El peor instante en la vida cotidiana de un bebedor (a) social es la mañana siguiente a una borrachera. Esta se inicia casi siempre con un sobresalto, cuando el cuerpo, luego de algunas horas en la oscuridad comienza a despertarse. Con dificultad abres los ojos y lo primero que sientes, lo primero que llega desde tu adormecida conciencia, es la sed, una sed que segundo a segundo va aumentando, esa misma sed que te hizo soñar por horas (en ese momento no lo recuerdas) con un vaso o una botella de cualquier otro líquido que no fuera copete, de la cual bebías con desesperación, pero con la que (en ese momento el sueño empezaba a tomar ribetes de pesadilla) nunca podías saciarte.
Luego de abrir los ojos con la dificultad connatural a la resaca y la fotofobia, viene la diseminación de la conciencia a todo el cuerpo. Las extremidades empiezan a moverse lastimeramente, con lentitud, como si tuvieran miedo de romperse. La primera alegría del día viene de la constatación de que no te duele nada (aparte de la cabeza), es decir, no te “pasaron a llevar”, no te pegaron, ni siquiera te diste un tropezón indecoroso que te mandara de hocico al suelo. Nada, impune, en perfecto estado.
Pero hay días aciagos en los que el dolor en las coyunturas te dice que te agarraste a mangas, o que el dolor de cabeza es insoportable y diferente a los típicos de las borracheras, porque este va acompañado de un chichón, manchas de sangre en los casos menos graves o charcos de sangre en los casos clínicos o, de plano, funerarios. Hay días en que el dolor es paralizante, un dolor que a medida que el alcohol va abandonando tu cuerpo se va acrecentando.
Con miedo sientes acercarse la sobriedad a medida que el dolor se hace más intenso; y tomas remedios que no te hacen efecto y tratas de no moverte, pero te es imposible, porque lo comido y lo tomado te lo va quitando el baño hasta que quedas vacío y ruegas porque el vestigio de alcohol que aún corre despavorido por tu sangre disminuya su prisa y te acompañe y adormezca idealmente hasta que el cuerpo se haya recuperado (cosa imposible) o por lo menos un par de horas más antes de que el dolor se adueñe de cada fibra y no te permita olvidar, como siempre lo haces, otra noche más de borrachera.
Si tienes la suerte de que tu cuerpo esté en buenas condiciones y que el malestar se relacione de manera directamente proporcional con la cantidad de copete que te metiste en la noche y no con circunstancias periféricas ajenas al "bello arte" de beber, puedes seguir despertando. Es necesario considerar que todo esto ocurre en segundos, en breves instantes, y más brevemente ocurre si cometiste la pequeña equivocación (error garrafal) de transformar un inocente after office o happyour (léase con acento británico para que resulte más suntuoso) en una tomatera.
Luego de terminar el examen del cuerpo, es necesario iniciar un examen, muchas veces infructuoso, de la conciencia. ¿Qué pasó ayer? (no, eso no, muy de película), pero si un ¿Qué hice anoche?, ¿hice show?, ¿mee frente a la gente?, ¿pagué?, ¿me mandé algún cagazo? Casi siempre las preguntas de este sucinto examen de conciencia (que espantaría a más de alguno) quedan sin respuesta en primera instancia, pero luego van siendo respondidas a medida que el día transcurre. El problema radica en que tus recuerdos no retornan de manera pulcra y lúcida desde los espacios más recónditos de tu memoria. No, eso sería perfecto. El problema es que te vas acordando por las reacciones que vez en la gente, por la manera en que está dispuesta tu ropa, por el orden, desorden o caos de tu departamento.
Un ejemplo: entras en el living de tu departamento: ¿Pero qué pasó aquí?, gritas agarrándote la cabeza a dos manos, mientras observas la mesa de centro hecha mierda. Segundos después, recuerdas (esto es un ejemplo, que quede claro) que la noche anterior, en un arranque de nostalgia, quisiste mostrarle a X, como era un “codazo del pueblo”, porque era inconcebible que no lo conociera, ya que no solo era un codazo, era un codazo acrobático y además del pueblo y para el pueblo.
Así que recuerdas ese momento como si lo estuvieras viviendo y prefieres irte a la ducha, porque el olor que expeles está empezando a conjurar nuevos recuerdos y si quieres sobrevivir o por lo menos superar las primeras horas del día, es necesario seguir viviendo en ese espacio tan ameno y fugaz de la ignorancia, antes de que la verdad, esa de la que casi con toda seguridad te avergonzarás, llegue irremediablemente a arruinarte el día.
Las propiedades tonificadoras y simbólicamente purificadoras del agua, no logran arrancarte la resaca, así que te vistes a duras penas, te tomas el desayuno aguantando las arcadas y sales de la casa con los lentes más oscuros que tienes, si fuera posible, piensas en momentos como esos, con una máscara de soldador.
Finalmente, cuando sales de tu casa, cuando te das cuenta de que puedes caminar sin tambalearte ni apoyarte en las paredes, compruebas que has logrado salvar un amanecer más de borrachera. Así que al llegar al trabajo saludas a tu jefe con la mejor cara (pero lo más lejos posible) y te sientas durante ocho horas que te parecerán eternas frente al computador, pensando: hoy me acostaré temprano, sólo me quedan siete horas, cincuenta y cinco minutos, treinta segundos, para salir de aquí e irme a casa.
Terminas el arduo y (debido a la resaca disimulada) poco productivo día de trabajo y te enfilas otra vez a tu casa, imaginando la comodidad de tu cama, el descanso de ocho horas y la bien mirada noche de sobriedad que se te viene encima. Sin embargo, inconscientemente retardas tu salida del trabajo: revisas una vez más el correo (cosa que nunca haces), lavas el mug del café, ordenas los lápices, las hojas sueltas, le preguntas a tu compañero o compañera de puesto si necesita ayuda (cosa que tampoco nunca haces) y todo esto para esperar que pase algo, para aguardar la vibración en tu pantalón o el gesto técnico de alguno de tus compañeros de pega al otro lado del pasillo. Cuando te das cuenta de que seguir haciendo tiempo puede parecer sospechoso, te pones de pie y sales enojado de la oficina, sin mirar ni despedirte de nadie.
Cuando logras superar ese breve instante de desesperación, cuando dejas atrás la oficina y, de a poco también, la idea de ir por otra tarde de borrachera y caminas tranquilamente en medio de la multitud, te das cuenta de que el cuerpo agradece ese respiro, esa tarde que se avecina de estirarse en el sillón y regenerar neuronas y tejidos hepáticos, esas horas de descanso que tanto anhelan los demás seres humanos y a las que tantas veces se renuncia por otro trabajo, otra familia, los niños, el carrete, las obligaciones varias, los vicios, etc.
Una cuadra antes de llegar a tu departamento lees en algún grafiti o afiche publicitario la siguiente frase: “vive cada día como si fuera el último”; un frustrado intento de acción poética y cursi como pocas, piensas, esbozando una sonrisa. Sin embargo, en ese instante de lucidez que te entrega la sobriedad, consideras que esas palabras puede que tengan algo de razón, porque si ese fuera el último día de tu vida, no querrías estar embruteciéndote frente a una jarra de cerveza, sino que más bien, repartiendo el poco tiempo que te queda para realizar cada una de las cosas que le dan sentido a tu vida.
Finalmente, piensas, la tarde posterior a una noche de borrachera sirve para eso, para darse cuenta de que, aunque no encuentres nada más estimulante y divertido que tomarte un shop con los amigos y perder la noción del tiempo y el espacio, existen otras cosas (tal vez mejores) que hacer en el día que puede ser el último de tu vida, otras alternativas para hacer llevadera la vida en sobriedad.
Entonces sientes la vibración en tu muslo izquierdo, sin duda, una nueva invitación a una noche de estrellar vasos y botellas. Miras largamente a tu departamento, luego al camino que te trajo hasta él, al teléfono y, tras unos segundos, tomas una decisión.