A principios de enero, el mundo pudo observar, no sin cierta perplejidad, cómo las cataratas del Niágara se habían congelado. El fenómeno se debía al “ciclón bomba” que afectó al hemisferio norte, especialmente a Estados Unidos y Canadá y que también provocó la extraordinaria caída de nieve en Hawaii y el no menos impactante congelamiento del mar en ciertos lugares de la costa este de Estados Unidos.
El fenómeno es digno de asombro y hasta nos genera algo de miedo ver cómo se ponen más extremas las temperaturas. Pero una mirada a la historia del clima nos muestra que, como tantas otras veces, no hay nada nuevo bajo el sol.
Sí, pues aunque el calentamiento global influenciado por la acción humana es hoy un hecho prácticamente irrebatible, con consecuencias realmente serias para el planeta y la vida humana; es interesante constatar que desde la última Gran Glaciación (también conocida como Era del Hielo o glaciación Würm, que finalizó hacia el año 10.000 A.C.), el mundo ha enfrentado diversos fenómenos climáticos tan extremos como el congelamiento del mar en las costas de Cape Cod, en Massachusetts, Estados Unidos a principios de este año.
En el invierno de 1709, los venecianos pudieron literalmente caminar sobre las aguas (congeladas) de la laguna que rodea la ciudad italiana. Así también los londinenses montaban durante los inviernos especialmente crudos ferias pasajeras sobre un congelado río Támesis, que era celebrado con un carnaval de invierno.
El fenómeno ha sido bautizado por los historiadores del clima como “Pequeña Edad de Hielo” (“Little Ice Age” en inglés), que habría afectado principalmente a zonas del hemisferio norte, particularmente Europa, entre los años 1300 a 1850.
¿Las razones? El 2012, investigadores de la Universidad de Colorado Boulder en EE.UU., revelaron que estos efectos en el clima habrían sido causados por cuatro gigantescas erupciones volcánicas producidas en el trópico, que duraron unos 50 años e iniciaron una cadena de efectos afectando el clima. Los científicos también han teorizado que una disminución de la radiación solar podría ser otro factor influyente para este fenómeno histórico. ¿Y cómo se expresó este frío extremo?
Durante este periodo sabemos que el mar Báltico se congeló, como también muchos de los ríos en el continente. Los inviernos se volvieron particularmente largos, lo que a su vez llevó a que las temporadas de cultivos se acortaran y las cosechas fallaran, provocando hambruna e incluso un declive de la población en ciertas áreas. Los glaciares de los Alpes y norte de Europa avanzaron, llegando –y en ocasiones arrasando– lugares poblados.
Tal fue caso en el valle de Chamonix, cerca del Mont Blanc, en Francia, donde de cara al peligro inminente al que se enfrentaban los pobladores, llamaron en una ocasión el obispo de Ginebra para que “exorcizara las fuerzas oscuras” que, pensaban, se encontraban detrás de tales desastres.
Así también, el verano inusualmente frío de 1816, apodado como “el año sin verano” –producto al parecer de la erupción del volcán Tambora en Indonesia el año anterior, una de las más violentas registradas– habría forzado a Mary Shelley a pasar todas sus vacaciones de verano encerrada en el lago Ginebra, donde con su marido se habrían entretenido contándose historias de terror, una de las cuales terminó convirtiéndose en su famosa novela Frankenstein.
Se debe enfatizar, sin embargo, que no se puede hablar de un fenómeno ni continuado ni global. En primer lugar, los severos inviernos que cubrieron parte del hemisferio norte habrían sido interrumpidos por periodos de temperaturas más templadas, incluso por veranos particularmente calurosos, como aquel que habría ayudado a precipitar el Gran Incendio de Londres, en septiembre del año 1666, o aumentado el descontento de los campesinos que irrumpieron en la Bastilla de París en el verano de 1789.
En segundo lugar, el fenómeno al parecer no habría afectado al hemisferio sur del mismo modo, siendo además esta una región para la cual los científicos aún no cuentan con suficientes datos como para cuantificar sus implicancias.
Pero para la mitad norte del planeta las evidencias abundan. No sólo las de carácter científico en la que normalmente se basan estas mediciones –particularmente análisis en los cambios de los anillos de los árboles y cambios en los glaciares– sino también aquellas más inesperadas, que vienen desde el arte y la producción cultural.
Así, además de los registros que nos cuentan que los viñedos dejaron de existir en Inglaterra, que la pesca se vio gravemente afectada porque los bacalaos migraron hacia el sur en busca de aguas más cálidas, o que los hielos marinos, que hoy se encuentran en los polos, habría llegado hasta Islandia, dificultando la llegada de barcos a las costas en ciertos años; son los testimonios gráficos venidos de la producción artística quizás los que más nos siguen asombrando.
Desde el siglo XVI en adelante vemos cómo las representaciones de paisajes comenzaron a reflejar estos cambios climáticos. El famoso cuadro de Pieter Bruegel el Viejo (1525-1569), Cazadores en la nieve (1565), ha sido considerado como el ícono de la “Pequeña Edad de Hielo”, al mostrar tres hombres caminando en una nieve profunda, con lagunas congeladas en el horizonte sobre las que personas juegan, en una escena que ha sido asociada a la gran tormenta de nieve y el duro invierno que cayó en 1565 en Europa.
Cazadores en la nieve, Pieter Bruegel el Viejo (1565). Fuente: Wikimedia Commons |
Patinadores en el canal congelado, Hendrick-Willem Schweickhardt (1779). Fuente: Onlinelibrary.wiley.com |
Así, pinturas mostrando canales y ríos congelados disfrutados por niños y patinadores se volvieron la nueva moda hacia principios del siglo XVII. No menos impresionante son las representaciones de las llamadas “Ferias de Escarcha” (“Frost Fairs”) del río Támesis de Londres que tenían lugar en las ocasiones en las que este se congelaba con un hielo lo suficientemente grueso –en un fenómeno que en el presente resultaría impensable, incluso durante un invierno inusualmente crudo como el 1962-63, conocido popularmente como “The Big Freeze” (“La gran helada”)– como para permitir que en 1814 un elefante fuera paseado de un lado a otro del río, mientras feriantes imprimían, en las pesadas imprentas de entonces, souvenirs para los visitantes, y bueyes eran asados frente al fuego vivo, en estas fiestas que eran una mezcla de mercado navideño, circo y carnaval.
Imagen: Wikimedia Commons |
Imagen: Telegraph |
Imagen: HistoryHouse |
Poco se imaginaban los visitantes de estas encendidas fiestas que esa sería la última feria sobre el río Támesis que Londres conociera. Mayores temperaturas y nuevas estructuras en el río hacen mucho más improbable que éste se vuelva a congelar a ese nivel.
Para el resto del mundo, aun con heladas como las de principios de enero en Estados Unidos y Canadá, el escenario de un calentamiento global en avance hace que el contraste con este “Pequeña Edad de Hielo” sea incluso más marcado y quizás hasta un tanto romántico. Lo que sí parece claro es que, a pesar de toda nuestra capacidad tecnológica, la naturaleza nunca pierde su capacidad para sorprendernos. Basta una mirada a la historia para recordarlo.