Queridísimos lectores; partiré esta columna aclarando que trabajo fuera de mi casa desde cuarto año de Universidad. Ininterrumpidamente. Incluso en mi primer postnatal trabajé porque la necesidad tiene cara de línea de crédito. Por ende, lo que escribiré acá está lejos de ser una defensa personal o una manera de exorcizar mis rabias. El tema no me toca. Pero sí me llega y me impacta todo lo que provoca cuando alguien con total orgullo se declara como una flamante dueña de casa (me referiré en especial a las mujeres).
Los prejuicios en torno a esta labor son muchísimos y es llamativo que en una sociedad que, como nunca, ha levantado la bandera de las libertades individuales y el respeto por la diversidad, sea tan cerrada frente a quienes no sólo han elegido una forma de vivir, sino que además realizan una pega que es tan heavy como cualquier otra.
Hablé con varias amigas que trabajan en sus hogares, como dueñas de casa, la mayoría fue enfática en decir que las críticas más duras vienen de las mismas mujeres. Que en un carrete cuando están conversando, muchas de las que trabajan fuera de su casa, hablan de "las que no", como la mujer "que no hace nada".
“¿Y qué hace Juanita?”, “Nada po, no trabaja”. Como si hacerse cargo de la casa (lo que no necesariamente siempre incluye niños) fuera sinónimo de ser una ameba que sólo gasta aire en el mundo en el que vivimos. O peor, si se piensa que hace algo, siempre se le relaciona con la adicción al café, el gimnasio, la peluquería o el consumo desenfrenado en el mall. Probablemente mientras lees esto, inmediatamente se viene a tu mente una mujer con todas esas características que lamentablemente ha caricaturizado a las que no tienen un contrato firmado. Obviamente que las hay. Pero la mayoría de las mujeres que han optado o simplemente han tenido que quedarse en sus casas, NO se levantan a las 12:00, ni tienen un doctorado en SQP, no se saben hasta el RUT del profe de Zumba y tampoco tienen con espasmos a la tarjeta de crédito del marido. Estar en la casa, manejarla con excelencia, administrarla, darle sentido a ese trabajo, ponerle amor a algo que aparentemente es igual todos los días y vibrar con las cosas cotidianas de la vida diaria, lo encuentro un desafío hardcore. No debiese ser sancionado socialmente asumir en público el que para muchas mujeres es fascinante dedicarse a las labores hogareñas, preocuparse de los detalles, gestionar el presupuesto familiar como una verdadera empresa y aplicar creatividad para hacerlo con profesionalismo y dedicación. Yo no podría ¿y? ¿Eso hace inferiores, machistas, sumisas, sin vida a las que lo viven en plenitud? No lo creo en absoluto.
Para las que se nos quema hasta el agua, no tenemos idea de cómo pegar un botón, leemos las instrucciones del puré en caja, miramos la plancha como si fuera un objeto de la NASA y muchas veces añoramos que llegue el lunes para descansar en el trabajo, el ser dueña de casa es una opción más, pero que debiera ser tan valorada y respetada como ser CEO de una trasnacional.
El mundo cree que la dueña de casa es un tipo de “junior boy scout” que siempre tienen que estar lista y disponible 24/7. Probablemente en el curso de sus hijos es a la que le pasan todos los cachos, tales como ir a comprar los palos taiwaneses teñidos de arcoíris al centro de la ciudad. La encargada vitalicia del stand de la Kermesse, del regalo del profesor, de la colación compartida para el Día de los Abuelitos, la jefa de cobranza de los gastos comunes del condominio, la que siempre tiene que llevar a la suegra al doctor, trasladar a los sobrinos y apagar incendios cuando la mujer que sí trabaja está metida en una reunión con muchos gráficos coloridos y planillas Excel más complicadas que la letra chica de las AFPs. Es un dato duro que la mujer que está en la casa puede manejar su tiempo sin marcar tarjeta, pero eso no quiere decir que tenga más tiempo que el resto (o le sobre) y que podamos disponer de su agenda sin delicadeza alguna. “Dile a la Periquita que te lleve las cosas po, si no trabaja y debe estar tomando café con las amigas”. Amiga no le manejas la agenda ni a tu marido y se lo quieres manejar a la vecina. Patuíta.
Conversando con varias de las que han elegido esta forma de vida, muchas han sentido que cuando los opinólogos de su círculo se enteran que además tienen una profesión, post títulos y una trayectoria laboral importante, la gente las mira con lástima y como si fueran el boleto millonario del loto tirado al Mapocho. “Qué pena que no hagas nada después de todos los años de Universidad que pagaron tus papás”, “Tan inteligente que eras en el Magíster y ahora dedicada sólo a los niños”, “ ¿Y cómo matas tu tiempo sin trabajar?”, son algunas de las simpatías que tienen que escuchar muchas veces de la boca de sus propios familiares y/o amigos. Además los que están obsesionados con la carrera profesional, juran que cuando el marido de esa mujer llega a la casa, ella no tiene otro tema que pañales, ollas, vacunas, piojos y lavalozas. Personalmente creo que cualquier persona que sólo habla de lo a que se dedica en su día a día es una lata. Así fuera liderar la compra de un banco, manejar un equipo de fútbol o preocuparse del menú diario de la familia. Una dueña de casa feliz debe no sólo ser apoyada en su elección, si no que es fundamental que sea admirada en esa labor por quienes conforman su núcleo familiar. Porque es una pega más. Y cada uno de nosotros necesita feedback en sus trabajos, palabras de aliento, felicitaciones y espíritu de equipo.
Finalmente lo que pude concluir, es que la opción que tomemos (porque acá hablamos de las mujeres que libremente pueden elegir y no de una imposición machista del marido o la sociedad) trabajar fuera o al interior de la casa, debe ser sin llorar, con orgullo, alegría y choreza. Porque en los dos lados de la vereda apareció la culpa. De la que trabaja, porque no puede estar en todas, se pierde una reunión del colegio o llega cansada a hacer las tareas. La culpa de la que se queda en la casa porque sufre el juicio social de su entorno, que no sólo no la entiende, si no que la cataloga de “floja” “mantenida” “fome” y una larga lista de etcéteras bien dolorosos. Esas culpas que finalmente no sirven para nada y sólo nos hacen ser ciegas frente a las cosas simples que nos pueden hacer felices... con mucho y tan poco a la vez.
Mis redes sociales se llenaron de la potente campaña #NiUnaMenos, una causa en la que todas las mujeres estamos de acuerdo, sin matices. También podríamos solidarizar con todas aquellas que viven en libertad de un modo distinto al mío. Dejar de ridiculizarlas, de ponerles carteles y empezar a aceptar que las cosas cotidianas nos hacen más o menos felices, según el amor y el sentido que le otorguemos.