Todavía no me recupero de este fin de semana largo. Tuve cuatro días para descansar (gracias a San Guchito) pero quedé peor. Parecía que teníamos tanto tiempo, que con mi señora planificamos miles de panoramas familiares entretenidos: cine, plaza, cafés con amigos, almuerzos familiares… ¡uf! Pero a pesar de que pasamos todo el fin de semana juntos, en familia, sentí que no tuve ni un segundo de calidad para estar con ellos. ¿Cómo puede ser que, haciendo tantas actividades entretenidas en familia, siento que el tiempo se me fue de las manos?
Reviso el itinerario y estuvo de lujo. Si hasta pude ir al cine dos veces ¡dos veces! Eso, en la vida de un cinéfilo padre de dos niñas pequeñas, es casi como ir a Disneylandia. Irónicamente, en ambas ocasiones sentí que fui corriendo, que no pude disfrutar la película con tranquilidad. No llegamos tarde a comprar las entradas y tampoco me perdí ni un minuto de película, pero por alguna razón las escapadas al cine parecieron un panorama fugaz. Por otra parte, uno de los momentos más disfrutados del fin de semana fue una mañana que pasamos conversando en una plaza mientras las niñitas jugaban. ¿Qué diablos me pasa? ¿Acaso ya no me gusta el cine? ¿Estoy a un paso de salir a tirar migas a pan a las palomas?
¿Por qué no disfruté mis escapadas al cine? Me pregunto qué hubiera podido cambiar en ambas ocasiones y la respuesta surge de inmediato: el regreso a la casa. Las dos veces que salimos a ver películas teníamos el tiempo justo, el suficiente para ver la película pero nada más. Y ahora me doy cuenta que faltó mi parte favorita del paseo: el sentarnos a analizar la película. Es la parte que más disfruto, porque se trata de una conversación que siempre parte de la crítica de cine, y que termina en pensamientos filosóficos sobre la vida y el mundo. Es algo que no pude tener esta vez, debido a lo apretada de nuestra agenda, pero que encontré en otro momento del fin de semana: la mañana que pasamos en la plaza.
Es irónico que uno de los puntos altos del fin de semana sea una mañana perdida: teníamos que hacer tiempo para que llegara la hora de almuerzo y nos fuimos a la plaza a esperar.
Siempre se habla de pasar tiempo de calidad en familia, pero nadie dice cómo debe ser ese tiempo para que realmente sea de calidad. Como papá siento que tengo que aprovechar los fines de semana para hacer panoramas con mis hijas y con mi señora organizamos miles de actividades para ellas. Como marido me pasa lo mismo, y cada vez que tenemos un momento libre tratamos de aprovecharlo al máximo. Pero ahora que lo pienso, mientras más actividades nos proponemos, pareciera que menos las disfrutamos.
Vivimos estresados y con la constante sensación de que tenemos poco tiempo y la lógica nos dice que tenemos que aprovecharlo. El problema es que tenemos la idea que para aprovecharlo tenemos que ser eficientes. Olvidamos que la eficiencia es un parámetro propio del trabajo, pero que no necesariamente es positivo a la hora de recrearse. Es contra intuitivo, pero el “tiempo de calidad” en familia es más parecido a “perder el tiempo”. Esto se debe a que su riqueza se encuentra en esos momentos de ocio. Esos espacios de silencio que dan para hacer la pregunta que normalmente no hacemos porque no es necesaria, o que permite conversar ese tema que no es urgente pero sí importante.
Todos sabemos que descansar y compartir con la familia y amigos es importante, pero olvidamos es que a las cosas importantes hay que dedicarles tiempo. Como los fines de semana se hacen cortos, cuesta dedicarle a las cosas más del tiempo estrictamente necesario. Pero si somos menos ambiciosos y priorizamos el hacer sólo aquello que es más importante, quizás entonces los fines de semana dejen de parecernos tan cortos, pues dejaremos de gastarlos y comenzaremos a disfrutarlos.