Este tal vez ha sido uno de los veranos más cortos de mi vida. Sólo ayer estaba haciendo el playlist para Año Nuevo y partiendo una dieta para tener un verano digno (propósito que obviamente fracasó). Y acá estoy… con el mismo peso, esperando la inminente llegada de marzo, preparándome psicológicamente para programar el despertador a las 6:45 y marcando el papel lustre del cabrerío para el colegio.
Entonces, analizando mi pesadumbre interior, comencé a reflexionar acerca de los encantos que hacen de esta estación una etapa tan difícil de soltar.
Como muchos saben soy una viñamarina orgullosa que dice pan batido, voy a “Serena”, uso tipex y cuchillo cartonero. Admiro a quienes viven el flagelo de los tacos de Santiago y toda esa vorágine a la que los “provincianos” no estamos acostumbrados. Pero hay que decir que Santiago en verano es un destino fascinante. Hay pocos autos, nunca se necesita usar un chaleco, sus terrazas son un gozo en el alma y la oferta de panoramas es seductora. Escaparse a Santiago en vacaciones es un placer altamente recomendable.
Este ítem no necesita explicación. Punto final.
Qué rico es levantarse y usar chalas. Aun con los dedos feos que muchos tenemos que asumir con hidalguía. Pero eso de tener que robarle los calcetines de pega al marido, rezar porque el doctor no cache que andamos con un par que tiene unas papas indecentes o sentir la humillación de que te digan la Michael Jackson de la oficina por usar los únicos calcetines blancos que encontraste, son “problemáticas” que en verano definitivamente no se dan.
Para los que nos gusta la TV de calidad y la cahuinera, el verano es un momento de mucho material sabroso. Vuelven las series que nos tienen frikeados sin salir de la casa y está ESE evento que asumo con la frente en alto como un placer sin culpa: la Gala del Festival de Viña del Mar, nuestro Oscar de Jesmar que nos hace pelar al resto como si tuviéramos el cuerpo de Pampita, el pelo de la Flexible y la elegancia de la Tonka. No tenemos moral para descuerar al resto mientras nos estamos comiendo las tontas papas fritas con kétchup, no nos hemos teñido las canas y estamos reteniendo más líquido que el niñito de Sexto Sentido, sin embargo ESE día todos nos sentimos con el derecho a creernos expertos en moda y jueces de la belleza ajena. Es el día nacional de la desfachatez. Y aunque muchos la nieguen, no declaren que la ven e incluso arruguen la nariz cuando ponemos el tema… no nos pisemos la capa entre superhéroes, por algo es uno de los programas más vistos del año.
obvio que en este punto me refiero a lo que le pasa el resto (no a mi… mis queridos jefes que tal vez están leyendo esto). Porque para mucho/as, el descanso no sólo es cuando UNO se va de vacaciones y se desconecta de los mails, las minutas y los informes de rigor. Las vacaciones de los jefes también tienen algo de regalo para los empleados. Porque asumámoslo, cuando no está el jefe 9 de 10 trabajadores sapean con mayor frecuencia el Facebook, almuerzan con el reloj andando bieeeeeen lento y se toman 2 cafés más de los que consumen en marzo. Y si el jefe es mala onda, esos días son simplemente jornadas de verdadero agradecimiento divino.
Esto es una alegría profunda para las lateras que nos encantan las discusiones bizantinas, las preguntas absurdas y militamos en el partido de los sobremesistas. Hay más luz, los almuerzos tienen esa duración perfecta porque no estamos estresados con acostar niños, preparar colaciones saludables, ni hacer fracciones. Entonces profundizamos más en la reflexión, el humor, la idiotez y el debate. Una maravilla para las que hablamos hasta dormidas.
Nos queda poco de vacaciones querido/as lectores. Empatizo profundamente con su desazón y dolor, pero también me gusta estar consciente y celebrar todas las cosas buenas que pasaron este verano. ¿El próximo desafío? Encontrarle, porque los debe tener, esos encantos ocultos del nuevo marzo que se avecina.