Después de casi una década en el periodismo activo, un día simplemente dije “basta” y abandoné todo. Bueno, casi todo. No fue al estilo “Into the Wild” pero, guardando las proporciones, realicé una seguidilla de decisiones que apuntaban a un cambio brusco de rumbo, porque mi cuerpo y mi mente lo necesitaban. Aunque me encantaba mi pega en un conocido canal de televisión, las jornadas de 12 horas o más, me estaban matando, y si no ponía yo un freno, el universo se iba a encargar de eso, ya sea con una enfermedad intempestiva u otro remezón. Además, la rutina de prensa se estaba haciendo incompatible con mi vida literaria, la cual es, al principio y al final de todo, mi verdadera pasión. Así que ahorré por un buen tiempo, renuncié y me lancé a vivir. Suena cliché, pero es una buena manera de describirlo.
Podría detallarles una y mil acciones que he recobrado desde que dejé de trabajar tiempo completo (como dormir siesta o tomar desayuno, ¡hasta tener mascota!, cuestiones que no podía hacer hace años), pero quiero centrarme en una de las medidas que más me costó: desconectarme, no sólo de internet sino de la tecnología en general. Renunciar era indispensable para lograrlo… y aquí estoy. No me morí. No se acabó el mundo ni perdí a mis amigos ni me convertí en un ermitaño. Sí, apagué el celular, pero retomé mil lecturas atrasadas que podré recomendar a otros. Dejé el computador y empecé a salir más. Conocí gente nueva paseando a mi perro. Hago yoga 2 veces a la semana. A veces abro el ventanal de mi pieza y, simplemente, respiro, recordando con humor los días en que mi colon estallaba por cualquier cosa o cuando me di cuenta que pasé más de 2 años con un par de muebles en mi living.
Un artículo en The Huffington Post titulado “Las 11 cosas que gané cuando perdí mi Smartphone”, detalla varias actitudes o habilidades que se van “durmiendo” a medida que descansamos en todas las facilidades tech. Si somos realmente objetivos, hay muchas tareas que no requieren asistencia de ningún tipo (o al menos no es tan importante que la haya), y volver a realizarlas “a la antigua” es una verdadera liberación. Es hasta entretenido. Tomando algunas ideas de dicha columna más otras de mi cosecha, les propongo esta lista de medidas para dejar el botón en off durante 24 horas y ver qué pasa. ¿Se atreven?
No hacer nada. Así no más. Nada, o “nada” en el sentido productivo. Para una trabajólica en rehabilitación como yo, suena terrible. El día que decidí llevarlo a cabo reconozco que viví algunos síntomas de abstinencia… Descansar en pleno horario hábil, sabiendo que la gran mayoría del planeta está en sus oficinas, fue muy incómodo al comienzo, ¡me sentí culpable!, pero pronto te habitúas a las bajas revoluciones. Y “hacer nada” implica, obviamente, soltar el celular y el computador, olvidando el mail, Twitter y en qué nivel de Candy Crush ibas. Mira por la ventana, aprende punto cruz, camina por el Parque Forestal, date una vuelta por La Vega, alimenta a las palomas. Sin reírse.
Repensar lo que es “urgente”. Según un estudio de la Universidad de California, el 70% de los mails los leemos a los 6-15 segundos de haberlos recibido. Adicción y compulsión, que le llaman. La Fundación Americana del sueño, por su parte, asegura que el 72% de los jóvenes revisa su celular varias veces antes de dormir, y Harris Interactive ya advirtió que más de un 70% de las personas no se alejan de sus smartphones más de 1 metro y medio. Por si las moscas, por si me llaman por algo importante, por si recibo un mail con un cuantioso regalo de un jeque árabe. ¿En serio? Nada es tan urgente, olvidar el cel en la casa no es tan grave. Desarrollar el “desapego” les ayudará a relajarse y poner cada cosa en su sitio, en la prioridad que le corresponde. Yo no revisé mi mail por 2 días seguidos y sí, tenía cientos cuando regresé a verlo, pero como nada era de vida o muerte, más ganas me dieron de “olvidarlo” otro par de días más.
Simulacro de país sin luz. Esto me encantó hacerlo, ya que es tremendamente revelador de nuestra dependencia de la electricidad. Sólo dando algunos ejemplos, por 24 horas usé una tetera en lugar del hervidor, escoba en lugar de aspiradora, fósforos en lugar del chispero eléctrico para la cocina. Bajé y subí la escalera en lugar del ascensor (¡7 pisos!), desenchufé el televisor y PS3, dejé el iPod en el cajón y juro que quise reestrenar mi walkman amarillo, pero no lo encontré. Dejé, obviamente, el celular en mi casa, y llamé a una amiga desde un teléfono público. ¡Aún funcionan! Confieso, eso sí, que no fui capaz de hacer todo lo que debía. ¿Calentar agua en una olla para bañarme? Como diría una candidata: paso.
Ejercitar el GPS interno. Todo un desafío, sobre todo para quienes somos tan perdidos como el Teniente Bello. Chao google maps. Para encontrar alguna calle en especial o simplemente ubicarme en el espacio –yo nunca sé para donde está el norte o el sur. De terror.–, tuve que recurrir a unas viejas páginas amarillas o, más antiguo aún, ¡y más simple!: preguntarle a alguien. Redescubrí a los amables kiosqueros, quienes siempre saben donde está todo. También me ayudaron algunos Carabineros y, claro, esos grandes mapas a la salida de las estaciones de metro. ¿Los han usado? Siempre hay una primera vez.
Vivir el momento. De verdad. Si bien soy una alegre heavy user de varias apps y redes sociales, también soy capaz de reconocer que algunos límites han sido transgredidos en nuestras narices y pocos acusan recibo. En lugar de disfrutar nuestro plato de comida, perdemos 5 o más minutos buscando el mejor ángulo para instagramearlo. En vez de saltar y bailar en un concierto, nos quedamos quietos con el smartphone en alto para que el video se grabe bien. En lugar de conversar con tu compañero de almuerzo, tú o ambos están revisando sus mails o tweets (el ya conocido Phubbing). Hacer conscientes estas malas prácticas es el primer gran paso. Guardar o apagar el cel en estas instancias es difícil, lo sé, pero si lo logras en al menos 1 evento (salida a comer, feria, festival, etc), desde ahí todo es más fácil.
Volver al papel. Consigue una agenda y anota a mano todas tus reuniones del día. Desempolva las tarjetas de visita de tus colegas y déjalas a la vista en tu escritorio. Haz la lista del supermercado o el registro de tus cuentas mensuales con lápiz y papel, no con una app, incluidos los cálculos. Yo soy matada para las matemáticas, pero me obligué a hacer sumas y restas a pulso a fin del mes pasado. Con tan pocas neuronas preparadas para ese trabajo específico, no puedo dejar que mueran. La calculadora es útil, salvadora a veces, pero ejercitar la mental te hace sentir mejor persona. ¿O no? Como bonus, apréndete de memoria el número de celular de tu mamá o tu polola (¿quién se lo sabe, de verdad?). Para el terremoto, la comunicación móvil colapsó pero los fijos aún funcionaban. Ni siquiera tenía el cel cargado. Saber de memoria un par de números clave es vital en situaciones de emergencia.
De a poco he ido “conectándome” de nuevo, si bien jamás lo dejé 100%, pero tan pronto le tomas el gustito a la paz de la vida unplugged es más difícil regresar a la vorágine anterior. Pruébenlo alguna vez y analicen sus propias reacciones ante el desafío. Les aseguro que se sorprenderán, algunos para bien, otros con preocupación. Desconectarse y sentir que vuelves a estar en control de ti mismo, no tiene precio. Para todo lo demás hay tarjetas de crédito. ¡Pero prefiere el efectivo!