*Esta columna fue publicada originalmente en 2015.
Siempre quise ser mamá vieja. Ojalá después de los 35. Poder sacar mi carrera, viajar por el mundo, estudiar más, vivir sola, publicar un libro. Me pensé así desde los 15 años y me proyecté siempre en esa directriz. Conocerme a la perfección antes de pensar en siquiera involucrarme con alguien más. Por lo demás, nunca fui muy fan de las guaguas. Siempre me sentí torpe e indefensa frente a estos seres de ojos enormes que te miran como si entendieran todo.
Pero la vida me hizo ser mamá a los 21. Época en la que me sentía dueña del mundo: me iba muy bien en la universidad, tenía un pololo estable al que adoraba, me hacía mis lucas con trabajos esporádicos, buenos amigos, mejor familia, llena de planes, proyectos y sueños por los que me desvelaba pensando. Y sin quererlo ni planearlo, un día de verano de esos de dos meses sin hacer nada, y después de una tarde de cervezas, piscina, libros y mucho Hawaian Tropic; supe a los 20 años que iba a ser mamá. Segundo año de universidad.
Pánico. Felicidad. Llanto. Pánico. Emoción. Nervios. Esperanza. Pánico. Y llanto y más llanto, de ese que no conoces la razón, porque es una mezcla de sentimientos que no logras descifrar.
Y sin procesarlo, viví mi embarazo como si nada. Yendo a clases como todos hasta el último día. Sin sentir jamás asco, ni antojos, ni sueño, ni nada. Bloqueándolo quizás en mi mente por miedo. La única diferencia notoria era que mis compañeros iban a emborracharse a los paseos de generación a la playa, mientras yo veía asomarse mi panza quizás demasiado lento, mientras recortaba ecografías y escuchaba audios del corazón de la guagua para asegurarme de que era cierto. Y me sentía Irritable y ermitaña a más no poder, y las lágrimas me caían solas viendo incluso un capítulo de FamilyGuy.
Por más que quisiera sentirme mamá, mi mente se apartaba de eso, volviéndose cada vez más infantil, más insegura, más inestable, alejándome de toda construcción de personalidad que creía venir formándome hace años, dejándome en un universo desconocido en el que me sentía flotando sin apego ni respuestas y llena de miedos.
Y así pasé los últimos meses de embarazo sin grandes anécdotas. Rodeada de gente por ser la novedad, pero escapando apenas podía de las preguntas de cortesía que me llovían. Siempre preferí aquellas más morbosas. Pasé incontables noches de largo mirando escenas de parto gringas sin anestesia en Youtube, y paralelamente escribiendo reportajes para mis exámenes, porque no logré nunca sentirme cómoda en un carrete sin poder fumar ni tomar, fingiendo considerar cuerdas las conversaciones verborréicas y sin sentido de las que siempre fui parte, por lo que por un buen tiempo decidí alejarme de todo eso.
Hasta ese 13 de septiembre del 2008, que nuevamente sin entender nada, me desperté con dolores extraños y aguanté hasta las lágrimas antes de entender que mi hija quería nacer. La verdad es que lo entendía, pero quería ignorarlo y seguir siendo niña por unos segundos más, porque presentía que nunca más en mi vida volvería a verme ni a sentirme como un ser independiente. Me quería despedir de mi infancia y adolescencia, completamente ansiosa por entrar en la adultez.
Y llegué a la clínica. Y la dilatación ya era evidente, por lo que no tardé ni una hora en convencerme de que me estaba convirtiendo en mamá y rápidamente pasé a serlo.
Sin un mínimo de dolor, el doctor me pasó a mi guagua de inmediato: un punto redondo, de uñas largas, delgadas y transparentes, con ojos chinos y celestes, cachetes redondos, pelo claro y piel transparente. 49 cms y 3 kilos 200. La cosa más frágil y hermosa que he visto en mi vida. Y me enamoré profundamente. Sé que no a todas les pasa esto, y temía e intuía que a mi tampoco me iba a pasar, pero tuve suerte. En dos segundos me volví experta en motricidad fina, y me transformé de una persona arisca y distante, en alguien instintivamente de piel.
Lo primero que pensé fue cómo mierda algo tan perfecto pudo nacer de mí, y sentir que por fin podía ponerle cara, cuerpo, movimiento y sombra a esa cosa extraña que se movía en mi guata, con la que nunca pude relacionarme bien. Y aunque sea un cliché, la primera mirada es imborrable: darte cuenta que la primera imagen que ve eres tú. Que esos ojos diminutos y vidriosos, completamente puros, te miran con decisión, afirmándote que eres su mamá y que no existe nadie más importante que tú. Creo que es de las cosas más fuertes que he vivido.
Le da lo mismo tu edad y tu contexto, te quiere y te necesita por el simple hecho de haberla protegido nueve meses y por haber trabajado a la par, tragándonos juntas el dolor, como si fuésemos un solo ser, para que ella pudiese salir y conocer el mundo, desplegándose de mi hacia una libertad tan suya. Y yo poder vivir el desapego uterino, aceptando que dejamos de ser una y de que de ahora en adelante sólo me enfocaría en respetar y cuidar con dientes y garras su inocencia y su libertad para acompañarla, protegerla y quererla por el resto de mi vida. La sensación y la experiencia de volverse madre es indescriptible. Es la cosa más instintiva y animal que me ha tocado vivir.
Y así supe de inmediato que tenía que cuidarme y valorarme, que de mí dependía el futuro de mi hija. Descubrí que mis actos serían sus lecciones de vida, que mis gustos serían sus referentes, que mis gestos pasarían a ser sus muecas, y que mis palabras se volverían sus insignias. Al menos en su infancia. Y por primera vez sentí aprecio por la responsabilidad, temor inmaculado por la muerte y una necesidad urgente por ser mejor persona.
Y con los años noté que a pesar de todo, los hijos vienen con su sello independiente, con sus personalidades marcadas, con sus genes únicos y que no necesariamente comulgan con todos tus ideales. Y ahí sí que me enamoré profundamente de cada una de sus cualidades y de sus defectos, y la cruzada de ser mamá tomó un nuevo impulso, mucho más desafiante, más agotador pero infinitamente más gratificante.
Hoy, a mis casi 29 años soy mamá de dos, y es lejos, pero lejos de lo que me siento más orgullosa. Verlos crecer, interesarse por el mundo, ver su sensibilidad en todas partes, seguir sus ojitos curiosos y asombrarme yo misma de lo que ellos observan. Descubrir sus gustos tan particulares, aprender de cada una de sus infinitas dudas, reconocer sus gestos a la distancia, llorar escondida y a moco tendido cada una de sus penas e inseguridades y desvivirme todos los días por tratar de hacerles la vida más fácil sin ser evidente.
La Juanita y Santiago me han mostrado todo lo que no vi por mis propios ojos, me han hecho sentir todo lo que no sentí en carne propia, me han hecho amar como jamás pensé que podría hacerlo. Me han enseñado que ser mamá es vivir en una sorpresa constante, que se puede revivir la niñez, que las tradiciones familiares van a seguir encantando y que las mamás somos eternas incondicionales. También me han enseñado que la paciencia se agota, que a veces dan ganas de renunciar, pero sinceramente, al final, y sobre todo cuando las cosas en tu vida no andan bien, aprendí que nada ni nadie puede liquidarte al punto de no querer vivir más, porque desde que te conviertes en mamá que dejas de vivir solo por ti misma y comienzas la aventura de la vida en conjunto.
Gracias a ellos hoy me considero mucho más aterrizada, más segura, más independiente. He aprendido a improvisar, a ser transparente, a dejar de cumplir por cumplir, a tener prioridades concretas, a ser selectiva con mis amistades, a ser menos impredecible e impulsiva. Aprendí a jugar, a interpretar roles, a ser curiosa, a disfrutar las cosas simples y los detalles, a ser creativa, generosa y agradecida.
Si bien me hubiese gustado tenerlos unos años después, mi vida con hijos es mil veces mejor que mi vida sin ellos. La Juana y Santi son por lejos lo mejor que he hecho en mi vida, y si bien es cierto que no son míos, que son sólo prestados, yo sí soy total y completamente de ellos.