Cuando recién me lancé a buscar trabajo le tenía pánico a las entrevistas. Las odiaba. Me aterrorizaba la idea de ser analizado, evaluado y, posiblemente, rechazado. Todavía es algo que me pone nervioso y creo que es comprensible. Después de todo ¿qué es más terrible que el que te rechacen? ¿Qué es más doloroso que equivocarse, que fracasar, que caer de forma rotunda y estrepitosa?
El fantasma del fracaso se ha convertido en uno de los monstruos más aterradores de la modernidad, a un nivel que el sólo tenerlo cerca parece mucho más espantoso que lo que pueda hacernos. Pero, aunque no lo crean, es casi siempre inofensivo. Y como nuestra amada estupidez humana no tiene límites, dejamos que nos asuste igual. Pensémoslo con calma ¿Qué tiene de terrible, por ejemplo, una entrevista de trabajo? Hagamos un análisis detallado:
En el mejor de los casos, la entrevista nos abre una puerta para tomar un trabajo mejor que el que tenemos (o que no tenemos), con un sueldo más alto o un jefe menos insoportable. Y lo tomaremos sólo en el caso que realmente signifique una mejora para nuestra situación. ¡Genial!
Pero esa es la parte linda. ¿Y en el peor de los casos? Supongamos que das la entrevista más patética de la historia de la humanidad: Tartamudeas, transpiras, te contradices, se te salen varios improperios (y quizás algún gas), quiebras un vaso, tropiezas sobre la secretaria, se te raja el pantalón… pongámonos tan exagerados como queramos. Incluso en un caso así de extremo, lo peor que puede ocurrir es que quedes igual que al principio. Tal vez te sientas humillado por haber hecho el ridículo, pero habrá sido frente a un grupo de personas que probablemente nunca más verás. Y si de verdad tu desempeño fue catastrófico, llegando a niveles épicos, incluso tendrás una gran historia para contarle a tus amigos y reírte. Pero por sobre todo, habrás ganado una experiencia que te será útil para una futura entrevista. Entonces, si lo miras desde esa perspectiva, tienes una situación win / win (sin importar lo que pase, siempre sales ganando).
Claro, no todas las situaciones de fracaso son provechosas. Saltar en paracaídas cuando aún no sabes armarlo bien, seguramente no te pone en una situación win / win de aprendizaje. Pero en general la mayoría de los fracasos no terminan contigo formando parte de la pintura del pavimento. ¿Cuántas veces analizamos a conciencia qué tan terrible sería el peor de los casos? Mi impresión es que casi nunca. Normalmente nos dejamos amedrentar por una estatua horrible que no puede hacernos ningún daño real.
¿De dónde sale entonces esa profunda sensación de derrota que tanto nos duele? De que ponemos todas nuestras expectativas en el éxito, tanto que ya lo sentimos nuestro antes de comenzar. Entonces, cuando fracasamos, sentimos que perdemos ¡algo que nunca lo tuvimos! Y para no volver a sentirnos derrotados, terminamos encerrándonos en nuestras casas, evitando cualquier cambio que pueda representar un beneficio para nuestra vida, por temor a una derrota que, en la práctica, no tiene ninguna consecuencia real.
Desde que me di cuenta de esto, trato de ignorar mi temor y tomar riesgos calculados.
Pensar en qué es lo que tengo y sobre todo qué es lo peor que puede pasar. Y entonces intentarlo. Y si es necesario, fracasar. Porque los fracasos, incluso los dolorosos, cuando pasan suelen dejar grandes beneficios: nos ayudan a mirarnos con honestidad, a replantearnos las cosas, a conocer nuestros límites, a darnos cuenta que perder no es tan terrible y a debilitar ese orgullo cobarde que nos dice que en la vida es mejor no participar de un juego, con tal de no perder.
Quizás es tiempo de cambiar nuestra forma de pensar, dejar de castigarnos por los fracasos y comenzar a felicitarnos por los riesgos que tomamos, por nuestras caídas y por volver a levantarnos. Porque a fin de cuentas estamos aprendiendo con el mejor de los profesores, el único capaz de hacernos ver que somos más fuerte de lo que creemos.