Esta columna la escribo desde mi ignorancia. Desde la otra esquina del analista político, desde la vereda de una ciudadana más. Inspirada no en ideologías, sino en sentimientos.
Durante la campaña, mi sorpresa no estuvo en las omisiones de Bachelet, ni en las contradicciones del sueldo mínimo de Matthei. Tampoco en las acusaciones a Parisi o en los arrebatos de Claude. Todo eso, de alguna (lamentable) manera, ya no me llamaba la atención. Era como si los hubiera visto años atrás, pero con otras corbatas y otras carteras, desde otra tribuna y con menos micrófonos delante. El asunto era que ya los conocía. Que sabía cómo pensaban o lo que decían pensar. Había escuchado sus propuestas antes y, por bien o mal que me parecieran, las consideraba insuficientes o inviables. Sin ánimos de volverme un cliché, me había convertido en una decepcionada más del grueso de los políticos actuales.
En medio de ese mar predecible de discursos apareció una voz nueva. Su discurso no me sonaba repetido, ni manoseado, ni siquiera político. Ante todo pronóstico, me pareció escuchar a alguien que departía desde la verdad y que no había mayor ambición en ella que esa. Se trataba de Roxana Miranda, una mujer que hablaba del estómago. Una olla a presión, una carga eléctrica, una mujer "que nació ahogada". No había pudor en sus palabras. Dijo que pasó hambre, que pasa frío, que en su pasaje se arreglan los dientes con la gotita y que tiene un máster en economía al saber distribuir bien los bonos. No era una realidad nueva la que contaba, era una realidad ignorada en ese tipo de instancias. Era "la señora Juanita" de la que tanto hablaban en los debates, viniendo a reclamar que no le había llegado lo prometido. Ni a ella, ni a sus vecinas, ni a su población, ni a muchas otras. Era lo no-dicho, lo incómodo, lo ignorado, lo pasado a llevar, pero era la verdad. Y por ser la verdad dejó a todos callados. A todos.
No fueron sus propuestas las que me motivaron a escuchar qué tenía qué decir, si no su historia y desde dónde la contaba. Tenía un programa pobre, como ella misma se presentaba, como cuenta que era su padre, su abuelo y como prevé que serán sus hijos y nietos. Pero Roxana es distinta a sus antecesores. Su esfuerzo y sus ganas la llevaron a ser candidata presidencial, demostrando que la organización es clave para alcanzar los objetivos.
En la reciente elección se discutía si debieran llegar a la papeleta final, candidatos como Roxana Miranda, que no trabajaron con la misma seriedad y dedicación sus propuestas como otros candidatos. Yo digo: tienen que llegar. Si nuevamente ponemos trabas a los de equipos más pequeños, a los independientes, a los desconocidos, para evitar que lleguen a las instancias decisivas, no vamos a lograr avanzar. Al menos, no todos. Seremos lo que los mismos de siempre quieren que seamos. Dejaremos de pensar qué nos conviene. Tendríamos la respuesta antes de saber siquiera quiénes se postulan. La vitrina tiene que ser transparente e inclusiva. Nosotros, los votantes, tenemos el derecho a elegir; y para elegir, que haya diferentes opciones no es un problema. Esta elección fue un ejemplo de ello y se valoró como tal, no retrocedamos.
Era evidente que Roxana Miranda no iba a ser elegida Presidenta de la República. Podría suponerse que tampoco ella esperaba que el 50 + 1 la votara. Sólo quería que el pueblo, del que tanto se habla a la hora de proponer cambios estructurales y políticas públicas, tuviera el espacio para decir que está insatisfecho. Que no ha sido suficiente. Que están cansados, que es desesperanzador, que no puede ser que niños pasen hambre el 2013. ¿Su aspiración? Que la o el próximo candidato del pueblo, no sea novedad. Y creo que debiera ser la ambición de todos.
No dejemos de escuchar a las Roxanas, tienen algo que decir que desde la elite política no se escucha bien. No les quitemos ese espacio. Nos ayuda a todos en pensar a la hora de votar, por quién y sobre todo, para quién lo estamos haciendo.