Matías tiene 8 años y su mamá está desesperada, porque encuentra que es demasiado disperso. Muchas veces cuando ella le habla, él no contesta y “parece que estuviera en la luna”. Además, es totalmente incapaz de mantenerse más de 5 minutos haciendo una tarea o estudiando, por lo que las labores escolares suelen terminar en peleas. Sin embargo, ella cuenta que cuando se trata de un juego que le gusta, “¡ahí sí que puede estar atento por largos ratos!”.
Situaciones como estas son cada vez más frecuentes entre los niños en edad escolar.
Varias familias y colegios suelen enfrentar este problema derivando a un especialista quien con alta probabilidad, hará un diagnóstico de Déficit Atencional y le dará un medicamento. Si bien el abordaje farmacológico es muy necesario en los niños que efectivamente tienen este trastorno, también hay que ser conscientes de que en la actualidad existe un sobrediagnóstico de éste.
Muchos niños, en realidad presentan dificultades para focalizar y mantener la atención porque están interferidos desde sus emociones. En otros casos puede deberse a que el contexto en el que vivimos genera dificultades adicionales para lograrlo o a una falta de estimulación en este ámbito.
Reconociendo que existen casos de niños que requerirán de una evaluación y tratamiento especializado, hoy queremos centrarnos en la forma en que como padres podemos ir apoyando y fortaleciendo los procesos atencionales desde que son pequeños. ¡Así podemos prevenir una serie de dificultades futuras!
La velocidad con la que suceden los estímulos, imágenes y experiencias de un niño son infinitamente más rápidas que hace 20 ó 30 años atrás. Antes, el niño esperaba con ansias la programación infantil y una vez terminada, se iba a jugar y recreaba las aventuras de sus personajes favoritos. Hoy, puede ver monitos el día completo si quiere, buscando en la amplia variedad de canales o en YouTube. Su mente salta rápidamente de un contenido a otro, sin detenerse ni profundizar mucho en ninguno.
Los juegos de antes, también requerían de mayor preparación (¿quién no pasó varias horas armando la casa de muñecas o las láminas del memorice?). Hoy las pantallas plantean un estilo de entretención rápido e inmediato. El niño presiona un botón y tiene el juego desplegado. Probablemente mientras juega, encontrará otra aplicación más atractiva y su mente irá saltando de una a otra. Este estilo de procesamiento desarrolla habilidades como la velocidad, pero suele ir en desmedro de la profundidad y la capacidad de mantenerse enfocado.
A lo anterior se suma el que muchas veces nosotros como padres damos, sin quererlo, un modelo de “dispersión cognitiva”. Estamos con el niño hablando de un tema, pero de pronto nos llega un mail urgente o un whatsapp divertido y giramos el foco en 360° de forma abrupta y repentina, dejando muchos cabos sin atar.
En este contexto, no debe sorprendernos que cada vez sean más los pequeños a los que les cuesta enfocarse en un tema o finalizar lo que comienzan. Pero si somos conscientes de la gran plasticidad del cerebro infantil en los primeros años, ¡podemos hacer cosas que marquen la diferencia!
La atención es la capacidad que tiene nuestro sistema cognitivo para centrar la conciencia en algún estímulo determinado. Permite poner el foco en un aspecto específico de la realidad, dejando el resto en un segundo plano. Es por esto que se dice que la atención es la “puerta” para todo aprendizaje, ya que regula lo que entra o no entra al sistema.
Existen básicamente dos procesos atencionales: la atención focal (posibilidad de dirigir voluntariamente la conciencia sobre determinado estímulo) y la atención sostenida (tradicionalmente se conoce como concentración).
A medida que un niño va creciendo, aprende a enfocarse en aquellas cosas que le parecen más relevantes. Y así, poco a poco, sus períodos atencionales van aumentando en duración. A partir de los dos años comienza a surgir la atención voluntaria. En promedio, y solo a modo de referencia, un niño debiera ser capaz de permanecer atento a una actividad:
Imagen: vía Guíainfantil.com