Tener una vida que nos haga felices siempre ha sido uno de los motores del ser humano y el concepto “calidad de vida” es una manera contemporánea de referirse a esa felicidad o bienestar. Es un término cuya definición exacta no sabemos –y seguramente hay muchas-, sin embargo, a través del sentido común todos entendemos a lo que se refiere.
Una de las características de este concepto es que trata de algo personal y subjetivo. Lo que hace a una persona tener una buena calidad de vida no es lo mismo que necesita otra para lograr la misma sensación de bienestar. Alguien podrá decir que no, y que existe una base necesaria para que cualquier persona esté contenta con su vida. Este pensamiento tiene consecuencias positivas, como hacer ver la importancia de una mejor distribución de la riqueza, mayor acceso a la salud, clama a la responsabilidad que tenemos las personas unas con otras y apela al amor y la preocupación por los demás.
Sin embargo, otras veces esta creencia en que hay un piso mínimo para la calidad de vida es llevada al extremo y se convierte en amenaza para el ser humano. Es una postura que puede resumirse en que hay vidas de baja calidad que no merecen ser vividas. Se da frente a los niños con Síndrome de Down en Europa (“ahorrémosles el sufrimiento de venir al mundo”), se da ante la persona que quedó tetrapléjica (“vivir así, no es vida”) y también ocurre día a día en nuestras vidas sencillas y carentes de drama. A partir de un puñado de ítemes considerados básicos juzgamos si la vida de los demás y la propia nuestra pasó la prueba o no.
No nos engañemos con el concepto. Siempre se puede estar mejor, desde el punto de vista material y espiritual. Sin embargo, la vida humana tiene de por sí una calidad que la hace siempre digna de ser vivida, independiente de las alegrías, de los sufrimientos, de que el cuerpo esté sano o enfermo, de que tengamos tiempo libre o casi nada. Se trata de una auténtica calidad de vida que no aumenta ni baja; es intrínseca al ser humano.