A principio de este año, se estuvo discutiendo en EE.UU. acerca de la salud mental del presidente Donald Trump y sobre su capacidad para gobernar, pero no es el primero ni será probablemente el último gobernante cuya sanidad mental se pone en entredicho; a lista es efectivamente larga.
Quizás varios de nosotros no necesitamos que una comisión de psiquiatras haga una evaluación profesional para pensar que Trump, como comandante en jefe de EE.UU., puede ser un peligro real. De hecho, el Reloj del Apocalipsis -que NO es una banda de heavy metal, sino un reloj simbólico que marca lo cerca que se encuentra la humanidad de su fin- está ahora muy cerca de las 12 de la noche (la fecha que indica el apocalipsis).
Acá les tenemos a tres gobernantes con problemas mentales serios. Al lado de ellos, Trump es la cordura personificada.
Nuestro primer gobernante es Justino II (520-578), emperador bizantino de la segunda mitad del siglo VI. Justino partió su reinado con bastante sensatez y determinado a pagar las deudas contraídas por sus antecesores, que tenían las arcas imperiales casi vacías. El problema es que le salió el tiro por la culata con una de las primeras medidas que tomó para esto: dejar de pagarle a los varios enemigos del imperio para mantener la paz.
Claro, este medio de mantener la tregua había funcionado cuando el imperio era rico, pero hace un buen rato que no les daba para entrar en el ranking Forbes y, como resultado, Justino terminó por perder una buena parte de los territorios del imperio. Y parece que con esto al pobre Justino se le soltó un tornillo.
Hay que decir, eso sí, que gran parte de lo que sabemos de su locura viene de Juan de Éfeso, quien no tenía mucho cariño al emperador porque había sido perseguido por motivos religiosos. Pero según su relato, Justino habría desarrollado primero, al más puro estilo Luis Suárez, una afición por morder a sus sirvientes y los rumores decían que incluso se había comido a dos de ellos. Después habría tenido alucinaciones y escuchado voces, por lo que corría a esconderse debajo de la cama, tapándose la cabeza con almohadas para no oírlas. Con este fin pedía también que hubiera constantemente música sonando en el palacio. Además, a veces le bajaba por ponerse a aullar como animal y a tratar de tirarse por las ventanas, por lo que su mujer, la emperadora Sofía, mandó a tapiarlas para evitar cosas como que el emperador tratara de comprobar si podía volar.
En la desesperación de sus sirvientes, probablemente cansados de que les llegaran mordiscos cada vez que trataban de agarrarlo para que no se matara, estos desarrollaron la solución más notable del mundo mundial: un trono con ruedas con el que lo empujaban alrededor del palacio –sí, tal como uno haría carrera en los carros del supermercado– que lo mantenía feliz y distraído con la velocidad. Obvio que este no es el hombre que uno quiere a la cabeza de uno de los imperios más grandes de la historia. #NOT
El sobrenombre claramente lo dice todo. Pero para Carlos VI (1368-1422), las cosas habían partido bastante bien, tanto que su primer sobrenombre era harto más buena onda: Carlos “el Bienamado”. Pero no pasó mucho tiempo antes de que Carlos empezara a deschavetarse.
El primer episodio de locura vino un verano, cuando Carlos se encontraba en el noroeste de Francia con un grupo de sus caballeros. Todo se habría gatillado luego de que un hombre saliera de en medio del bosque y se le acercara corriendo a su caballo, gritando que lo iban a traicionar. Cuando reanudaron la marcha, el ruido hecho por un paje al que se la cayó una lanza al suelo, habría sido como el chasquido de dedos de Tony Kamo, porque inmediatamente el rey se lanzó a atacar a sus hombres, matando a cuatro de ellos antes de que lo pudieran contener.
Después de eso quedó catatónico, por lo que sus caballeros tuvieron que llevárselo de vuelta a París en una carreta y estuvo dos días en coma. Desde ahí en adelante, todo iría en declive para el pobre Carlos, con brotes de locura cada vez peores. El siguiente vendría luego de un baile de máscaras organizado por la reina, Isabel de Baviera, que pasó a ser conocido como el “Baile de los Ardientes”.
Le Bal des Ardents, via Wikimedia Commons. |
En medio de la fiesta, Carlos con otros nobles se disfrazaron de hombres salvajes, con unos trajes hechos de lino y resina, es decir, material altamente inflamable, algo que claramente no habría sido aprobado por la Mutual de Seguridad. Y pasó lo que era esperable que pasara: los hombres disfrazados prendieron fuego con una antorcha y murieron quemados cuatro del grupo. El rey se salvó, pero después de eso se le terminaron de “escapar las cabras al monte”.
Carlos comenzó a tener periodos de amnesia temporal, en los que olvidaba su nombre –a veces pensaba que se llamaba Jorge– y dejaba de reconocer a su familia, o corría por el castillo gritando y aullando. Como si no fuera suficiente, Carlos también comenzó pensar que estaba hecho de vidrio y que podía quebrarse en cualquier momento, aunque no era el único. Como solución, se escondía en los closets del palacio, o se envolvía en varias mantas y pasaba horas sin moverse, y hasta pidió que le cosieran barras de fierro a la ropa para, ya saben, evitar quebrarse.
Como se podrán hacer la idea por su sobrenombre, Vlad III de Valaquia (1428/31-1476/7) o Vlad Dracula –sí, el verdadero Conde Drácula en el que se inspiró Bram Stoker– no tiene una biografía particularmente family friendly. Si bien Vlad no “peinaba la muñeca” como Justino II o Carlos VI, su sadismo hace que Ramsay Bolton sea un ser angélico en comparación. Las historias sobre la brutalidad de sus castigos comenzaron a circular contemporáneamente en Occidente, pero hay que tomar en cuenta que varias fueron especialmente exageradas por sus enemigos.
Entre las más famosas, se cuenta que cuando un grupo de mensajeros turcos se negaron a quitarse sus turbantes al presentarse ante él -por ser parte sus costumbres religiosas- Vlad habría mandado a clavarles los turbantes a la cabeza, para que así no tuvieran que quitárselos nunca más. Según un cronista turco, Vlad habría cercado la fortaleza en la que vivía con filas de enemigos empalados, mientras que del bosque que la rodeaba colgaban personas de las ramas de los árboles.
Vlad Tepes, via Wikimedia Commons. |
Así también, Laonikos Chalkokondyles, cronista griego que narró la caída de Constantinopla frente a los Turcos Otomanos en 1453, contaba que cuando el Sultán Mehmed II fue hasta Târgoviște, capital de Valaquia, a vengarse de Vlad –quien no solo se había negado a pagarle tributo, sino que también había matado y empalado a los oficiales enviados por Mehmed a hacer el cobro en persona– se sorprendió de encontrar las puertas de la ciudad abiertas de par en par y completamente desierta.
La sorpresa venía después: como regalo de bienvenida, Vlad le había dejado a Mehmed un bosque de estacas con 20 mil Otomanos empalados. Ante este paisaje digno de los Oscar Gore, Mehmed, comprensiblemente, agarró sus cosas y se volvió a Turquía, pero no sin alabar a un gobernante que era capaz de ejercer el poder de manera, digamos, tan eficaz. El mismo Vlad le habría contado al rey de Hungría en una carta en la que le pedía apoyo militar, cómo había matado decenas de miles de personas y, para no alardear sin pruebas, habría acompañado la correspondencia con “muestras” ad hoc, como cabezas, narices y orejas cortadas. Un lindo toque personal.
Es cierto que, lamentablemente, no hemos logrado librarnos del todo de gobernantes crueles o sádicos –el siglo XX tiene de sobra– pero al menos en una buena parte del mundo es bastante más difícil llegar y mantenerse en el poder estando totalmente majareta. Igual hay que reconocer que varios de nosotros estaríamos felices con un trono con ruedas para jugar a los autitos chocadores en la pega. Ya saben qué pedir la próxima vez que Recursos Humanos ande buscando ideas para mejorar el ambiente laboral.