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Hace dos años perdí una amistad que, pensaba yo, iba a ser para siempre. Fue un golpe duro… sobre todo porque la relación se fue apagando de a poco. Hasta hoy me da pena pensar en el tema. Estos últimos meses, por ejemplo, habría sido muy bueno contar con su compañía y sus consejos. Pero no fue así. Y si me pongo a mirar el vaso medio lleno, me doy cuenta de que hace dos años (¿coincidencia?) apareció en mi camino una nueva y poderosa amistad, que me tiene hoy muy contento, entregado. Nos complementamos un montón. Nos apañamos y nos queremos. Pero ya no quiero pensar en que, ahora sí, esta amistad será para siempre. Sobre todo después de lo que me enteré…
Me puse a leer al respecto y encontré un estudio que realizó el sociólogo Gerald Mollenhorst. Según sus indagaciones, cada siete años las personas perdemos la mitad de los miembros de nuestra red de amigos. ¿Cómo llegó a ese dato? El científico realizó una encuesta a 1007 personas, con edades entre los 18 y los 65 años. Siete años más tarde, volvió a contactarlos, pero sólo 604 se manifestaron disponibles para ser nuevamente entrevistados. El cuestionario, obviamente, contenía preguntas sobre sus relaciones personales, cómo habían conocido a sus amigos y cómo era su relación con ellos.
La pregunta, entonces, se cae de madura: ¿las amistades tienen fecha de vencimiento? El investigador propone en sus conclusiones que si una amistad logra durar siete años, es posible que dure para siempre. ¿Y las demás, no son verdaderas amistades?, ¿son sólo relaciones de conveniencia mutua? ¡Qué frío sería pensar así!
Hagan el ejercicio, calculadora en mano: de sus mejores amigos, ¿a cuántos conocen desde hace más de siete años? Yo no sumo a más de diez. Sin abandonar del todo ese necesario idealismo que requieren las buenas amistades, creo que es sano ser objetivos al respecto y no convertir nuestras relaciones más incipientes en lo que algunos llaman BFF (bestfriendsforever)… simplemente porque es probable que no sea así. ¿Es algo malo? No.
La propia Real Academia de la Lengua, ante el desafío de definir la palabra AMISTAD, omite cualquier alusión a la duración de la misma: “Afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato”. Y en esto la RAE se anota un poroto, porque entrega una clave: las amistades se fortalecen (y por lo tanto perduran) con el trato. No existen los amigos de Facebook, los contactos de Whatsapp son sólo eso, contactos. Ya lo decía Aristóteles: “Algunos creen que para ser amigos basta con querer, como si para estar sano bastara con desear la salud”. Amigos son aquellos que veo, con los que carreteo, voy al cine, converso, llamo por teléfono para preguntarle su opinión. Un amigo es en quien confío, con quien no me enojo si me deja plantado, a quien puedo hacer bullying sin temor a ofender, quien me quiere “a pesar” de conocerme tan bien.
¿Y si una amistad, una buena amistad, dura dos años, o tres… o cinco? Genial. No hay problema con eso. Seguramente el contexto en el que nos conocimos y las circunstancias de nuestras vidas marcaron un punto de partida en la relación… pero eso no significa que debamos ser amigos hasta convertirnos en ancianos. Y ojo que no digo que las amistades sean desechables o útiles, sólo quiero “aterrizar” el concepto para que nos demos cuenta –revisando nuestras propias biografías- de que los amigos, como en un partido de fútbol, van entrando y saliendo de la cancha, según las necesidades del juego.
¿Existen los amigos para toda la vida? Sí. ¿Pueden ser todas nuestras amistades así de duraderas? No. El recambio es sano y bueno, porque nosotros mismos vamos cambiando. Al respecto les recomiendo leer la novela “La conquista del aire”, de la española Belén Gopegui (1998), donde se retrata la forma en que una buena amistad se desvanece por culpa del dinero y las envidias.
Sir Francis Bacon decía que “las amistades duplican las alegrías y dividen las angustias por la mitad”. Benjamin Franklin, por su parte, recomendaba: “Tómate tiempo en escoger un amigo, pero sé más lento aún en cambiarlo”. Y Cicerón se preguntaba: “¿Qué cosa más grande que tener a alguien con quien te atrevas a hablar como contigo mismo?”