*Esta nota fue originalmente publicada el 06 de abril de 2016. Hoy la destacamos como parte de nuestro Especial del Día de los Enamorados.
Si observamos el comportamiento animal en el mundo, nos damos cuenta de inmediato de que la monogamia es algo excepcional. Es cierto que existen un par de excepciones en la naturaleza: los gibones (un tipo de primates), los conocidos inseparables (unas aves que mantienen la misma pareja de por vida) o los pingüinos emperadores. Así y todo, los seres humanos hemos optado (por lo menos en el papel) por convertirnos en seres monógamos: podemos tener muchas parejas en la vida, pero la mayoría de nosotros tenemos una a la vez. ¿Se trata de una decisión natural o responde a una razón social? ¿Para la sociedad resulta más práctico que suceda de esta forma o simplemente evolucionamos de otra manera que la mayoría del reino animal?
Claramente hay especímenes de homo sapiens que preferirían la poligamia, pero así y todo se someten a unas reglas impuestas y fingen ser fieles cuando en la práctica no lo son. ¿Qué dice la ciencia al respecto? La BBC publicó un artículo al respecto exponiendo la opinión de varios expertos y, al parecer, la monogamia es algo mucho más natural para nosotros de lo que pensaríamos en un primer momento.
Suena bastante obvio el decir que todo comenzó en el sexo, la finalidad biológica del amor. Sin sexo nuestra especie se extingue y todo pierde sentido. El tema de que sea una experiencia placentera para la mayoría de nosotros resulta lógico: su finalidad es la reproducción y misteriosamente el destino quiere que nos multipliquemos sobre la Tierra.
Entonces, todo partió en el sexo. Si hoy hay quienes practican esta actividad casi como un deporte, en el pasado sí que era así, literalmente; porque los cerebros de nuestros antepasados estaban tan poco desarrollados, que jamás podríamos hablar de algo parecido al amor. El sexo se buscaba como actividad placentera y punto, nada de presentar a la familia, ni pololeos largos, ni de tener muchos hijos con el mismo personaje. Todo era amor libre sobre la faz de nuestro planeta, necesitábamos que nuestros genes pasaran de una generación a otra para que nuestra especie prosperara.
Pero sucedió que nuestros cuerpos comenzaron a evolucionar y tras millones de años, el pequeño puñado de células que conformaban nuestro cerebro se transformó en una estructura mucho más compleja. Así aparecieron los primeros primates, hace ya 60 millones de años, los que se enfrentaron a un simple, pero tremendo problema: sus crías eran demasiado cabezonas como para nacer cuando estaban totalmente desarrolladas. Nuestro desarrollo cerebral tuvo consecuencias prácticas en el tamaño de las cabezas de nuestras crías, las que no cabían por el canal de parto. ¿Qué pasó entonces? La evolución indicó que nuestras crías comenzaran a nacer antes, cuando aún no estaban preparadas para sostenerse por sí mismas.
Esto es simple de comprender si alguna vez has visto nacer a un perro o a un caballo. Su cría de inmediato se sostiene por si misma, aunque con dificultad, se pone de pie después de nacer y goza de una independencia relativa respecto a su madre. En cambio, nuestras guaguas primates eran y son indefensas, dependen absolutamente de su madre quien pasa buena parte de su tiempo cuidándolas.
Pero más que un problema para la madre, esto se transformó en un problema para la especie. Una madre cuidando a una guagua indefensa no tenía interés ni tiempo para aparearse con nuevas parejas. Su foco de interés era su hijo por un buen tiempo. ¿Cuál era el peligro? Habían un par de machos rabiosos que no comprendían esta situación e intentaban forzar a esa hembra, la que se resistía. Toda la situación acababa en el asesinato de la cría, para poder aparearse con la madre. El infanticidio comenzó a ser parte habitual de la vida de nuestros ancestros primates e, incluso, sigue siendo común entre algunos tipos de monos actuales.
El antropólogo Kit Ople, del University College de Londres, ha centrado sus estudios en los comportamientos sociales de nuestros antecesores primates, sus conductas sexuales, la evolución de los parentescos y el nacimiento de lo que hoy conocemos como matrimonio. Sus estudios lo han llevado a concluir que casi un tercio de los primates forman relaciones monógamas entre macho y hembra lo que, de acuerdo a sus conclusiones, habría sido impulsado por el infanticidio; así la hembra y su cría tienen protección y el macho una oportunidad permanente y segura de apareamiento.
Para el investigador, “el infanticidio precedió a la monogamia en forma fiable y, por lo tanto, podría estar implicado en la evolución de los primates”. Aunque debemos tener claro que hay quienes difieren de esta teoría y postulan, por ejemplo, que la monogamia y el infanticidio son comportamientos tan poco comunes que es improbable que estén vinculados, tal como señala el antropólogo Robert Sussman, de la Universidad de Washington en Missouri. Por otra parte, el infanticidio también puede deberse a otras causas, como el ataque de otros grupos y animales.
También existen primates que encontraron otra salida al infanticidio, como por ejemplo, los promiscuos chimpancés. Si la hembra accede a aparearse con otro macho, aún teniendo una cría, ese macho no tiene la necesidad de cometer infanticidio y problema solucionado. Además, cada hembra tiene tantas crías de padres distintos, que los machos no saben distinguir cuáles son sus hijos, por lo tanto, no matan a ninguno.
Pero en la rama evolutiva que desembocó en los seres humanos tal como hoy los conocemos, la tendencia fue, de acuerdo a Ople, la monogamia desde hace unos 20 millones de años. Se formaron así fuertes vínculos entre un macho y una hembra que favorecieron la crianza y, a la larga, las posibilidades de sobrevivencia de esa cría mejoraron.
Robin Dunbar, profesor de psicología evolutiva de la Universidad de Oxford, cree que este proceso desencadenó el desarrollo de comunidades más exitosas. Cuando se crearon preferencias amorosas entre los primates y se conformaron parejas estables, fue un verdadero golpe para la evolución. De ahí en adelante, la fuerza del macho y su defensa de las crías y de la hembra, alejó a los rivales peligrosos e hizo prosperar a la familia. Las comunidades crecieron y esta complejidad también desarrolló aún más nuestros cerebros.
El cerebro de nuestros ancestros volvió entonces a crecer y la sociedades humanas comenzaron a cooperar y prosperar. En este escenario, se cree que hace unos dos millones de años, uno de nuestros antepasados más cercanos, el Homo Erectus, por primera vez en su vida se enamoró. Su motor en la vida entonces dejó se ser la sobrevivencia de su familia en términos prácticos, y pasó a ser un sentimiento mucho más elevado con el que hoy podemos sentirnos identificados. En esta etapa evolutiva, se desarrollaron en nuestros cerebros algunas regiones que se relacionan directamente con la sensación de enamoramiento.
Quienes han estudiado las partes del cerebro humano que participan del sentimiento del amor, como Stephanie Cacioppo, profesora de psiquiatría y neurociencias de la Universidad de Chicago, han descubierto que los estados de amor más intensos son experimentados por una zona del cerebro llamada giro angular, la que solamente se encuentra presente en los seres humanos y en los grandes primates.
Sorprendentemente, esta zona de nuestro cerebro está destinada a interpretar el lenguaje de otros seres humanos, a descifrar cada frase que alguien nos dice, a poner códigos comunes a todo lo que vemos y oímos e, incluso, a asignar metáforas para cada una de estas informaciones. Tal nivel de abstracción en el Homo erectus de hace dos millones de años, le permitió experimentar sensaciones antes desconocidas, valorar la comunicación con un ser especial por sobre otros y, en fin, enamorarse.
La mayoría de los investigadores están de acuerdo en que el amor tiene diversas etapas; una pareja que acaba de conocerse y siente una fuerte atracción sexual, no tiene las mismas sensaciones que un matrimonio que lleva cuarenta años de casados. Entonces, vamos por partes.
Primero que todo, aparece el deseo sexual, el tocar a esa persona nos hace producir hormonas que nos llevan a sentir placer y experimentamos muchas ganas de pasar tiempo con ese ser. Pero eso aún no es amor, éste comienza a sentirse durante la segunda etapa, vinculada a lo que entendemos como romanticismo: el sistema límbico bombea dopamina y la hormona oxitocina por primera vez nos hace sentir atados a esa otra persona. Es así como Cacioppo cree que el simple deseo sexual puede transformarse en amor: “El amor tiende a crecer del deseo. No puedes amar apasionadamente a alguien al que nunca deseas”.
De esta forma pasamos a la etapa de “estar locamente enamorados”, algo así como ese adolescente de 15 que sencillamente no le cabe otro pensamiento en su cerebro que el de la chica que le acaba de decir que sí, que a ella también le gusta. Según el psiquiatra Thomas Lewis, de la Universidad de California, en esta etapa el cerebro suprime las zonas que usualmente se consideran más avanzadas, aquellas que participan en nuestras decisiones más racionales. Es por esta razón que en un momento de desesperación podemos llegar a cometer locuras, ser imprudentes e, incluso, obsesivos. A nivel cerebral no estamos evaluando de manera crítica al ser amado ni estamos utilizando nuestras facultades cognitivas más desarrolladas, simplemente nos sentimos flotando sobre las nubes y nuestro actuar puede ser bastante errático. Y no se trata de que esta situación nos haga sentir bien... ¡al contrario! Estamos inquietos y la serotonina, que comúnmente nos ayuda a sentirnos en paz con nosotros mismos, se ha suprimido.
¿Y cuál es el por qué de esta maldita obsesión que nos roba parte del cerebro? De acuerdo a Lewis, una lógica razón evolutiva: "Lo que la evolución quiere del estado de enamoramiento es que los dos individuos pasen mucho tiempo juntos, para conseguir un embarazo". Y punto final, ese es el destino de todo. Una vez que esto se cumple y la hembra (o la mujer ya en este caso) queda embarazada, este atontamiento afortunadamente desaparece y volvemos a transformarnos en seres lógicos y racionales, bajamos de las nubes. Aunque también podríamos postular que esto sucede en parejas que llevan un buen tiempo juntas, aunque aún no hayan tenido hijos.
Entonces, pasamos a la tercera etapa del amor: los niveles de serotonina se han normalizado, nuestro estado anímico se equilibra y la dopamina ha vuelto a estabilizarse. Si embargo, la oxitocina sigue manteniéndonos ligados a esa persona, nos hace feliz estar a su lado, necesitamos su cercanía, aunque ya no sentimos ningún tipo de obsesión ni locura compulsiva. De acuerdo a los expertos, si en esta etapa se suprimiera la oxitocina, las parejas dejarían de ser monógamas. Al parecer, es la oxitocina u “hormona del amor” la que mantiene unidas a las parejas que duran muchos años en relación. Sussman señala que el amor entre un hombre y una mujer en esta etapa se parece mucho al de madre e hijo. O por lo menos depende de procesos hormonales similares.
Lo más sorprendente de todo, señala Cacioppo, es que nuestro cerebro parece estar meticulosamente diseñado para el amor, para enamorarnos y formar relaciones duraderas que prosperen y generen familias. Nuestro cerebro, desde hace millones de años, experimenta estas distintas etapas del amor, siendo estimulado por ciertas hormonas que aparecen en el momento preciso, cuando cierto ser aparece en tu vida y no otro, alguien que de pronto te parece único en el mundo. De una u otra forma, debemos nuestro éxito como especie el amor.