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Viajando por la Ruta 5 a la altura de Los Manantiales, un amigo comentó que ese era “un lugar lleno de energía”. Le pregunté qué quería decir. Su respuesta indicó más una noción vaga que una afirmación clara. He vivido numerosas experiencias similares en mi vida.
Luego de una función de Santiago a Mil, el elenco conversó con el público, y uno de sus miembros comentó muy suelta de cuerpo acerca de los tipos de “vibraciones de las palabras”, dando por sentado la veracidad de un fenómeno que yo nunca antes había oído. Los tarotistas salpican el paisaje del Paseo 21 de mayo, el mercado ofrece médiums a un Whatsapp de distancia, psíquicos van a la tele y diarios prestigiosos incluyen horóscopos.
Al cuestionar la credibilidad de este tipo de prácticas, las respuestas habituales son de dos tipos:
1. “¿Acaso no te das cuenta que aún hay muchas áreas desconocidas para la ciencia?”
2. “Yo lo viví. No tenía cómo saber tal y tal acerca de… ; Ocurrió lo que predijo”
El primer cuestionamiento encierra un error conceptual del tamaño de una catedral. Que abundan áreas desconocidas para la ciencia es de perogrullo. Cuando los astrofísicos hablan de “materia oscura”, por ejemplo, es solo una denominación elegante de su ignorancia respecto a un montón de masa que los modelos no pueden explicar. Algo similar ocurre con la “energía oscura”, una etiqueta que denomina fenómenos que todavía no entendemos.
Así como el espectro electromagnético añadió toda una nueva capa de percepción al mundo a partir del siglo XIX (o sea, anteayer), de seguro hay otras capas esperando ser descubiertas. Quizás muchas. De vernos encender la televisión con un control remoto, Newton nos habría creído hechiceros, en circunstancias de que hoy comprendemos el fenómeno físico al detalle. De la misma manera, casi nadie duda de que seguiremos revelando propiedades del universo que con ojos de hoy nos parecerían más propias de la esfera de la magia. En el siglo LXXXV se sonrojarán tras conocer nuestra patética ignorancia.
Pero el afirmar de que a la ciencia le queda mucho camino por recorrer, o incluso de que se encuentra en un estado embrionario, no implica que sea defendible aferrarnos a creencias que carecen de evidencia de respaldo. Dicho de otra manera, reconocer que es mucho lo que no sabemos no nos permite creer sin saber.
Imagine a un marino seductor, que no tiene las más remota idea de a cuántas mujeres ha impregnado a lo largo de sus décadas de recaladas festivas. Puede afirmar “sé que no sé acerca de mi descendencia”, pero eso no le da razones para especular que es padre de un zurdo colorín afincado en Namibia. De la misma manera, no podemos afirmar así como así que “el Valle del Elqui es un lugar lleno de energía”. La existencia del colorín o los influjos del valle exigen que alguien deposite evidencia convincente sobre la mesa. Mientras ello no ocurra, no podemos extraer afirmaciones del sombrero. Es perfectamente posible que algún día se descubra que en Cochiguaz se irradia un fenómeno físico que hoy no somos capaces de detectar, pero mientras no haya alguna manera de respaldarlo debemos guardar silencio y atenernos a lo que sabemos. ¿Es posible que la medicina oriental ofrezca soluciones eficaces? Por supuesto que sí, pero no podemos recomendarla mientras no se lleven a cabos los test rigurosos.
El segundo cuestionamiento es más difícil de rebatir, porque suele originarse en experiencias personales que parecen indesmentibles para sus protagonistas. Pero debemos reconocer la asombrosa falibilidad de nuestras percepciones. Nuestros sentidos son paupérrimas varas de medida para evaluar realidades objetivas.
Por eso en un estudio de 2005, la mayoría de los miembros del quintil de más altos ingresos creía pertenecer al tercero, por eso tantos creen que antes llovía mucho más no obstante de que no es lo que en su mayoría muestran los datos, y por eso tantos creen que el mundo se ha vuelto más peligroso en circunstancias de que las tasas de violencia se han desplomado a mínimos nunca antes vistos.
En un famoso experimento, se pidió a voluntarios contar los pases de un equipo de básquetbol en un video. De improviso, aparece una persona en un traje de gorila. Se pasea por el centro de la actividad durante once segundos, y hasta se golpea el pecho. Menos de la mitad de más de 100.000 personas advierte la presencia del gorila, incluso después de que se les preguntó si observaron algo inusual. Al mostrarles la secuencia de nuevo, muchos aseguraron que es imposible que no lo hayan visto, que el segundo es un video distinto.
O considere el caso de Carrie Poppy, una periodista que en las noches sentía presión en el pecho y todo tipo de sonidos inexplicables en su casa. Googleó hasta dar con un grupo de “cazafantasmas escépticos”. Le preguntaron “¿Has oído de intoxicación por monóxido de carbono?”. Dicho y hecho. Los síntomas son los mismos que la gente describe como “están penando”, con la diferencia de que es real y muchos mueren como consecuencia. Poppy se dedicó al estudio de lo paranormal, muchas veces en forma clandestina, y tras más de 70 casos declara:“Me encantaría decirles que nueve de diez veces la ciencia gana, salva la situación, todo se explica. Pero eso no es cierto. La verdad es que, diez de cada diez veces, la ciencia gana y salva la situación”.
Respecto a la falibilidad de nuestras percepciones, podríamos citar ejemplos para llenar volúmenes. Solo el artículo de sesgos cognitivos en Wikipedia cita 185 tipologías. En términos de creencias no basadas en la evidencia, el lastre más pesado es el llamado sesgo de confirmación: recordamos lúcidamente los aciertos, pues queremos creer, pero olvidamos o menospreciamos los yerros. “El tarotista dijo que me ascenderían en la pega, y a la semana ocurrió”. Parece indesmentible, pero al entregar decenas de vaticinios lo suficientemente genéricos y de probabilidad significativa en uno que otro se acertará. Los ascensos laborales son asunto rutinario, lo mismo que encontrar un amor o reconciliarte con un ser querido. Es un disparo a la bandada. Si se administra con la vaguedad suficiente, no es improbable que alguno de ellos ocurra, un logro que se transformará en un fenómeno indeleble. Pero pídele el RUT de ese futuro amor o la fecha del ascenso y el augur te mirará con cara de no estoy para tus jueguitos.
O piénselo así: si alguien de verdad poseyera la habilidad de leer el futuro mediante cartas o líneas de las manos, ¿malgastaría semejantes poderes bajo un toldo caluroso en plena vía pública a cambio de unos pocos pesos?
Presumo que si usted ha vivido una de esas experiencias estoy todavía lejos de convencerlo. Dirá “a mí de verdad me penaron, lo mío no fue monóxido de carbono”. Deme otra oportunidad. En 1964, James Randi ofreció una pequeña fortuna a quien demostrara el dominio de una actividad paranormal. En 1996, la recompensa se incrementó a US$ 1 millón, un monto suficiente para asegurar el resto de la vida de una persona normal. Más de mil personas lo han intentado sin éxito.
¿Todavía no, supongo?
Preste atención. De las creencias de este tipo, quizás la más extendida es la del efecto de los signos zodiacales en la personalidad. “Ah, ella es sagitario, no es raro que reaccione así”. Si usted cree en esto, respire hondo y tome un vaso de agua. ¿Ok? Aquí vamos: el calendario zodiacal se instauró hacia finales del siglo V A.C. en base a las posiciones de ciertas constelaciones en el firmamento. Transcurridos 25 siglos, ha operado el fenómeno de la precesión, un leve cambio de dirección del eje de rotación de la Tierra. Dado que el calendario zodiacal nominal nunca ha sido actualizado, ¡el 86% de las personas nació bajo una constelación diferente a la que siempre han creído! Salvo el 14% de los casos, cada una de las reafirmaciones vertidas a lo largo de sus vidas (“oh, ella es TAN escorpión”) han sido OBJETIVAMENTE sesgo de confirmación, pues al nacer ni siquiera actuaba el supuesto influjo astral que el papel les adscribe.
Lo cierto es que el único camino posible para adquirir conocimiento nuevo acerca del funcionamiento del mundo es la ciencia. Sé que a muchos semejante afirmación le parecerá intolerante, prepotente, falta de humildad, dueña de la verdad y todas las anteriores. ¿Saben por qué no es así?
Porque la ciencia no es una herramienta entre muchas: es el nombre genérico que como humanidad le hemos dado a todo el conjunto de herramientas que a lo largo de los siglos hemos diseñado para verificar hipótesis. Es un concepto paraguas que describe todo el arsenal metodológico edificado para validar resultados, de manera que sean replicables por parte de terceros. Cuando se inventa un nuevo instrumento, no se inventa una alternativa a la ciencia, se extiende su área de acción. ¿Dices que el reiki funciona? Perfecto, diseña un mecanismo que nos permita replicar los resultados. Puede ser un método nuevo, a tu pinta, siempre y cuando tu metodología permita que otros sigan tus pasos y arriben a los mismos resultados.
Con esto no pretendo negar el rol irremplazable que expresiones humanas tales como la pasión, el sentimiento o la intuición ejercen en la vida. Son protagonistas de áreas constitutivas del ser, tales como el arte, el sexo, el humor o el baile desenfrenado. Pero no en la tarea específica de expansión de la frontera del conocimiento.
Tolerancia implica respeto y no coerción, pero no aceptación acrítica. El momento en que dices “tú piensas A, yo pienso B, y ambas posturas son igual de válidas” estás capitulando tu independencia intelectual en pos de evitar el disenso. Puede ser lo más cómodo en el plano social, pero es inconsistente contigo mismo, y abono para supercherías, con frecuencia dañinas. Esto no significa que siempre haya que ir al choque. Puedes guardar silencio. Al fin y al cabo, nadie quiere pasarse toda la vida discrepando. Pero plantear en voz alta que creencias sin fundamentos demostrados son igual de legítimas que las resultantes de décadas de esfuerzo sistemático es una rendición contraproducente.
Si un ser querido enfrenta una enfermedad con homeopatía, reiki, piedras magnéticas o reflexología, pregúntale: “¿Cuál es la evidencia en la que basas tus convicciones?”. Es posible que replique con frases del tipo “hay que ser abiertos de mente”, o que “la ciencia es solo un camino entre muchos, no te sientas dueño de la verdad”. En tal caso, debe ser capaz de explicar qué otra vía existe, distinta al conjunto completo de mecanismos humanos de verificación y replicabilidad.
Por supuesto, si les ha resultado útil, fantástico, que continúe. Pero como sociedad debemos ser cuidadosos de no asignar causalidades equivocadas. Puede tratarse de efecto placebo, sesgo de confirmación y/o ausencia de contrafactual (no sabemos qué habría ocurrido de no hacer nada porque no hay grupo de control). La experiencia personal no es evidencia, es anécdota.
La comida es un área particularmente sensible, pues las vías alternativas están muy extendidas y ejercen influencias más poderosas que la numerología o el biomagnetismo. “La dieta paleolítica es ideal”. Podría ser, no hay razones para descartarla de antemano, ¿pero dónde está la evidencia? ¿Va a implementar un cambio mayor en su vida en base a una premisa no probada o el simple consejo de amigos? ¿Y más encima en una época de la historia en la que acceder a la evidencia demanda tan solo unos pocos clics? “Hay que evitar la cocción, ¡viva el crudiveganismo!”. De nuevo, es plausible, pero afirmaciones extraordinarias demandan evidencia extraordinaria. “Los preservantes son dañinos independiente de la dosis”. Lo que se vende en el supermercado es aprobado por la FDA, que cuenta con un ejército de profesionales dedicados a tiempo completo a escudriñar ese tipo de respuestas, premunidos de un presupuesto de cinco mil millones de dólares anuales. ¿No es de una egolatría absurda suponer que nuestra intuición o sentido común es más confiable que ese gigantesco equipo humano hiperespecializado que trabaja de sol a sol para arribar a una respuesta? Algunos dirán, “ah, pero mira el aumento del cáncer”. No. La incidencia del cáncer aumenta fundamentalmente porque hoy vivimos tanto –la esperanza de vida se ha triplicado- que le damos mucho tiempo para manifestarse. De algo tenemos que morir.
En lugar de perder tiempo y dinero buscando soluciones sin una brújula clara, concentre sus balas en el enorme botín de tesoros probados que la ciencia nos ha regalado. Como dice Salomón Schächter, ya probamos vivir comiendo comida orgánica, sin vacunas, con partos caseros. Se llamaba edad de piedra y la esperanza de vida era de 28 años.