El camino de la pre-adolescencia y de la adolescencia tienen una tónica común, “cambia todo cambia” diría Mercedes Sosa. Cambian los intereses, los gustos, los amigos, la forma de pensar, las emociones vacilan y por sobre todo cambian nuestros cuerpos.
La mayoría de estas transformaciones se hacen evidentes desde una perspectiva biológica y fisiológica, pues la anatomía del cuerpo cambia en esta etapa de la vida; desde el peso y la talla hasta un nivel piscológico, emocional y sexual.
La adolescencia trae consigo una especie de “segundo nacimiento” que implica la salida del mundo familiar hacia el mundo social, generándose nuevas conquistas personales, pero al mismo tiempo con algunas inseguridades básicas que se activan desde la ilusión de ser aceptados, reconocidos y “vistos” ya no como niños, sino cómo jóvenes.
¿Cómo hacer de todo este complejo proceso de aceptación algo más llevadero?
Según la Organización Mundial de la Salud, la adolescencia se divide en dos periodos: el primero entre los 10 y los 14 años, y el segundo entre los 15 y los 19; así el concepto de juventud se sitúa entre los dos periodos, es decir, entre los 10 y los 19 años.
Ser adolescente no es tarea fácil, sólo basta recordar la propia adolescencia para entender el cómo cosas que hoy en la vida adulta no tendrían demasiada importancia, en esa etapa de la vida resultan ser imprescindibles para definir nuestra identidad. Cada adolescente es único e irrepetible y ahí radica su particularidad, sin embargo, qué difícil hacer valer esto en una etapa de la vida donde queremos pertenecer y ser parte de la colectividad. Si se lleva el pelo de color, pues queremos experimentarlo; si se usa andar en skate, queremos ser parte de eso; si se escucha reggaetón, nos interesa conocerlo y forjar una opinión al respecto.
La adolescencia es la etapa donde necesitamos formar parte de algo mayor a nosotros mismos y pertenecer, siendo esta pertenencia clave en el desarrollo de nuestra identidad.
Uno de los cambios que se dan en esta etapa y que resulta ser evidente a los ojos de todos a nuestro alrededor, es el cambio que se produce en nuestro cuerpo. De alguna forma nos despedimos del cuerpo infantil en el que habitó nuestra alma de niños y pasamos a habitar un cuerpo desarrollado, con más curvas en el caso de las mujeres, más grande y peludo en el caso de los hombres. Transitamos de un cuerpo a otro, que al irse desarrollando y cambiando va renovando nuestra imagen personal.
Para crecer y desarrollarse de forma sana emocionalmente, todo adolescente necesita ser acompañado y contenido en este proceso. Esa compañía es básica para forjar una autoestima positiva que les ayude a confiar en sí mismos, a quererse y aceptarse más allá de los cambios que han irrumpido y que sin duda los hacen sentir diferentes. ¿Y qué es la autoestima?
La autoestima es esa idea o imagen que nos construimos respecto de nosotros mismos y que se desarrolla en función de nuestra historia personal y de cómo nos hemos sentido evolutivamente tanto a nivel social como individual.
Es crucial en el desarrollo de una autoestima positiva el papel que han jugado padres y madres desde la infancia hasta la etapa de la adolescencia. Ellos han sido el espejo a partir del cual se desarrolla este niño para convertirse en un adolecente. Sus creencias e ideas del mundo y de sí mismo, han sido internalizadas a partir de lo que sus padres le dijeron. Ahí la importancia de evitar las críticas constantes, devaluaciones o bien el poner etiquetas a los hijos. Ya que a mayor cantidad de veces que un niño o niña escuche, por ejemplo, que es flojo, más lugar le damos a que termine convenciéndose de que eso es realidad, llevándolo a comportarse de la misma manera. Tal cual la teoría de la profecía autocumplida.
Para entender un poco mejor, es importante destacar tres componentes que influye en la creación de esta autoimagen:
1. Lo que pienso de mí mismo y lo que creo que piensan los demás.
2. Lo que siento de mí mismo y cómo siento que me perciben los demás.
3. Lo que hago y cómo esto es más o menos reconocido en el mundo en que nos movemos.
En la adolescencia, estos elementos se tensionan generándose algunas ambivalencias entre lo que se piensa, siente y respecto de cómo se actúa. Es en esta etapa de la vida en que nuestros hijos comienzan a cuestionárselo todo, partiendo muchas veces por cuestionarse a sí mismos y las decisiones de sus padres, debatiendo las normas, sus sentimientos, al mundo y su forma de operar y si… también cuestionar sus cuerpos; su imagen corporal.
Qué pasaría si nos tocara enfrentarnos a frases como: “no me gusta mi cuerpo”, “me carga mi nariz”, “¡odio mis piernas!”, “por qué soy así…”. Sin duda cuando nuestros hijos verbalizan el no sentirse satisfechos con quienes son y particularmente el no sentirse “bonitos”, nos duele y nos preocupa, pero resulta ser el momento en que debemos estar para ayudarlos a normalizar esa mirada crítica que emerge y que tensa el desarrollo de su propia aceptación.
Este es un tema cada vez más frecuente. Nuestros hijos crecen rodeados de estereotipos que se alejan de la realidad, bombardeados de imágenes publicitarias que irradian un estándar de perfección que los lleva a creer que la normalidad y lo frecuente es el modelo publicitario, de la televisión o el cine. De alguna forma, nosotros les decimos que son personas preciosas y que tienen cualidades únicas, pero al mirar hacia afuera el mundo los está convenciendo de otra cosa.
Cada vez más jóvenes resultan estar en desacuerdo con su imagen corporal, valorándose negativamente. Una encuesta realizada el año 2016 en Chile, afirmó que una de cada dos niñas siente presión por su imagen física, y casi el 40% de las encuestadas entre los 10 y los 17 años, dijo haber dejado de hacer algo que le gustaba por no sentirse segura de cómo se ve físicamente: no fue a la playa, no tomo algún cargo en su colegio o no participó de alguna junta de amigos.
A partir del mismo estudio, se señala cómo la satisfacción con la apariencia física va decayendo en la medida en que las niñas van creciendo: mientras las niñas de 10 a 12 años tienen un 52% de aceptación, las de 13 a 15 presentan una baja, pues tienen un 35%, quedando un 65% que no estaría satisfecha con su apariencia física o imagen corporal. ¿Qué rol jugamos los adultos en este proceso?
No es novedad que una buena autoestima es clave para forjar el propio autocuidado y la satisfacción de la propia imagen corporal. Respecto de esto, los jóvenes que tienen referentes estables en sus vidas, tienen mayor propensión a seguir modelos positivos y adoptarlos en su propio desarrollo, cuentan con mayor seguridad y más confianza en sí mismos. Nuestro rol es ser uno de esos modelos y enseñar autoestima desde nuestras prácticas parentales, heredando a nuestros hijos la construcción de su propio reconocimiento.
Estos son algunos consejos:
¡Ser consistentes!: de nada sirve decirles a nuestras hijas o hijos que son lindos, si nosotros cada vez que nos miramos al espejo nos decimos lo contrario. De nada sirve decirles a nuestros hijos que son inteligentes, si por nuestra parte nos devaluamos constantemente. Ellos escuchan y de lo que perciben, van forjando su propia idea de sí mismos.
Reconocer sus recursos: más que centrase en las dificultades que han traído los cambios en esta etapa, la invitación es a centrarse en cómo esos cambios nos muestran nuevos recursos de nuestros hijos. Es fundamental desde nuestro rol detectar sus fortalezas y reflejárselas para que ellos puedan irlas reconociendo para integrarlas como propias. Así conocerse y gestionar sus propios talentos, más allá de su imagen física.
Escucharlos: los adolescentes pueden ser esquivos a conversar, pero tienen mucho que decir. El escuchar es la invitación a ponerse en el lugar de nuestros hijos, dejar de dar instrucciones y hablar de su futuro y conectarnos con lo que tienen que decirnos hoy, lo que los divierte, los preocupa y lo que sienten. Conectarnos con sus gustos, su música y sus amigos, es una forma de entrar en su mundo y que ellos sientan que estamos involucrados desde la aceptación. Sólo conociéndolos podremos mostrarles quienes son y ayudarlos a gustarse a sí mismos.
Darles espacio para explorar: todo adolescente necesita sentir que hace nuevas conquistas y que tiene logros, para eso necesitamos darles nuestra confianza y ayudarlos a salir al mundo, aunque pueda darnos temor como padres. Salir afuera y necesitar estar con personas ajenas a la familia, es lo normal en esta etapa, querer descubrir el mundo con ojos de “grande” y ya no desde el juego infantil de cuando eran niños. Este espacio debe ser mediado por la enseñanza del autocuidado y evaluarlo en función de la adquisición de límites personales.
Expresar y verbalizar el afecto: no cansarse nunca de decirles que los queremos y que son importantes para nosotros. Algo pasa con los padres en la adolescencia que tienden a dejar de expresar abiertamente el amor por sus hijos. Es como si automáticamente el aspecto formativo cobrara tanta relevancia -el colegio, las notas, la responsabilidad y la autonomía- que el espacio para forjar vínculos cercanos y amorosos pasara a segundo plano. Para un adolescente, el amor de sus padres sigue siendo lo más importante en su desarrollo.
Si nuestros hijos se sienten aceptados y queridos por nosotros, tendrán una parte importante del camino avanzado. Como padres tenemos que tener claro que no existen hijos o hijas ideales, sino reales. ¡No caigamos en buscar la perfección cuando lo que queremos es heredarles su propia aceptación!