*Esta nota fue originalmente publicada el 29 de noviembre de 2018. Hoy la destacamos para celebrar el Día Mundial del Juego.
En su tiempo, Nietzsche decía que “la madurez del hombre es haberse reencontrado, de grande, con la seriedad que de niño tenía al jugar”. Y si lo decía uno de los grandes filósofos y pensadores de la historia, será porque el juego es algo serio, y está lejos de ser “una cosa de niños/as”.
El juego es vital para que los niños crezcan, se desarrollen y aprendan. No es una actividad meramente recreativa, sino la base del bienestar y de la salud mental infantil. Si hay algo que debe preocuparnos, es cuando un niño deja de jugar. Lo orgánico en la niñez es estar de forma continua en #modojuego.
Eso que comenzó siendo tierra seca, se transforma en una torta de barro en segundos, luego se convierte en un restaurant, de clientes pasan a garzones y el juego va variando y cambiando, conduciendo a lugares insospechados, lugares que viven en la mente y la imaginación de nuestros hijos y que son una llave mágica para poder conocerlos en mayor profundidad.
De alguna forma, el juego es la invitación que los niños nos hacen para conocer su mundo más intimo, ese donde se expresa su visión de la realidad, sus alegrías, temores, sus deseos y su propia vida.
En el caso del juego, vale tanto la cantidad como la calidad. Esa famosa frase “de lo bueno poco”, no aplica cuando se trata de jugar. Según estudios internacionales realizados por Hartmut Wedekind, investigador alemán, a los siete años un niño debería haber acumulado aproximadamente 15.000 horas de juego.
¿Qué pasa en Chile? Según la docente e investigadora Ilia García, nuestros niños tienen un déficit de 6.000 horas de juego respecto de lo esperado para estos primeros siete años.
En total, los niños chilenos de esa edad, han pasado 8.760 horas jugando, pero dentro de esta cuenta también están las horas que pasaron frente a pantallas: videojuegos, tablet o celulares. Sin embargo, el juego libre debiese ser el protagonista.
Si en este mismo instante estuviéramos todos en una conferencia sobre el juego infantil, dictada por un experto o experta, y se les preguntara a padres, madres, familias y profesores si el juego es importante en la vida de un niño, ¿qué responderían? Probablemente se escucharía un “sí” rotundo. ¿Quién o quienes entonces quitan esas 6.000 horas de juego a los niños?
La respuesta estaría más cerca de lo que creemos. Probablemente nosotros mismos, los adultos. Sí, esos mismos que creen que jugar es “súper importante”, somos quienes tendemos a priorizar otras dimensiones del desarrollo. Principalmente, nos han hecho creer que la conquista del éxito académico (lo cognitivo), se logra en una zona más “grave”, que no incluye el juego. ¡Lo que es totalmente falso!
No es que seamos “malos”, sino más bien el juego ha perdido valor en la sociedad actual. Los adultos, sumergidos en nuestros mundos de cosas urgentes e importantes, de agendas apretadas, hemos perdido la capacidad de conectar con el juego. El juego no es sólo cosa de niños, su construcción depende también de nosotros. Es muy distinto llevar a un niño a la plaza para que juegue que ir y jugar con él.
Empiecen a observar cuántos momentos perdemos de jugar o relacionarnos lúdicamente con nuestros hijos e hijas. Si quieren, partan pensando en otras personas. Vayan a una sala de espera de cualquier clínica u hospital donde hayan niños y vean qué es lo que los papás o mamás hacen mientras esperan: ¡sí, el celularI!
Hagan el mismo ejercicio en las plazas, micros o autos… Usamos el celular como si nuestra presencia pudiera ser reemplazada. ¡Pero malas noticias! Nada se compara con la interacción humana cuando se trata del desarrollo infantil. Y el juego es básico para la construcción de vínculos afectivos a largo plazo. Si queremos poner normas que se cumplan, antes hay que jugar. Si queremos que nuestros hijos nos tengan confianza, hay que jugar. Si queremos que nuestros hijos nos prefieran a nosotros antes que a un televisor, hay que jugar.
Y no se trata de estar todo el día jugando… nadie tiene tanto tiempo para eso. Pero hay que ir desarrollando una actitud lúdica para relacionarnos con nuestros niños; invertir en nuestros hijos dando espacio al canto, deporte, cocinar juntos, bailar, contar historias, etc… Usar el tiempo que sí tenemos para ir construyendo un contexto de juego.
¿Qué queremos para nuestros hijos? Seguramente no hay familia que no esté de acuredo con esto: “que sea feliz, aprenda a estar tranquilo, que le vaya bien en la vida, tenga amigos, sea flexible, creativo, que sepa resolver los desafíos de la vida, se quiera a sí mismo y respete a los demás…”. ¡Uf! Difícil, ¿o no?
Bueno, el juego es sin duda el laboratorio natural para desarrollar cada uno de esos aprendizajes. Es el espacio de experimentación de niños y niñas, que les permite llevar un pedacito del mundo a sus vidas y practicar. Y lo mejor de todo, en el juego están más que permitidos los errores y equivocaciones, cosas que en la vida real tienen consecuencias reales.
Cuando nuestros hijos juegan, secretan una serie de neuroquímicos que son esenciales para la construcción del aprendizaje y el bienestar. La dopamina es un motor para la activación del cuerpo hacia la acción, la serotonina es crucial para regular la ansiedad y el control del estado de ánimo, la acetilcolina favorece estados de atención, concentración y memoria, y por último las endorfinas, más conocidas como los neurotransmisores de la felicidad, otorgan esa sensación de placer y bienestar.
Esta pócima mágica, es el hechizo perfecto para que niños y niñas crezcan sanos. Nunca he escuchado a un pediatra, por ejemplo, recetar más horas de juego libre, pero podría llegar a ser muy necesario cuando pensamos que nuestros niños chilenos tienen tal deficit de expresión lúdica en sus vidas. Más cuando lo vinculamos a los altos índices de problemas de salud mental infantil, obesidad y tasas de suicidio en adolescentes.
Uno de los ejercicios que hemos ido desarrollando en la Fundación Ideas para la Infancia cuando trabajamos con familias, es el tener que re-encantar a los adultos con su capacidad o actitud lúdica. Para esto, asumimos el desafío de navegar hacia los espacios escondidos de la memoria de los papás y mamás para reactivar el amor por el juego… ¡Y muchas veces ayudarles a aprender a jugar!
Ante todo, es importante que nos comprometamos a permitir el juego libre… dejar el control, el juego dirigido desde el adulto, el protagonismo del juego pedagógico, tan estructurado y normado por nosotros, para permitir que en este espacio nuestros hijos sean el centro.
Hay que dejar que la torta de barro sea un exquisito pastel de chocolate, no dotar al pastel de la realidad del mundo adulto, en donde lo único que vemos es la ficción de un pastel que no es más que tierra mojada con un alto potencial de dejar manchas y ensuciar la casa.
Puede sonar “muy de psicóloga” pero es cierto: en cada adulto habita un niño o niña que tiene una historia de alegrías y carencias. El potencial de juego también yace ahí.
Me he dedicado a preguntar a los adultos respecto a sus juegos de niños, y no hay instancia en que esta pregunta no me haya devuelto al menos una sonrisa. Hablan de libertad, de sus amigos, de estar al aire libre, de volantines, de los pasajes y los vecinos, de sentir que no había tiempo, de paseos eternos en bicicleta, de los muchos colores que adornaban la vida…
Revalorar el juego parte por nosotros, las generaciones más viejas. Tenemos que entender que el juego suma y multiplica posibilidades a la vida familiar.
En palabras de la gran Isabel Bencke: “Perder el tiempo jugando es lo más eficiente para el aprendizaje del ser humano”.