Hola, amiguitos... acá les dejo una historia que escribí y que describe a algunos de estos despreciables personajes que nos acompañan a diario en nuestro querido Metro!!
Pasajera frecuente (Por Mantis Pagana)
Puta que me carga la gente ganadora; esa a la que le están diciendo una y otra vez por el altavoz del Metro: “Por favor no traspase la línea amarilla…”, y ahí van los weétas; parece que lo hicieran con pica.
A veces ando más apurá que la cresta, pero prefiero esperar, y ahí me quedo parada, solitariamente… aguardando el próximo carro. En menos de un minuto me llega compañía; comienza a acumularse la masa… todos alargando el cogote hacia el túnel, esperando a que aparezca el tren. Como si alargar el cogote influyera en que la wevá llegue más rápido. Pero bueno, todos hemos alargado el cogote alguna vez, conducta weona que disminuye la ansiedad, supongo.
La mayoría acata la norma de la línea amarilla, pero basta con que se vea una luz a lo lejos pa’ que los ánimos comiencen a inquietarse. No cacho cuál es el afán de moverse y avanzar antes. Y pienso: ¿Qué chucha saco con haber estado antes que toda esa manga de giles si a ellos les da la mismo? Apenas sienten la proximidad del tren como que se ponen nerviosos, me adelantan, me pasan a llevar y se abalanzan sobre él cuando aún está en movimiento, casi tocándolo con la guata (o con las tetas según sea el caso). ¡Puta que me da indignación! Es en ese hermoso momento cuando, además de toda la fauna reinante, aparecen como por arte de magia las viejas con coches, con carritos llenos de cachureos o con un bolso matutero gigante que te noquea cuando intentas abordar.
Cuando se abren las puertas, la gente como que entra en un estado de excitación máxima, y automáticamente bloquea las orejas e ignora la indicación “permita bajar antes de subir…”, y obvio, hace exactamente lo contrario: se pone justito al medio de la puerta; la cosa es entorpecer el tránsito. Y le echa pa’ delante empujando y chocando con el otro entre un mar de bien merecidas chuchás. Y sigo cavilando, ¿para qué?, ¿por qué?, ¿qué mierda cuesta esperar unos segundos a que el tren se desocupe un poco?
Y me respondo: ¡No poh! Si las linduras esperan unos segundos ocurrirá lo peor que puede ocurrirle a un usuario del transporte subterráneo: ¡perder el asiento!, ese trofeo, el más preciado botín que se puede obtener en el Metro. Un usado, gastado, hediondo, seboso e infame asiento metropolitano.
Según mi experiencia, aquella conducta ganadora y prepotente se da más en los hombres. Aunque pensándolo bien, hay harta mina choriza que igual se pasa a excremento. Lo cierto es que por alguna misteriosa razón estos especímenes siempre andan apurados y a toda costa quieren entrar, entrar, entrar… Es lo único que su solitaria y aletargada neurona les ordena: ¡entrar, entrar, asiento, asiento, asiento!
Y allá van. Finalmente entran con los ojos de sapo mirando pa’ todos lados, buscando dónde acomodar, la mayoría de las veces, su voluminoso culo.
¡Puta que me empelotan los culos anchos! Me desagrada soberanamente que algún culón o culona ocupe parte del asiento que me corresponde, por eso evito al máximo sentarme junto a ellos.
Cada vez que logro la hazaña de entrar al vagón, si el espacio lo permite, lo primero que hago es cachar si hay asientos disponibles. Si hay alguno vacío entre las opciones: a) “mina no culona” y “mina no culona”, o b) “mina no culona” y “señorito bien porta’o”, me arriesgo y me acomodo entre ellos, con el sumo cuidado de no traspasar los límites de MI ASIENTO (mi trofeo), ese que me corresponde enterito, pues pagué casi $700 por él completo.
Imposible considerar siquiera la posibilidad de meterme entre dos varones, aunque no sean culones. Porque si no lo son, de algún modo estos machotes se encargan de ocupar más de un asiento. Y yo me pregunto, con to’o respeto, ¿por qué mierda el 99% de los hombres tiene la maldita costumbre de echarse en el maldito asiento con sus malditas piernas abiertas? ¿Acaso tienen las bolas muy grandes, hinchadas? ¿Acaso quieren alardear como pavos reales, insinuando una mercancía que a esas alturas del viaje ya debe ir toda pegoteá, lánguida y putrefacta? ¡Qué mala costumbre! Les importa una raja que yo no quiera ser tocada por nadie. No, ellos se sientan nomás, con las piernas abiertas de par en par, quedando, el desdichado que tuvo la mala cueva de sentarse a su lado, imposibilitado de movimiento y confinado a una invariable posición durante todo el trayecto. Desgraciado el pobre.
Y bueno, cuando ya he cooperado con el asiento por haber sido tan pava al permitir que la masa insolente se me haya adelantado, no me queda más que viajar parada. Eso sí, nunca me agarro de esas manijas que cuelgan ni me afirmo del fierro vertical que tiene tres ramificaciones; esta acción implicaría demasiada cercanía y roce por aquí y por allá con minos transpirados o con aliento de diablo, o con minocas perfumadas con cuática, o con universitarios tiraos a pobres, deliberadamente descuidados, que apestan a cigarro y/o pito. Cabros peluditos ya, forrados en mezclilla sebosa pasá a lluvia del temporal del 85, con mochilas que huelen a hongos, pan con queso-jamón-atún y a medias pospichanga dominguera. Un verdadero asco.
Y encuentro mi esquina, ¡y re puta mi suerte! Yo no sé por qué mierda siempre que me busco un rincón, como una maldición, se instala justito a mi lado o delante o detrás, una parejita de pololos métale calugazos con lengua y hasta con agarrones. Si me esfuerzo un poco, sé que puedo soportar que se manoseen enteros y que se besen piolamente, pero cuando hacen ruidos… Ay, Dios mío, me vienen unos enyegüecidos deseos de, en el preciso instante en que se estén cerrando las puertas, ponerles una sola patá en la raja y expulsarlos por toda la eternidad de mi espacio vital. Yo pienso que no hay nada más desagradable que los “chuikkk-chuikkk”, ese ruido de mierda de los besos. ¿Costará mucho esperar a llegar a la casa, al Forestal, al cerro Santa Lucía… o tanta será la calentura? ¡Más respeto poh, chiquillos!
Justo cuando la Robotina nos recuerda: “NO SE SIENTEN EN EL PISO…”, suben unos weones, y haciéndose los ídem, tiran su “universitaria” humanidad al suelo. Casi siempre son los cabros “alternativos” de la estación República. Analfabetos funcionales ellos, estudiantes de Derecho, Medicina, Arte…, que no cachan nada cuando de enfrentar los desafíos de la vida urbana se trata, desafíos tan complicados como entender que ¡NO SE DEBEN SENTAR EN EL PISO DEL METRO! Ellos entran, se tiran al suelo, cansadísimos, mientras los otros (nosotros), más viejos y de seguro mucho más agotados que ellos, debemos preocuparnos de no tropezar con este ganado que debiera quedarse en el campo, en las parcelas de sus papis y no venir a cagarnos aún más nuestro ya insoportable viaje con sus malas costumbres.
Y cuando un leve regocijo me embarga al pensar que mi aventura está acabando, aparece la última moda metrística, esa que incluye en el viaje una “lluvia de artistas” para –según ellos- “amenizar” la travesía. Puta la weá, qué agotador. A esas alturas a mí me gustaría, dentro del mínimo espacio que me gané, lograr algo de tranquilidad y descanso. ¡En serio! Pero no. Ahí mismo sube un pailón desubicao, jamaicano verde-amarillo-rojo al peo, con un aparato electrorrudimentario que lo abastece de pistas para empezar a blasfemar en contra del “sistema”. Y larga su rapeo crítico social… que el Alto Maipo, que Hidroaysén, que el capitalismo, que marichiweu, que la patelaguagua, la colelburro y la cachalaespá. A todo chancho. Cagó mi paz, cagó la paz de la viejita del lado, cagó la paz de todos.
Y sigo pensando: Estoy completamente de acuerdo con tu mensaje, hermano, pero por ahora métete tu crítica social por allí mismo y anda a cantar a “Mi nombre es”, ¡aweonao!