1958. En una de las tantas casas que adornan el Cerro la Cruz de Valparaíso, Olga Montiel, con un talento único, se dedica al difícil arte de pintar desnudos. No es famosa ni reconocida. Y no le importa serlo. Eso sí, todo el que divisaba uno de sus cuadros se entrampaba en mirarlos con detención. En la ciudad donde la pintura está esparcida por los cerros, adornando mágicamente el puerto más importante de Chile, a Olga no le interesa vender sus trabajos. Se conforma con el reconocimiento.
Ramón, uno de sus cuatro hijos, la mira atento. Le encanta contemplar cómo las mismas delicadas manos que lo acarician son capaces también de estampar en unas hojas esos dibujos que lo hacen alucinar. Olga está en su rincón, en su altar, pintando lo de siempre. Con sólo diez años, Ramón lleva meses tratando de imitar a su madre. Toma una revista Topaze, que le regaló su abuelo, y se sienta cerca de Olga a calcar una figura que le llama la atención. Su madre lo mira y sonríe.
Ese niño sentado en el living de su casa, mirando a su madre y calcando una Topaze, en quince años más se convertirá en Marco. Publicará sus dibujos en La Segunda. Será el primer caricaturista de la Plaza de Armas. Sus pares lo reconocerán por su trayectoria.
Olga Montiel no alcanzará a ver a su hijo convertido en pintor. Falleció el '58, cuando Marco no era Marco y sólo tenía 10 años.
Tras salir del colegio, Ramón Sepúlveda tenía que ganarse la vida en algo. Los dibujos eran su pasión, pero vivir pintando no le alcanzaría para vivir. El fútbol, su otra gran pasión, tampoco le traería el sustento. Aunque jugó como arquero en las divisiones inferiores de Santiago Wanderers, el club de sus amores, quizá por su baja estatura, quizá por capacidad, nunca llegó al profesionalismo.
Así, en 1970, a los 22 años, viajó a Santiago en busca de oportunidades laborales. Una tía le prometió que podría conseguirle trabajo. Cumplió. Ese mismo año ingresó al Ministerio de Obras Públicas como auxiliar de aseo.
Y aunque tuvo que postergar el pincel y el lápiz por la escoba y el trapero, cada vez que podía, en los tiempos libres, dibujaba lo que se le diera la gana. Nunca le importó mucho lo que pensara la gente de sus dibujos. Tal como su madre.
Comenzó a trazar caricaturas de sus propios compañeros. Cuando las mostraba, las carcajadas se escuchaban hasta la jefatura. Misma jefatura que no se escapó del ojo clínico de Ramón. Tras sus compañeros, las nuevas víctimas fueron los jefes. Los rasgos exagerados de sus dibujos comenzaron a hacerse populares en Obras Públicas. Ramón se hizo de un respeto. La simpatía con que hacía sus caricaturas alegraba el ambiente.
Poco a poco se fue dando cuenta que no podía dejar el dibujo. Aunque su trabajo de auxiliar le daba un sustento económico, debía mostrar su arte en alguna parte. Pero ¿dónde? No era un artista reconocido. No había publicado nada en ninguna parte. Su trabajo le consumía gran parte del día como para buscar oportunidades.
La respuesta la encontró cerca del edificio de Obras Públicas: la famosa Plaza de Armas. Claro, pasaba por ahí todos los días. Como transitaba tanta gente, pensó que a más de alguien le interesarían sus dibujos.
Block, lápices y un atril fue lo que llevó la primera vez, después de salir del trabajo, un día de 1974. Se acomodó cerca de una esquina, instaló sus cosas y se lanzó a pintar. Esa primera vez fue mágica. Mientras trazaba las líneas la gente se aglomeró a verlo. Era la novedad. Algo nervioso, no paró de dibujar por largo rato. Se sentía valorado. La experiencia fue tan buena que decidió volver al siguiente día. Lleva 40 años haciendo lo mismo.
Ese 1974 quedará marcado no sólo en su vida, sino que en la historia de la Plaza de Armas. Ramón Sepúlveda fue el primer caricaturista en instalarse ahí. Fue el que abrió la puerta para que se formara una cultura, la de los pintores de la plaza, tan importante para el centro de Santiago. Con los años se convirtieron en un atractivo turístico único. Así como la Catedral, el correo, la Municipalidad de Santiago, el Portal Fernández Concha, los pintores son parte irremplazable del paisaje. Y sus manos han inmortalizado las últimas cuatro décadas de la historia de Chile.
Ramón junto a sus dibujos en su hábitat natural, la Plaza de Armas.
“He estado en los mejores eventos pitucos haciendo caricaturas. Me llaman y me piden trabajos. No terminaría nunca de contarte todas las historias que tengo con famosos a los que he dibujado en vivo”, cuenta hoy Ramón. Aunque a sus 67 años ese nombre ya no lo identifica. Ahora es Marco.
“Me puse Marco porque me tincó no más. Si te das cuenta los marcos están en todos lados: en la puerta, en los dibujos, en los cuadros. Escuché el nombre y me gustó”, confiesa el artista. A pesar de su relato, no siempre usó el mismo seudónimo.
La rutina en 1975 para Ramón Sepúlveda era así: llegaba temprano en la mañana a trabajar a Obras Públicas con sus artefactos, y por la tarde se sentaba a dibujar en Plaza de Armas. Ese mismo año uno de sus jefes lo llamó a su oficina. “Me dijo ‘Ramón, he visto tus dibujos y me gustan. ¿Por qué no vas a mostrarle tus trabajos a mi esposa?’ . Yo le hice caso y fui”, cuenta el caricaturista. La esposa del jefe era editora del diario La Segunda. Llegó hasta las dependencias del diario, preguntó por ella y le pasó un par de dibujos.
A los meses ya estaba colaborando en la sección de Deportes y Espectáculos, haciendo caricaturas de personajes de la época. Su carrera fue en ascenso. Colaboró con La Nación, Foto Sport, el Nuevo Vea, la revista de la U. de Chile, entre otras. A pesar de esto, no dejó de trabajar en Obras Públicas hasta fines de los '80.
No le importaba llegar a su casa a dibujar para cumplir con sus colaboraciones. Qué le iba a importar si hacía lo que le apasionaba. Toda su vida quiso publicar sus caricaturas en un medio. Lo estaba logrando. Aunque siempre tendrá como frustración el que su madre no haya visto sus dibujos, y por sobre todo el homenaje que le hacía en cada uno de ellos: al costado inferior derecho firmaba como Montiel.
A fines de los ochenta dejó su trabajo en Obras Públicas y también su nombre, Ramón. Ahora se presentaría para siempre como Marco. Así lo hizo cuando llegó a la televisión.
Los contactos que se creó en su carrera en periódicos y revistas, le abrieron camino para llegar a Éxito, programa conducido por José Alfredo Fuentes. El animador lo presentaba, contaba que Marco dibujaría a algún personaje y el programa continuaba. A los minutos el “pollo” Fuentes volvía donde él para ver su avance. La reacción era similar a la que sucedía en Obras Públicas: carcajadas.
También participó en Cuánto Vale el Show, ganando un día de competencia. Estuvo en otros programas de La Red y Chilevisión. Los trabajos aumentaron. Los artistas lo llamaban para que les hiciera una caricatura. Estuvo en el hotel O´Higgins. Conoció a sus ídolos. Se codeó con deportistas, cantantes, autoridades y animadores.
Pero nunca dejó de ir a Plaza de Armas. Hasta hace un par de meses.
“Esta foto es con el colorín Zaldívar. Acá estoy con Ravinet, en la Plaza de Armas. Aquí estoy con el gorrión, Zalo Reyes”, cuenta entusiasmado y con algo de orgullo don Marco, mientras me muestra un par de fotos de las tantas que tiene, en el living de su casa. Varios meses lleva en reposo por una diabetes que no lo deja volver al lugar que lo acogió prácticamente toda su vida.
Don Marco habla anhelando valoración. Rebusca la oportunidad para contar el más mínimo detalle que refleje su éxito. No lo culpo.
Junto a Salo Reyes
En el Departamento de Cultura de la Municipalidad de Santiago, no existe una historia escrita sobre los pintores. Menos de don Marco. Este año hubo una iniciativa para rescatar la memoria de los artistas, pero no se materializó. Dividieron en mesas de trabajo a los pintores y caricaturistas para que relataran sus propias historias, y así reconstruir este pedazo de cultura nacional que no tiene registros. Artistas y funcionarios municipales colaborando para escribir la historia. Sin embargo, paralelo a esto, la Municipalidad sometió a los 44 pintores y caricaturistas a un proceso de selección, donde sólo podían quedar 24. Consideraron que eran muchos y había que ordenar la plaza. Las confianzas se rompieron y las mesas de trabajo no continuaron.
Don Marco, que no trabajó en las mesas por su enfermedad, no está considerado en ningún registro histórico. Como si su importancia no importara. Como si su talento pasara desapercibido.
Y aunque don Marco se recupere y vuelva a la plaza -desde el municipio dijeron que su cupo está asegurado- seguirá buscando, inconscientemente, el reconocimiento que considera merecer. El primer caricaturista de la Plaza de Armas, se ha topado con la indiferencia de una sociedad rápida para olvidar a quienes conformaron su identidad, excitada con lo moderno, con lo digital, con lo extranjero, con lo mega gigante, con los mall, con los grandes medios, con lo desechable.
La soledad de su casa lo consume. Pocos lo llaman, casi nadie lo visita. Con tres hijos grandes que emigraron hace años, separado hace mucho, la única compañía que tiene en su hogar son sus propios dibujos. ¿De qué sirvió aparecer en televisión y colaborar para diarios con prestigio?
A pesar de eso don Marco sigue dibujando. Como si fuera su motor, su vía de escape, su razón para mantenerse en pie, se sienta en las noches a trazar, como en los viejos tiempos, esos bocetos que terminan siendo magia. Hay días en que las caricaturas lo consumen a tal punto que ve el amanecer desde su ventana.
Sigue recibiendo pedidos, esos trabajos que lo ayudan a mantenerse, clientes fieles que llevan años gozando de su talento. De eso vive. “Cuando le hago una caricatura a una persona, le cobro un precio acorde a lo que puede pagar. Aunque alguien no tenga mucha plata, no puede quedarse sin su dibujo. Negociamos el precio y se lo lleva”, sentencia.
Si tienes sentido del humor y estás dispuesto a enfrentarte a la mirada irreverente de don Marco, puedes escribirnos solicitándonos su contacto.