Mi editor me pidió que fuera a un museo. Yo le dije que estaba loco, que yo no sabía nada de arte, pero no quiso escuchar mis razones. Así que nada que hacer, compré mis pasajes para Santiago y partí al Museo de Bellas Artes. Y debo reconocer que iba con miedo, porque no sabía mucho con qué me iba a encontrar. Es por eso que, luego de sobrevivir a la experiencia, decidí escribir esta guía: Un instructivo de cómo visitar un museo y vivir para contarlo.
A alguien entendido en arte le parecerá estúpido dedicar un capítulo completo a cómo entrar a un museo. Pero para mí, que no iba a un museo desde el colegio, enfrentarme a esta nueva experiencia era de verdad intimidante. Es que uno va al cine y sabe todo lo que hay que hacer, pero acá todo era nuevo para mí.
Lo primero que pensé al llegar y ver el edificio del museo, tan imponente y ceremonial, fue si iba vestido muy roñoso como para entrar. Tengo la idea de que no se puede ir al municipal con cualquier ropa (espero pronto comprobarlo para otra columna), y me pregunté si la cosa funcionaba igual para los museos. Luego de detenerme unos minutos a mirar las pintas de algunos estudiantes de arte que entraban, me di cuenta que mi polera con jeans no presentarían ningún problema.
Mi segundo temor fue de carácter monetario, andaba con súper poca plata en efectivo y no tenía la menor idea de cuánto podría costar la entrada. Grata fue mi sorpresa al enterarme que la entrada era muy barata ($600) y que permitía visitar todas las exposiciones del momento. Y encima, cuando quise ir a pagar el ticket, un guardia me dijo con firmeza que la caja estaba cerrada, pero que podía dar un aporte voluntario. Me lo dijo con tal decisión, que no me pareció tan voluntario, pero como estaba dispuesto a pagar la entrada, feliz eché unas monedas y entré.
Ya estaba dentro y parecía que había superado todas las barreras de entrada para el museo,cuando me di cuenta que aún no cumplía con el requisito principal. Se trataba de una ley implícita, pero que todos los asistentes parecían cumplir al pie de la letra: el poner cara cultural. Sí, es que en cuanto entré al hall del museo me di cuenta de que todos los asistentes tenían el mismo semblante: serio, con los párpados a media asta, dando la impresión de estar pensando cosas muy trascendentales. Y si ponías una mano en tu mentón y la otra empuñada en tu espalda, mejor aún. Todos se paseaban con la misma actitud, como si hubieran sido entrenados en qué cara poner para ir a un museo. Claramente no me hubieran echado fuera por poner otra cara, pero como yo no quería llamar la atención, puse la mejor cara cultural que pude y me mimeticé entre el público asistente.
Mis conclusiones para esta primera parte introductoria, es que efectivamente no hay grandes barreras prácticas que nos impidan ir a un museo:la entrada es muy barata y no existen requisitos sociales que haya que conocer con anticipación. Lo más intimidante con lo que te vas a encontrar es la actitud de la gente dentro del museo, pero si eres respetuoso del silencio, nadie te va a mirar feo.
Pero una vez adentro ¿con qué nos vamos a encontrar? Ese es un cuento totalmente distinto, que, por supuesto, merece un capítulo aparte.