automotriz, es un auto que nos agasaje con ambas prestaciones en simultáneo.
El pequeño pueblo, la ciudad mediana o la megalópolis, representan opciones de vida muy diferentes, cada una con pros y contras. Quienes arguyen que hay que atenuar al ogro santiaguino, suelen apuntar a las ventajas que vienen asociadas a su envergadura, subestimando el número y alcance de las desventajas.
Sí, Santiago acapara una tajada desmedida de la oferta productiva, educacional, cultural, gastronómica, deportiva, científica y un largo etcétera. Sí, cuesta encontrar médicos especialistas en regiones, cuando los Rollings Stones nos visitan no salen de la capital y el aeropuerto de Pudahuel es el único con una oferta respetable de vuelos. Más importante, una fracción desmesurada de los puestos de trabajo mejor remunerados yacen en el valle del Mapocho. Todo aquello es irrebatible. Pero, así como el Ferrari sufre en cada lomo de toro, Santiago padece atochamientos infernales que no se observan en ninguna otra ciudad de Chile, estacionar lo que dura un almuerzo puede salir más caro que el almuerzo, sufre lejos la más severa contaminación acústica, y a la hora de buscar donde vivir, el astronómico precio de ciertos barrios con frecuencia ni siquiera se compensa con los mejores salarios. Para que se espanten mis amigos de regiones, solo estacionar el auto en un edificio residencial en Providencia, se empina fácil sobre las cien lucas mensuales. De hecho, solo las diferencias en los precios inmobiliarios pueden volver más conveniente pagar un avión a Merino Benítez para ver cada concierto tipo Rolling Stones, que pagar una propiedad acá.
Afirmar que porque Santiago posee atributos como la mejor cartelera de espectáculos es una ciudad superior, sería tan absurdo como afirmar que “una Toyota Hilux es mejor que un Ferrari”. No hay una mejor que otra, son categorías distintas, dependiendo de qué persiga cada uno. Si lo tuyo es el teatro, no cabe duda de que Santiago es tu lugar, pero afrontarás colegios privados cuyos aranceles cuestan casi el doble y terrenos tan caros que tendrás que soportar cada día un taco infernal hasta los suburbios si aspiras a un pequeño jardín. Si en cambio tu felicidad pasa más por parrilleos a la sombra de la vid, Santiago ofrece la peor relación precio-calidad de nuestra larga y angosta faja de tierra.
Muchos dirán “es que en Santiago está la pega”. Cierto si quieres ser director de orquesta, funcionario de un organismo internacional o técnico de Fantasilandia, pero para el grueso de la población, las chances de encontrar empleo son similares. De hecho, la tasa de desempleo en la RM es ligeramente superior al promedio nacional. Si el destino más atractivo para migrar fuera aquel donde toma menos tiempo encontrar trabajo, los favoritos hoy por hoy serían Los Lagos, Aysén y Magallanes, en ese orden.
Tan claro es que Santiago no es superior al resto sino diferente, que la proporción de habitantes que ha decidido radicarse aquí hace rato que dejó de aumentar, como muestra la figura siguiente:
Porcentaje de la población de Chile que vive en Santiago. Fuente: INE |
Muchos santiaguinos piensan algo de este tipo: “oh, yo feliz me mudaría a regiones, y tendría mi jardín y mi bosca. Si tan solo hubiese una oferta de cardiólogos más amplia. Bueno, y algún restaurante de comida tailandesa. Y, ya que estamos en esa, una gama universitaria más amplia”. Es trampa. Es anhelar un Ferrari apto para huellas de montaña.
Los servicios sofisticados van necesariamente asociados a las grandes urbes, hay que optar por un modelo y hacer paz con las ventajas y desventajas. Desde luego, no insinúo que la oferta médica, gastronómica y universitaria fuera de Santiago no pueda mejorar. Lo ha venido haciendo a lo largo de las décadas y hay todavía un amplio margen para ello. Lo que sí afirmo, es que la brecha respecto a Santiago siempre estará vinculada a la magnitud del abismo demográfico.
Así las cosas, impulsar políticas públicas orientadas a la desconcentración demográfica —ya sean enfocadas a los capitalinos actuales o a quienes evalúan radicarse aquí— son a mi juicio indeseables. Sesgan un proceso que debe ser espontáneo(si bien, innecesario aclarar, sujeto a las regulaciones urbanas). De implementar medidas de “descentralización fuerte” se estaría cargando artificiosamente una balanza hoy en equilibrio natural, beneficiando a quienes privilegian un estilo de vida tipo parrilla bajo la vid, y perjudicando a quienes optan por alternativas intensamente urbanas. Los grandes núcleos urbanos no son nocivos per sé. Mientras haya opciones, el criterio rector es la libertad para adoptarlas.