Mi mamá siempre me contaba la historia de una señora o amiga, no recuerdo bien, que a pesar de no tener grandes problemas en su vida se sentía profundamente infeliz. Luego de unas cuantas visitas al psicólogo, el hombre le encargó un ejercicio muy simple: que visitara alguna institución de beneficencia. No le dijo que diera dinero, tampoco que trabajara o colaborara de ninguna forma con la institución, simplemente que la visitara y pidiera ver en qué consistía la labor que realizaban. La mujer hizo lo que su terapeuta le pidió y, para su sorpresa, su angustia desapareció. Así, de forma instantánea. La experiencia le hizo modificar posteriormente muchos aspectos su vida, pero lo que más me llamaba la atención de la historia es cómo el simple hecho de ver el sufrimiento de otra persona, en vez de deprimirla, achacarla o enojarla, provocó un cambio en su vida que la hizo más feliz. Entonces ¿qué nos pasa que le hacemos tanto el quite a algo que nos puede hacer más felices?
Todos sabemos que es importante ayudar al resto. El problema es que nos lo enseñaron como un deber, una obligación, una tarea que tenemos que realizar. A la fuerza si es necesario, contra nuestra voluntad. Porque aunque no hay nada más rico que descansar en la casa y olvidarse de los problemas del mundo, tenemos que ayudar al resto (y sentirnos culpables si no lo hacemos).
Yo odio esa perspectiva, porque tengo la teoría contraria, que ayudar al resto es entretenido, es fácil y te hace más feliz. Incluso creo que no requiere un esfuerzo, sólo tener la voluntad y perder el miedo. Lo sé, pareciera no tener ninguna lógica, pero tengo la convicción de que es así. Si no me crees, hagamos un pequeño experimento que no requiere ningún esfuerzo. Repito: ningún esfuerzo, porque si te parece inabordable, lo estás haciendo mal.
El experimento tiene dos etapas:
No te estoy diciendo que te vayas a Haití ni a la India. Ni siquiera que viajes fuera de tu comuna o que cambies tu rutina. El único desafío inicial es que busques a tu alrededor a alguien que lo esté pasando mal. Puede incluso ser un pariente enfermo, un amigo triste o un compañero de oficina que tuvo un mal día, no te compliques de más, lo único que importa es que sientas que en ese momento lo esté pasando peor que tú. ¿Cómo sabrás que lo encontraste? Porque pasarán dos cosas. La primera es que que te sentirás afortunado, porque el ponernos en contacto con alguien que sufre nos hace valorar instantáneamente lo que tenemos nos hace sentirnos afortunados. En cierta forma nos hace más felices, porque pone nuestros propios problemas en perspectiva. Lo segundo que ocurre es que nos dan ganas de ayudar voluntariamente, no por deber. Si no sentimos ninguna de las dos sensaciones, entonces aún no tenemos que pasar al siguiente paso, tenemos que ampliar nuestra área de busqueda y mirar mejor.
Un típico error que cometemos es no ayudar porque no podemos solucionar el problema, o porque solucionarlo significaría un sacrificio enorme. ¿Cómo ayudo yo a mi amiga que tiene un familiar enfermo? ¿Cómo soluciono yo el problema del hambre en África? Que la solución esté más allá de nuestro alcance no quiere decir que no podamos hacer nada por ayudar esa persona, o a otra persona. Una sonrisa puede ser clave a la hora de hacer más feliz a quien está sufriendo, pero tenemos tanto miedo a que la culpa nos haga sentirnos obligados a hacer algo que no queremos que preferimos no hacer nada. Si nos diéramos cuenta de lo significativa que puede resultar una sonrisa, un chocolate, un abrazo, una frase o un billete que “nos sobra”, no dudaríamos en compartirlo.
El padre Hurtado decía que había que “dar hasta que duela”. Yo no creo que existiera una intención masoquista en la frase, sino que se refería que había que dar todo lo que no doliera. Si lo piensas al revés, entonces “si te duele, detente”. Y al revés también, si no te duele ¿para qué detenerte? Es el mejor sistema para que el ayudar siempre se mantenga en el terreno del placer, cuidando de no caer en la complacencia de no ayudar.Igual que cuando hacemos deporte, mientras más lo practicamos, más fácil resulta. Y así mismo, para que realmente sirva, tenemos que ser constantes. Te aseguro que mientras más ayudes por gusto, sin importar lo pequeño que resulte tu aporte, más fácil te resultará volver a ayudar. Y con el tiempo, sin darte cuenta, ampliarás tu terreno de lo indoloro. La clave es nunca ayudar por costumbre, porque estanca el crecimiento, ni por deber, porque mata el espíritu. Por eso es tan importante la Etapa 1. Es el contacto con el dolor ajeno el que nos entrega la gasolina para mantener avanzando en este ejercicio. Si crees que todo el mundo está bien, es el momento para ampliar tu mirada.
Me carga la caridad por cumplir, creo que el situarnos desde un punto de vista superior y lanzar una colaboración ciega a quienes necesitan ayuda sólo contribuye a distanciarnos socialmente y a aumentar la desconfianza entre nosotros. Si creemos que ayudar es una lata es porque no estamos viendo, no nos estamos conociendo, no estamos conectando con el sufrimiento del que está al lado y no estamos considerando el aporte que podemos hacer. Pero por sobre todo, no estamos concientes de lo profundamente felices que nos puede hacer a nosotros mismos el colaborar en la felicidad de otro.
Parte por cosas pequeñas, sin hacer sacrificios, y te aseguro que vas a disfrutarlo. Porque el ser feliz no requiere enormes esfuerzos ni grandes cambios, sino algo mucho más simple.