La epifanía ocurrió el atardecer del 30 julio de 2014, mientras caminaba entre Harlem y la Universidad de Columbia. Inundado por los estímulos sonoros de David Bowie, resolví dedicarme a tiempo completo a escribir. O al menos, mientras las finanzas lo permitieran.
Vivir de los libros en papel es difícil, pero no porque un poder oscuro esquilme a los autores, sino porque son demasiado los eslabones de la cadena de producción. En orden: autor, editor, imprenta, bodega, distribución, librería e IVA. Esta secuencia es en buena medida la que explica también los precios que observamos en las vitrinas. Es similar a la abismal diferencia entre el salario de un agricultor de cafetal y lo que dilapidamos por un latte. Nadie se está haciendo súper rico en la pasada, sino que hay demasiados actores tratando de sobrevivir repartiéndose la misma torta.
Para socorrer a lectores y autores, hace décadas está instalada la moción de liberar a los libros de IVA. Quienes la promueven, sostienen que ello bajaría los precios, incrementando tanto las tasas de lectoría –un bien social– como de sobrevivencia de los escritores –un bien personal–.
Aunque sería muy bienvenido en mi cuenta corriente, me opongo.
Hay quienes sostienen que de eliminarse el IVA a los libros, el ahorro se lo embolsaría la librería y los precios se mantendrían incólumes. No es así (aunque tampoco es el punto). El mercado editorial no es perfecto, pero tampoco es inmune a las fuerzas más básicas de la economía. Bastaría que un solo minorista rebaje al menos parte de sus tarifas para empujar a todo el resto, so pena de perder clientela. Solo en un escenario de colusión flagrante esto no ocurriría, pero el mercado editorial, a diferencia del pollo o el papel higiénico, es demasiado atomizado para permitirse algo así. Además, el público esperaría rebajas bruscas el primer día, tal como hoy ocurre con los cacareados descensos en las bencinas, de modo que desde el inicio, un cartel sería imposible de ocultar.
Otros arguyen que la elasticidad precio es baja. Quienes hoy no compran libros a $11.900 tampoco lo harán a $10.000, y los lectores de hoy no aumentarán su espacio literario por ahorrarse $1.900. Desconozco estudios rigurosos para el mercado chileno. Si sé que la inmensa mayoría sigue prefiriendo pagar el doble, el triple o el cuádruple por libros en papel en lugar de comprar sus pares digitales, con tal de gozar de la experiencia táctil. Este comportamiento sugiere que, para esa minoría que hoy compra libros, un 19% no modificaría su decisión final.
También sé que la red de bibliotecas públicas gratuitas en Chile es muy extendida (he pasado tardes hurgando libros en rincones como Tortel y Porvenir). Es difícil suponer que sean muchos quienes en el fondo de su corazón anhelan leer, pero simplemente carecen de acceso. Trabajo todas las tardes en distintas bibliotecas públicas y cafés literarios de Providencia y Santiago, y lo que veo son amplios catálogos que casi nadie toca, mientras la inmensa mayoría se ensimisma en las pantallas de sus computadores y tabletas.
Pero mi oposición a la eliminación del IVA a los libros no depende de la verificabilidad de estos supuestos. Es muy anterior, originada en un principio básico de administración del Estado. Concuerdo que la mayor parte de la lectura constituye un “bien social”, pero no estoy de acuerdo con que los bienes y servicios de este tipo deban recibir beneficios tributarios.
Esto obligaría a la autoridad a establecer un listado exhaustivo de todo aquello que califica de “bien social”. Con justa razón, veríamos presión de los comercializadores de indumentaria deportiva, pinceles, pasta de dientes, verduras con propiedades antioxidantes y un muy largo etcétera, pues ¿no son acaso el deporte, las artes plásticas, la higiene dental y la alimentación saludable “bienes sociales” también? ¿Por qué la literatura sí y no el cine de autor? ¿Qué hay de los convertidores catalíticos o las entradas a la ópera?
Ahora, si alguien mantiene su apoyo al principio de exceptuar de tributos a los “bienes sociales” y estuviese dispuesto a extenderlo a todo lo que haga falta (incluyendo cloro para esterilizar excusados y LEDs de bajo consumo eléctrico), no puede si no aceptar que es una imposibilidad práctica. Porque forzaría al Servicio de Impuestos Internos a definir con precisión un listado (de proporciones kafkianas) de los productos exentos.
Esa tarea es inabordable no solo por su extensión, sino también por la infinidad de áreas grises. Imaginen por un momento la bolsa de gatos de enormes proporciones que supondría tan solo la clasificación de alimentos entre “saludables y exentos” y “no saludables y afectos”. Quizás nadie pondrá en cuestión que una corrida familiar califica de “bien social”, pero ¿qué hay de un superclásico Colo-Colo – Universidad de Chile? Es deporte, sí, pero a la vez una actividad de alto riesgo que demanda un cuantioso despliegue de seguridad ciudadana. ¿Se la debe eximir de impuestos? ¿Una sinfonía de Beethoven sí, pero un recital de Slayer que enfurece a los vecinos no? ¿Mecánicos de bicicletas? ¿Repuestos para vehículos híbridos y eléctricos? La lista de provisiones comerciales de beneficios sociales discutibles es cuasi-infinita.
Más aún, la mismísima industria editorial ofrece áreas grises. Quizás nadie trepidará en tildar las obras de Cervantes de “bien social”, pero ¿qué hay de los libros de propaganda neonzai? ¿De los textos porno? ¿Son un bien social? ¿Debe sacrificarse el IVA de libros técnicos sobre finanzas que utilizan altos ejecutivos y exalumnos de MBAs, restando con ello fondos que podrían ir a parar a bibliotecas públicas? Desde luego, una lista oficial de “libros exentos” y “libros afectos” definida por la autoridad de acuerdo a su rol social solo podría habitar las peores pesadillas orwellianas. Para qué hablar del ejército de “lectores-jueces” que habría que contratar para crear y mantener actualizada dicha lista, así como de los criterios de selección de tan distópicos funcionarios.
El criterio tributario hoy en operación es el correcto: el dinero recaudado a través del IVA, un mecanismo simple y transparente, alimenta un pozo común, que luego puede ser canalizado de manera focalizada para promover los bienes que prioricemos como sociedad. Fomento de la lectura inclusive, si así lo queremos.
Si lo que se quiere en verdad es promover la lectura, hay decenas de medidas posibles que no producen un descalabro en los pilares conceptuales de nuestro sistema tributario, y que pueden financiarse precisamente con la recaudación que se propone abandonar. Más aún, a diferencia de la eliminación del IVA, iniciativas de este tipo son focalizables, una herramienta fundamental de las políticas públicas. No es razonable eximir de impuestos a una persona acomodada que prefiere pagar tres veces más por papel en lugar de la versión electrónica por el mero placer táctil y el olor a tinta. Sí lo es, por el contrario, utilizar dicha recaudación para construir las bibliotecas públicas que faltan, fortificar Bibliometro o potenciar el maletín literario.