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En 1962, la CIA propuso al presidente Kennedy ejecutar una seguidilla de actos terroristas contra objetivos civiles y militares, plantando en el lugar evidencia ficticia que inculpara a Cuba. Por ejemplo, se proponía disfrazar a oficiales de terroristas cubanos y secuestrar un avión comercial. El fin era concitar apoyo ciudadano con miras a una guerra contra los isleños. Kennedy rechazó el plan. Es una historia bien documentada, y cuya existencia nadie pone en cuestión. Se la llamó "Operación Northwoods".
Dado que es un hecho de la causa que el gobierno estadounidense podría actuar con un maquiavelismo estremecedor, ¿podemos por tanto creer que organizó los ataques del 11 de septiembre de 2001? Hay dos corrientes principales en torno a este asunto:
Esta columna tiene por finalidad mostrar que, independiente de las intenciones de las autoridades, ambas son imposibilidades logísticas. Incluso si el núcleo del gobierno estuviese poblado por desalmados, las barreras operativas en materia de ejecución y encubrimiento son insalvables. No soy un ingenuo que crea que no hay maldad en el mundo –la "Operación Northwoods" es prueba fehaciente de ello- sino que, de existir ese nivel de maldad en el gobierno, a la hora de plasmarla había miles de alternativas menos complejas de implementar y de ocultar.
Supongamos que alguna autoridad muy arriba en la jerarquía gubernamental, o el presidente mismo, decide llevar adelante el plan. Lo primero es reclutar al equipo. “¿Aló? ¿Secretario Powell? ¿Puede venir a mi oficina un minuto por favor?”.
“Hay una probabilidad no despreciable de que entre los miles de muertos haya un ser querido”, piensa el convocado, “Y si me entero de antemano no podré avisarle, porque seríamos descubiertos”. El instigador corre un enorme riesgo. Su interlocutor podría rehusarse de plano a tomar en parte, aún si quien le habla es su superior, incluso el presidente. De hecho, es lo que haría usted y casi todas las personas que usted conoce, por mucha plata y poder que haya en juego. Si ello ocurre, ¿cómo impedir que hable? La única opción segura es quitarle la vida en el acto. Una alternativa, extremadamente riesgosa pero posible, es la amenaza de asesinarlo a él, a su familia, seres queridos y todos quienes hagan falta con tal de asegurar su silencio. Una tercera opción es plantear algo del tipo “puede hablar todo lo que quiera, no tiene ninguna prueba y le tomarán por chiflado”.
El iniciador de la idea se expone a otra severa vulnerabilidad. Su candidato podría comprender que negarse pone en riesgo su integridad. Procede entonces a fingir que acepta y espera una ocasión propicia para denunciar la estratagema. Esto le concede el tiempo necesario para reunir pruebas.
Y otra fatalidad más sería que el tipo genuinamente acepte, pero que con el paso del tiempo lo carcoma la conciencia y acabe por desertar, echando todo por la borda. Una cosa es maquinar en frío y otra convivir con la idea por meses, y ponerle rostro a quienes abordarán esos aviones.
Pero supongamos que se trata de alguien tan siniestro como el arquitecto original, y con el temple de acero para jamás recular, ni siquiera cuando mira a sus hijos a los ojos cada mañana. Indagará los motivos y qué hay para él en todo esto. Es una pregunta con dos respuestas posibles. La primera, es que traerá beneficios a una cúpula reducida de la cual él, desde luego, formará parte. Enriquecerse directa o indirectamente a través de un contrato petrolero leonino en Irak, por ejemplo (aun cuando la mismísima comisión gubernamental posterior concluyó que Irak no estuvo involucrado). La otra posible respuesta es que se persiguen metas de tipo nacional, tales como proveer un pretexto para atacar potenciales amenazas y volver a Estados Unidos un país más seguro.
El plan de reclutamiento debe continuar. Cada vez que la treta se le revela a un nuevo potencial integrante, se repite el riesgo: o bien su alma está tan podrida que acepta tomar parte de una maquinación que matará a miles de inocentes, o bien destapa todo, ya sea en el acto, ya sea tras acumular pruebas, o ya sea fruto de un posterior arrepentimiento.
Supongamos que esta etapa se supera con éxito. Ni una sola persona declinó y ni uno solo desertó a lo largo de todo el proceso. O bien, hay varias personas sometidas a amenazas que hasta el día de hoy no han abierto jamás la boca. Hasta aquí, todavía dentro del margen de lo posible. Pero es ahora cuando viene un paso logístico insalvable: “Mr. Rumsfeld, ha sido asignado encargado de reclutamiento de mártires. Debe conseguir unas 18 a 20 personas dispuestas a MORIR por el éxito del proyecto”. Corta: es una tarea sencillamente imposible. Incluso si uno cree poder identificar personas capaces de entregar su vida por su país (aunque la motivación aquí dista de ser evidente) o bien a cambio de beneficios económicos para sus seres queridos, se enfrenta al obstáculo anterior, pero amplificado en varios órdenes de magnitud: ¿qué se hace con el entrevistado si se niega, si tan solo finge que acepta, o si se arrepiente a medida que su propia muerte se aproxima?
Imagine por un momento la escena: “Así es que para resumir, nos gustaría que usted estrelle un avión con cientos inocentes contra un edificio habitado por otros cientos de inocentes para asegurar el bienestar económico de su familia” (suponiendo que la autoridad tributaria nunca se enterará de esa fortuna). O, en la versión patriótica, “para que nos entregue un pretexto para atacar Afganistán y luego Irak, hacer del nuestro un país más seguro y/o obtener buenos contratos de petróleo”.
Esa tarea no se puede lograr. No hay solución posible. Quienes entregaron su vida esa mañana lo hicieron por una profunda convicción religiosa, no por asuntos de mera conveniencia familiar o nacional. Es un motor que ningún funcionario de gobierno estadounidense es capaz de inculcar en un ser humano.
Supongamos, en cambio, que lo que hizo el gobierno fue de alguna manera canalizar la vocación de mártir de esos 19 musulmanes en pos de sus propios objetivos. Si aceptamos eso (bastante menos inverosímil, por lo demás) concedemos por lo tanto que la identificación de los 19 sujetos es veraz: 15 saudíes, dos emiratíes, un egipcio y un libanés, cuyos nombres y biografías son conocidos y no una invención del gobierno. (Por lo demás, hay cientos de testigos de sus cursos en simuladores de vuelo en Florida, y las aerolíneas y autoridades aeroportuarias pueden certificar que esos sujetos compraron pasajes en sus aviones y abordaron los vuelos.)
Por supuesto, estas personas no entregarán su vida por un dineral para sus familias, ni menos por el bien de Estados Unidos. La única opción es de alguna manera engañarlos para encauzar su vocación religiosa. La escena sería algo de este tipo: “¿Aló? ¿Osama? Te habla George Bush ¿Cómo ha estado la familia? Mira, te quería proponer un negocio ¿Tienes por ahí unos cuántos jóvenes dispuestos a inmolarse por tu causa? Porque se me ocurrió una idea que te va a encantar…”.
La interrogante es la siguiente: si al estadounidense que telefonea le conviene todo este ardid, ¿por qué iba a Osama a ayudarlo, engañando a su propia gente en el camino? Porque cualquiera que crea en la conspiración debe reconocer que el currículum previo de Osama como enemigo de Estados Unidos es intachable, y es avalado por infinidad de fuentes ajenas a ese país, como los servicios de inteligencia polacos y paquistaníes. ¿Por dinero? Impracticable, pues Bin Laden invertía su propia fortuna justamente en su proyecto antioccidental.
Se podría argüir que Osama nunca tuvo nada que ver, y tan solo se adjudicó los créditos a posteriori. El escollo de esta línea argumental es que, aceptado que los 19 extranjeros de la versión oficial son quienes actuaron y no hay un montaje de identidades orquestado por la CIA, los lazos de esas personas con Bin Laden están muy bien documentados por fuentes ajenas al gobierno estadounidense. Por ejemplo, a fines de los ’90 la inteligencia alemana monitoreaba el departamento de Mohamed Atta en Hamburgo por sus lazos con Al Qaeda, un antecedente que escapa por completo a un potencial montaje de una cúpula norteamericana.
Los estadounidenses se enteraron, pero los dejaron actuar. Aunque menos inverosímil que la movilización de 19 suicidas por parte del gobierno, también se trata de una imposibilidad logística. ¿Por qué? Porque la primera línea de detección es un funcionario de alguna agencia de inteligencia o de seguridad que está demasiado abajo en la cadena alimenticia como para engrosar la cúpula maquinadora. Ni Bush ni Powell habrían pasado horas escuchando el teléfono intervenido de al-Shehhi. Ese trabajo sucio lo habría hecho un teniente o un sargento, quien habría informado a su capitán, quien habría informado a su general, quien habría informado a Powell. Para el momento en que alguien muy arriba se pone creativo y decide aprovechar la oportunidad, ya hay un puñado de personas que están al tanto. ¿Qué se hace con ellas? ¿Cómo se las calla? Se les puede ofrecer una fortuna por su silencio, pero volvemos al intríngulis planteado más arriba. ¿Qué ocurre si declinan, o si fingen que aceptan, o si de corazón aceptan pero a horas del atentado los corroe la culpabilidad y destapan la olla? Más aún considerando que esta vez se trata de personas que no fueron seleccionadas con pinzas por su bien conocida maldad, sino que hombres y mujeres de vocación militar o policial que les tocó en suerte pinchar esa llamada. No digo que sargentos no puedan guardar secretos de Estado, pero sí que no se puede esperar que todos y cada uno lo guarden cuando dicho secreto implica la muerte de cientos de compatriotas inocentes, con un riesgo real de que alguno sea pariente suyo.
No me puedo referir a todos, pero los principales son las dudas que algunos les suscitan la manera en que colapsaron las torres gemelas y el WTC7, y la evidencia del impacto sobre el Pentágono.
Respecto a lo primero, le puedo asegurar lo siguiente: el comportamiento de una estructura específica impactada por un avión comercial y expuesta a miles de litros de combustible de aviación que arden por cerca de una hora es infinitamente más complejo de lo que el sentido común es capaz resolver. Repasar el video de los derrumbes y afirmar muy suelto de cuerpo “eso es más que un avión” no puede ser más infundado. Estudié seis años de ingeniería civil –y “civil dura”, no industrial- y es un problema mucho, mucho más difícil de lo que soy capaz de modelar. Cientos de ingenieros y científicos del Instituto Nacional de Estándares y Tecnologías elaboraron un acucioso informe que explica en detalle el proceso de las caídas. Sí, es una institución gubernamental, pero conceda que no se puede involucrar en una conspiración a cientos de funcionarios estatales, incluyendo un tropel de ingenieros de toda gama de rangos y edades. Además, las planillas de cálculo están publicadas y cualquiera las puede testear. No tengo duda de que hay numerosos ingenieros y personas con formación estructural que defienden la posición contraria, algunos de los cuales publican documentales, pero son una minoría ínfima en medio de un abrumador consenso técnico.
Ahora bien, el párrafo anterior es irrelevante para efectos de esta columna. Aun si fuera cierto que los edificios cayeron por algo distinto a los aviones, en nada modificaría la asignación de responsabilidades. Cambiaría solo el “cómo”, no el “quién”. El “por lo tanto” en la oración “dudo de la versión oficial de los derrumbes, por lo tanto dudo del rol de Al Qaeda” no tiene ningún sustento lógico. Si el día de mañana se descubriera de que en efecto se trató de una demolición controlada, seguiría siendo evidente que fue obra de Al Qaeda. No habría ninguna razón para afirmar “por lo tanto, quien lo hizo fue el gobierno”. Es irónico, pero la principal fuente de sospechas de las teorías conspirativas del 11 de septiembre en nada afecta la pegunta del “quién”, sea cual sea la verdad última.
Respecto al Pentágono, hay quienes cuestionan que el agujero sea tan pequeño para un Boeing 757. Absurdo. Nadie lo ha respondido mejor que Mete Sozen, profesor de ingeniería civil de la Universidad de Purdue: “un jet estrellándose contra un edificio de concreto reforzado no perfora una silueta de sí mismo como si se tratara de dibujos animados. Cuando el vuelo 77 golpeó el Pentágono, un ala golpeó el suelo y la otra fue desgajada por las columnas estructurales del Pentágono”. Sí, el agujero en las torres gemelas fue diferente, pero por la obvia razón de que una estilizada torre de acero no tiene nada que ver con un búnker militar de concreto reforzado.
Si lo anterior, no lo convence, considere lo siguiente.
Hay decenas de controladores aéreos en distintos aeropuertos que fueron testigos de la trayectoria detallada del avión que terminó en el Pentágono. Desde luego, no es factible sumar a cada uno de ellos al complot. En el lugar de los hechos hubo además decenas de testigos. Se encontró la caja negra, la nariz del fuselaje, el tren de aterrizaje, un neumático de avión y un asiento intacto. “Las colocó ahí el gobierno”, me podrá rebatir, pero ¿en qué momento los conspiradores instalaron todo eso sin que los peatones lo notaran? El suceso ocurrió a plena luz del día, en un sitio visible desde la calle. De hecho, la cámara de seguridad del Sheraton National registró todo esa mañana, aunque el avión es demasiado rápido para individualizarlo en una filmación de tan poca resolución.
Luego, se identificó el ADN de 184 de las 189 víctimas, gracias al trabajo de más de 50 especialistas forenses, científicos, y personal del Instituto de Patología del Ejército. De nuevo, muchísima más gente de la que se podría involucrar en un montaje.
Más aún, si el vuelo 77 no se estrelló contra el Pentágono y se trató en realidad de un misil, ¿dónde fue a parar ese avión y las 64 personas que lo abordaron esa mañana, y cuyo despegue fue autorizado por la torre de control del Washington Dulles International Airport? Detrás de cada una de esas 64 personas hay familias y amigos que perdieron a un ser querido, empleados que perdieron a un compañero de trabajo, bancos que perdieron a un cuentacorrentista y compañías de seguros que perdieron a un cotizante. Son miles quienes pueden dar fe de esos fallecidos.
Ya imagino a varios leer esto y pensar “¡qué ingenuo este señor! No sabe lo que varios millones de dólares son capaces de comprar”. No. El mundo no funciona así. Es concebible la existencia de un puñado de personas muy alto en la jerarquía capaces de planear algo así, pero es estadísticamente imposible que todos y cada uno de quienes deben forzosamente ser involucrados después para preservar el secreto mantengan la boca cerrada hasta el día de su muerte. Además, nadie discute que el precio del silencio sería muy alto, del orden de millones de dólares para cada individuo que hay que callar. Imagine que de pronto cada forense del Ejército multiplica su patrimonio cien veces, ¿cada uno cultivaría el autocontrol a un punto que ni su familia ni sus vecinos, ni sus amigos ni el servicio de impuestos internos se enteran? Si no pueden gozar de su nueva riqueza, porque eso lo delataría, pero de todos modos debe pagar a diario el precio del tumor en su conciencia… ¿Para qué aceptó? ¿No sería ese el peor deal de todos los tiempos?
En lo referido al vuelo 93, que se estrelló en Pensilvania, aplican los mismos estorbos logísticos: controladores aéreos, cientos de testigos que encontraron trozos (motor incluido), la interrogante de dónde fue a parar el avión en ese caso, etc. Pero no me extenderé porque el caso es tan irrefutable que incluso al 9/11 Truth Movement le parece disparatado, y declara que “montajes (…) parecen diseñados para para alienar a las víctimas y al público general del 9/11 Truth Movement”.
Por último, piense todo esto de otra manera. Si usted ocupara un cargo dirigencial en el gobierno de Estados Unidos y desea montar un atentado terrorista en su propio suelo. ¿No sería infinitamente más sencillo de ejecutar y difícil de descubrir plantar bombas en lugares públicos, arrojar ántrax en un ducto de ventilación o envenenar agua potable? ¿Por qué elegir el camino más difícil de todos, que involucra conseguir pilotos suicidas, orquestar una demolición controlada en tres rascacielos de alto tráfico sin ser visto, hacer desaparecer dos aviones comerciales de la faz de la tierra y sobornar, entre muchos otros, a medio centenar de médicos patólogos para que guarden un secreto que no han revelado ni siquiera con sus cónyuges 16 años después?
Suponer mala fe de parte de una cúpula del gobierno estadounidense es muy, muy insuficiente. Las intenciones son solo el punto de partida. De ahí al desafío logístico que supone concretar y ocultar la operación hay un abismo. Habría que involucrar a cientos para la ejecución y luego para resguardar el secreto: controladores aéreos, operadores de aerolíneas, peatones de Washington D.C., especialistas forenses, militares a cargo de misiles, cuadrillas para esconder un Boeing 757 y un largo etcétera. Nadie es capaz de semejante hazaña. Ni siquiera el hombre más poderoso del mundo: el presidente de los Estados Unidos.