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Ser mamá primeriza es toda una aventura. Cercano a un reality extremo incluso. Aparecen actitudes que jamás habríamos pensado y miedos que no sabíamos que podríamos llegar a sentir. Es una mezcla entre una felicidad inexplicable, una locura temporal, a veces una sensación de encierro, con rasgos sicópatas que hacen que durante ese periodo todo sea infinitamente extraño, amoroso y angustiante. O sea como verán, mil emociones a la vez.
Mientras se está con la guagua recién nacida en la clínica, la maternidad parece perfecta y el primogénito ídem. La verdadera historia parte el día del alta.
Primero, a la pobre criatura se le abriga como si fuese siberiano, importando cero que haya nacido en pleno verano. Vamos poniéndole mantas, chalcitos y tutos arriba del famoso “huevito” haciendo de ese clima a lo más parecido a un sauna infantil. Al llegar a la casa como madre novata, pero no por eso menos dominante, exigimos que hasta el poste de la luz esté desinfectado y que todo aquel que ose a entrar a nuestra “casa-estudio” debe sanitizar su humanidad como si fuese a ingresar a un pabellón quirúrgico. Esa medida, y después de cuatro partos, la apoyo hasta el día de hoy. Porque la persona que nos tacha de exageradas, después no va a estar sentada en el hospital con los ojos cuadrados rezando rosarios completos para ganarle al sincicial. Así es que cabras sigan aleonadas en ese ítem #todassomosprimerizas.
Ya se fue la abuela, el padrino y la vecina que con ansiedad fueron a ver a la novedad de 60 centímetros y 3 kilos de peso. Les diste torta, convidaste jugo, entremedio sacaste chanchitos, diste papa, te tupiste con el pilucho, pensaste que le habrías quebrado un brazo a la guagua, te tiró un chorrito de pipí a la cara mientras lo mudaste y rápidamente comienza a acercarse lo más temido para una primeriza: LA NOCHE.
Empieza a oscurecer y uno mira al techo para ver si te están filmando porque realmente crees que es una cámara indiscreta. La guagua ya no se porta TAN bien como en la clínica y uno piensa: “¿Este niñito podrá sobrevivirme a mí, que con suerte me puedo hacer cargo de mi misma?”
Y ahí vamos. Pásate la guagua de un lado para otro con el marido. Vamos recordando “La Cuncuna Amarilla”, el “Caballito Blanco” y todas esas canciones que escuchamos hace promedio 20 años atrás. Caminamos por el living, andamos a saltitos por el pasillo para ver si concilia el sueño, nos balanceamos en la mecedora y cuando al fin lo logramos… ¡¡queda media hora para la siguiente papa!! Se vuelve a dormir, pero nosotras sicopateadas por este cargo en el que somos debutantes le ponemos un dedo frente a la nariz sólo para confirmar que respira. Es verdad ese cliché que recién ahí uno viene a entender a las propias madres.
Al día siguiente, hasta el Negro Piñera un 1 de enero se ve mejor que nosotras. El marido por primera vez sale corriendo a la pega y nosotras no nos metemos a la ducha hasta que certificamos frente a notario que una persona no va a pestañear mirándolo/a mientras nos lavamos el pelo. Y descubrimos que es ahí por primera vez que estamos solas, y dejamos que el agua corra sin ningún sentido ecológico, por el sólo hecho de ser nuestro recreo maternal. Despejamos la cabeza, lloramos un poco de cansancio y nos reseteamos para seguir adelante.
Otro ítem que surge en esta etapa es la gran cantidad de accesorios infantiles que comenzamos a usar como verdaderos imprescindibles. Monitores con cámara, hervidores de mamaderas, calentador de la misma, peritas saca mocos, vitaminas calmadoras de llantos, saca leche con mas motor que un 4x4, termómetros digitales ultra modernos, cojines de lactancia, cepillos limpia chupetes, cremas curativas y tantos otros artículos que hacen de nuestra casa una verdadera sala cuna. Y aun así, sentimos que la guagua nunca estará lo suficientemente segura, resguardada y cómoda. Ir a un almuerzo por el día parece una verdadera mudanza en la que casi hay que conseguir un salvoconducto para poder transitar por las calles.
¿Y qué hacemos con las fotos? Parecemos verdaderos orientales registrando CADA momento e hito del hijo en cuestión. Peor aún con los smartphones y los chats de whatsapp. Foto del primer baño, del ombligo caído, del primer corte de uñas, del primer viaje en auto, de la primera sonrisa, del primer grito, de la siesta de la tarde y de la mañana, etc., etc., etc. CERO CAPACIDAD DE EDICIÓN… así es este primer amor.
Y ni hablar de la ida al pediatra al control del mes… eso es como ir a Disney. Una ansiedad incontrolable. Saber cuánto subió de peso y los centímetros que creció nos interesa más que si alguien nos diera los números ganadores del Kino. Queremos que el doctor nos dedique ojalá 2 horas seguidas para hablar de los avances de nuestro hijo y cuando por simpatía nos dice que lo encuentra súper “vivaracho” lo damos por seguro: CONFIRMADO… SOY LA MADRE DEL NUEVO ALBERT EINSTEIN DE ESTE SIGLO. Y le contamos a nuestra familia y amigos esa información con más emoción que el día que nos titulamos.
Así fuimos, son y serán la mayoría de las madres primerizas. Eso es un dato matemático. Y cuando miramos para atrás y nos damos cuenta de todas esas locuras que hicimos por amor, nos reímos, avergonzamos y admiramos de lo que somos capaces por ese niño que nos mira como el burrito de Shrek.
En un mundo donde todo está normado, donde nos encanta juzgar la manera de criar, de enseñar y de mirar la vida, hay una frase de la escritora norteamericana Jill Churchill que me encanta y dejo para cerrar: “No hay manera de ser una madre perfecta, hay un millón de maneras de ser una buena madre”.