Hay muchas cosas que hoy damos por sentado que antiguamente eran lujos inimaginables. Es cosa de mirar a nuestro refrigerador, un producto omnipresente en cualquier hogar, y pensar en qué haríamos si no existiera.
El oficio de nevero o hielero, personas que transportaban estos productos a ciudades para su consumo, cuentan con un larguísimo antecedente histórico. Ya sea en el Imperio Romano, en culturas andinas o en la Edad Moderna, muchas sociedades contaban con estructuras y personas especializadas para esta actividad que era vital para la conservación de alimentos de las familias más ricas. Hielo y nieve podían costar incluso más que un buen vino.
Pero no podemos hablar propiamente de un negocio hasta la llegada de un personaje que revolucionó y masificó el improbable comercio de este producto. No solo innovó para su traslado a los lugares más calientes del mundo, sino que también agilizó y estandarizó su extracción hasta el punto de convertido en un producto de consumo usual, muy distinto al extremo lujo que representaba en tiempos anteriores.
Pero todo comenzó con una sociedad de comerciantes que encontraron de lo más cómico a este hombre que quería vender agua congelada, y con un cargamento que terminó deshaciéndose inevitablemente bajo el sol del caribe.
La información, citas y cifras fueron obtenidas del libro The Frozen Water Trade: A True Story de Gavin Weightman.
Frederic Tudor nació en Boston, Estados Unidos, en 1783. Su familia era relativamente acomodada y poseía, además de una casa en la ciudad, un terreno de unas 40 hectáreas en las afueras, donde pasaban los calurosos veranos de la costa este.
Era allí donde poseían una bodega construida de materiales aislantes que almacenaba grandes bloques de hielo todo el año, extraídos de un estanque del terreno en invierno. Comer helados era uno de los lujos que la familia podía darse en pleno verano.
A los 17 años, en un viaje a la Cuba española, Frederic se acordaría de lo afortunados que eran. Bajo una insolación constante y el acoso de mosquitos, el joven se hartaría del clima y volvería a Boston con los primeros esbozos de una idea: ¿no sería agradable disfrutar de bebidas heladas y otras delicadeces en esos climas tan tropicales?
Pocos años después, en 1806, Tudor se embarcó en una aventura que lucía ridícula a todas luces: llevar hielo de su granja al Caribe. “La idea fue considerada tan absolutamente absurda por los sobrios comerciantes, como si fuera el vagar de un cerebro desordenado”, escribió su cuñado en sus memorias.
Primero tuvo lugar el papeleo con las autoridades francesas, ya que el comerciante pensaba hacer su primera venta en la isla de Martinica. Cuando se le preguntó a Tudor y sus asociados cómo se realizaría la venta de hielo, estos no quisieron dar la incómoda respuesta (que no tenían idea) y lo solucionaron con un soborno de dos monedas de oro.
Transportó en carreta grandes bloques de hielo de su granja y los almacenó bajo una capa de heno. Tudor tuvo incluso que comprar un barco, bautizado como Favorite, ya que ninguna compañía naviera quería arriesgarse a llevar una carga que podría desaparecer en medio del viaje.
El 13 de abril, Favorite zarpó del puerto de Boston. Un diario local escribió: “No es broma. Un barco con un cargamento de 80 toneladas de hielo parte hacia Martinica”.
Una postal de Martinica del siglo XIX. Fuente: Pennymead
El 5 de marzo llegó a la isla con un cargamento que pensaba vender por un total de $10.000 dólares de entonces (unos 96 millones CLP ajustados a la inflación). Recordemos que el hielo era un objeto de lujo y nunca había sido llevado a zonas tropicales.
Había, eso sí, un problema: no tenía dónde almacenarlo. Las personas responsables de hallarle un lugar apropiado para el hielo fallaron en su tarea y se vio obligado a vender desde el mismo barco. En sus primeros dos días, vendió $50 dólares (500 mil CLP ajustados) a familias pudientes de Martinica.
Además del derretimiento progresivo de su valiosa carga, Tudor se enfrentó a la ignorancia de sus clientes. Los franceses locales no tenían idea qué hacer con el hielo ni cómo mantenerlo.
Pese a las instrucciones de conservación que impartía, el comerciante tenía que lidiar con clientes que, básicamente, se quejaban de la inevitabilidad del proceso físico.
“Uno lo lleva por las calles hasta su casa bajo el sol del mediodía, lo pone en un plato frente a su puerta y luego se queja de que il fond (francés para ‘se derrite’). Otro lo pone en una bañera con agua y un tercero, como para llegar el clímax, ¡lo pone en su sal!”, escribió en una carta.
Una pequeña victoria sí tuvo, cuando convenció al dueño de un prestigioso local de comidas de que comprara hielo para hacer helados, los primeros jamás consumidos en la isla. Tudor escribe que, en la primera noche, se vendieron $300 dólares de estos lujosos postres.
Hacia finales de marzo, su hielo se había derretido y lo dejaban con pérdidas de $2.000 dólares. Sin embargo, cuando volvió a Nueva Inglaterra varios meses después, Tudor seguía convencido que un suministro regular de hielo sería irresistible para los pudientes habitantes del trópico y del caluroso sur de Estados Unidos y un negocio muy lucrativo. Solo hacía falta que lo probaran una vez.
El joven Tudor pasó los años siguientes haciendo pequeñas incursiones en el Caribe un par de veces al año y experimentando mucho. Clave era la construcción de almacenes especiales para el hielo en los lugares de destino, como también el material aislante con el que se cubrían los bloques de hielo en su traslado.
En 1816, llegó a la construcción ideal. Se trataba de una construcción de madera con capas de aislación de aserrín y turba. A diferencia de las antiguas bodegas para hielo que eran de materiales más costosos y debían ser construidas parcialmente enterradas, la versión de Tudor era baratísima de construir ya que utilizaba, básicamente, los desechos de otras industrias. El primer modelo que construyó en La Habana se convertiría en blueprint de bodegas de hielo que comenzaría a usarse por todo el mundo.
Ruinas de una antigua bodega de hielo. Una similar debió haber tenido Tudor en la granja de su niñez.
Hasta la década de 1820, el negocio del hielo se mantuvo a flote solo gracias a la porfía de Tudor (quien, por cierto, vivió constantemente acosado por deudas) y ciertas condiciones beneficiosas. Por entonces algunos comerciantes sí aceptaban llevar su hielo y el costo del transporte no era muy alto dado que los barcos de Boston normalmente viajaban sin carga hasta el Caribe. El “producto” de Tudor se convirtió, de pronto, en un inesperado ingreso extra para los dueños de las naves.
En los años siguientes, Tudor consolidó su negocio en el sur de su propio país, donde también innovó con una especie de mini bodega portátil de hielo o refrigerador primitivo, dependiendo de cómo se mire. La gente más adinerada podía comprarla y utilizarla para enfriar sus bebidas o incluso preservar sus frutas dentro.
Pero la gran razón del boom del hielo se debió a un invento que facilitó no su conservación, sino su extracción. El proceso para cortar hielo era lento y una de las causas que limitaba el potencial de la industria. Nathaniel Wyeth, capataz de una de las agencias suministradoras de hielo de Tudor, inventó el ice-plough (arado de hielo) en 1825.
Fuente: University of Alberta
Con la ayuda de un par de caballos, este afilado arado podía marcar con exactitud los cuadrados de hielos a extraer, reduciendo el tiempo de extracción considerablemente lo que conllevó a abaratar el costo del producto. Este y otros artilugios desarrollados por Wyeth fueron adaptados rápidamente e hizo posible el comercio masivo de hielo en Estados Unidos. Para finales de la década, el hielo ya era utilizado por muchos lecheros y carniceros para conservar sus productos.
Sin embargo, la intensa competencia de una ola de competidores, los inviernos impredecibles que no lograban congelar lo suficiente las aguas y el atractivo nuevo negocio del café comenzaron a alejar a Tudor y su socio Wyeth del negocio del hielo. En mayo de 1832, el comerciante escribió en su diario que el próximo cargamento de hielo que enviara sería posiblemente el último.
Pero al año siguiente, Tudor recibió una oferta (voz de El Padrino) que no podría rechazar.
En 1833, Samuel Austin, comerciante de Boston, le ofreció a Tudor ser parte de una empresa conjunta para llevar hielo a la India. El flujo de barcos hacia puertos como Calcuta, Madrás y Bombay era constante y las compañías navieras estarían contentas de llevar algo de carga, ya que normalmente viajaban vacías en el viaje de ida.
El 12 de mayo partió el primer cargamento hacia Calcuta, donde se esperaba llegar con al menos 120 toneladas de hielo 4 meses después.
Al igual que los empresarios bostonianos décadas antes, los medios británicos de la ciudad india levantaron ceja y media cuando se enteraron de un cargamento de hielo entrando por el río Ganges el 6 de septiembre.
Un diario local escribió: “Los Yankees son tan inventivos y tan aficionados a reírse a expensas del viejo país, que tuvimos algunas dudas de la realidad del congelado manifiesto de Brother Jonathan (personificación usada para referirse a Nueva Inglaterra, nombre de la región noreste de EEUU)”.
Pese a las sospechas de que les estaban tomando el pelo, la población local se rindió frente al lujo de tener por primera vez hielo y a buen precio. Diarios locales hablaron de los múltiples usos del producto, apto no solo para disfrutar de bebidas heladas y helado, sino también para bajar fiebres y conservar alimentos.
Ilustración de hombres cortando bloques de hielo y cargándolos en carretas. Créditos: Harper's Weekly
Un diario local incluso argumentó que el hielo de Boston debía estar exento de impuestos para que pudiera arribar a puerto rápidamente, y la Junta de Aduanas reaccionó dándole la razón. Tal fue la estima de los británicos por quienes llevaron el hielo a su ciudad, que incluso los compararon con otros “grandes benefactores de la humanidad”, como quien importó la papa a Europa.
En la década siguiente el negocio explotó, haciendo Tudor envíos regulares a la India británica, el Caribe, varias localidades de Estados Unidos, China, Brasil, Indonesia e Inglaterra. En 1847 el comerciante enviaba más de 50.000 toneladas. Dos años después finalmente pagaba todas sus deudas de negocios fallidos previos, que totalizaban casi $300.000 dólares.
Un dato curioso. Por estos años Tudor había extendido sus operaciones de extracción de hielo a Walden Pond, lago donde se hallaba una cabaña que albergó durante varios años al escritor y filósofo Henry David Thoreau.
Thoreau fue testigo de muchas de estas operaciones, y en su obra se encuentran varios comentarios sobre lo absurdo que encontraba este negocio y observaciones como esta: “¿Por qué es que un balde con agua pronto se pudre, pero congelada permanece dulce para siempre?”.
Aunque en sus últimos años Tudor pasó a convertirse en un empresario entre varios que luchaban por el comercio del producto, su fama y reconocimiento le mereció el apodo Rey del Hielo, originado entre sus agradecidos clientes de la India.
En 1859, ya bien entrado en su vejez, Tudor dejó el negocio y pasó, dicen, los años más felices de su vida desde su niñez en la granja de sus padres. Compró varias hectáreas cerca de Boston y creó un parque de diversiones para los locales, con pabellón de helados, lugares de picnic, casas del terror para los niños, casitas de té, tiro al blanco y salón de baile. No era un negocio rentable, sino un simple gusto que se daba entreteniendo a la gente.
Frederic Tudor falleció en 1864 a los 80 años, dejando 6 hijos y una esposa quien heredó su empresa valorada en más de 10 millones de dólares actuales.
El negocio que creó de la nada y por el que tanto lo ridiculizaron sobrevivió por mucho. El tráfico de hielo aumentó cada año hasta la primera década del siglo XX, cuando comenzó a introducirse lentamente el refrigerador doméstico.