Soy músico y soy hombre. Quería aclarar eso antes de comenzar esta columna.
Históricamente, en la industria musical ha predominado la presencia masculina entre sus artistas. Sin ir más lejos: en el próximo festival Lollapalooza, tan solo en el primer día, actuarán más de 120 hombres… y apenas 15 mujeres.
No hay duda: las mujeres que se dedican a la música son minoría en un mundo de hombres. Y si la empresa de dedicarse a la música ya es en sí misma difícil, para cualquiera y en cualquier parte del mundo, la cosa se vuelve aun más compleja cuando se es mujer y se deben enfrentar una serie de barreras culturales y sociales de las que músicos, empresarios y también el público (sí, todos nosotros) somos responsables.
A lo largo de los años, la industria musical ha asignado a las mujeres un constante rol secundario en la escena. Lejos de los puestos de liderazgo en la industria, las mujeres que se aventuran en la música deben enfrentarse a una serie de estereotipos y limitaciones sobre cómo se espera que sea su trabajo. Aquí suelen aparecer barreras como la excesiva importancia de la apariencia física, la hipersexualización y en general conductas asociadas a la feminidad, como la dulzura, la sumisión y la “obligación” de la maternidad.
La reproducción constante de estas premisas, en las que la mujer no es vista en igualdad de condiciones, lleva a que la sociedad en su conjunto trate a sus artistas femeninas de forma despectiva, cayendo en la cosificación o la condescendencia.
Hace unos meses la BBC hizo el experimento de entrevistar al cantante uruguayo Jorge Drexler utilizando una pauta sexista, como las que se suelen utilizar en entrevistas a mujeres. En ella se le preguntó sobre su apariencia física, sus trucos de belleza y se le increpó pidiéndole que explicara por qué se dedicaba a la música y no a la crianza de sus hijos. De su trayectoria o sus próximos conciertos, prácticamente nada.
La forma en que la apariencia física es puesta sobre la calidad musical, no solo es una práctica superficial y excluyente, sino también altamente dañina en la construcción de la mujer música como figura pública. Lejos del empoderamiento que nuestros tiempos demandan, con esta concepción la artista queda relegada al rol de cara bonita, y cualquier atisbo de compromiso social o liderazgo ideológico es duramente castigado. Basta con preguntarle a Ana Tijoux.
La prevalencia de estas construcciones en torno a lo físico son graves en tanto conducen a acciones más graves como el acoso y la cosificación. Una cantante con la que trabajo, una vez me lo dijo bien claro: “puedo contar con una mano las veces que he trabajado con hombres sin la constante sensación de una doble intención de por medio.”
En el ámbito profesional, en igualdad de aptitudes ante sus pares hombres, las mujeres deben enfrentarse a la constante infantilización de parte de otros músicos y técnicos. Especialmente en escenarios que implican el uso de tecnología, como las pruebas de sonido o las sesiones de grabación, es habitual que se les hable con condescendencia (mansplaining).
Además, en la industria pop existe una preocupante tendencia a menospreciar las habilidades compositivas de las mujeres. Artistas como Bjork y Taylor Swift han exigido públicamente que se les dé crédito como compositoras porque, sencillamente, no se les atribuye la autoría de sus propias canciones. No estoy bromeando: a día de hoy, en pleno siglo XXI, todavía es mal vista la presencia de mujeres en los créditos de composición de una obra.
Lo más delicado de esto es el discurso implícito que conlleva esta práctica. Básicamente estamos diciendo que las mujeres son incapaces de componer canciones, y que las carreras de las artistas pop deben, ineludiblemente, tener por delante a un hombre (productor, compositor, manager, etc.) que las ayude a triunfar.
Todas las malas prácticas mencionadas en este artículo cargan con un sesgo de género: para las mujeres son prácticas generalizadas y legitimadas, mientras que a los hombres solo les ocurren de forma aislada. Y como en todas las problemáticas de discriminación y exclusión, la integración y dignificación del género femenino vienen de la mano con un cambio cultural que debe surgir desde todos los sectores de la sociedad.
Es importante que la ley se encargue de garantizar igualdad para todos/as, que el debate público contribuya a educar en la materia y que, finalmente, todos tomemos conciencia y responsabilidad de nuestros propios actos.
¿Estamos tratando realmente con igualdad de condiciones a los músicos? ¿Cómo es nuestra valoración de los y las artistas? ¿Qué comentarios hacemos? ¿Aplicamos diferencias de género sin darnos cuenta?
Hacernos ese tipo de preguntas es el punto de partida para una nueva aproximación hacia las mujeres en la música, tanto nos dediquemos al rubro, o simplemente disfrutemos al escuchar una buena canción. Un ejercicio necesario para iniciar el cambio de mentalidad que hace tiempo requiere nuestra sociedad.