Nuestros padres nos mintieron cuando chicos. Y mucho. Nos hicieron creer que tenían promedio 9 cuando en verdad se habían quedado pegados dos veces, nos traumaron con el viejo del saco y nos convencieron en la adolescencia de que si tomábamos gin quedaríamos ciegos (aún tengo mis dudas con ese tema)
¿Pero quiénes somos nosotros para tirar la primera piedra? Todos les mentimos alguna vez, también. Y obviamente nuestros hijos también lo harán con nosotros. Tendrán que ser más creativos eso sí, porque en la era de los grupos de Whatsapp y los GPS, las chivas que solíamos usar definitivamente prescribieron.
Esta es como una venganza que se disfruta. Después que estuvimos cual Carlos Pinto paseándonos por toda la casa para verlo, luchamos contra el cansancio para presenciar el momento exacto en el que entraría por la chimenea (sin mancharse con hollín, obvio) y defendimos su existencia frente a todo el grupo de las populares del colegio, lo mínimo es que a nuestros padres les cueste caro el habernos vendido la pescá. Y lo digo literalmente.
Tienes 13 años, ya te sacaron a bailar y anduviste solo en micro, pero les sigues diciendo a tus papás que crees en él. Y disfrutas con maldad haciendo la famosa carta en donde les pides: una PlaStation, un viaje a Disney, las zapatillas del momento y un Smartphone con un plan de 1000 minutos. ¿Por qué como tus papás te van a matar la ilusión? Y ahí están ellos pagando en 76 cuotas los regalos mientras tú estás negociando el precio en el que vas a vender el celular en Facebook.
Tienes prueba global de química con esa profesora que te odia porque ni el puzle del diario puedes hacer con lo poco que te sabes la tabla períodica. Dijiste que ibas a estudiar en la noche, obvio que te quedaste pegada a la TV. Pusiste el despertador a las 5 AM y después de apretar 10 veces “posponer” te percatas que la condena mortal es inminente. Entonces a lo único que nos podemos aferrar es a nuestras dotes actorales.
En la primera infancia aludimos a la fiebre. Craso error porque obvio que una mamá relativamente Vivaldi se da cuenta después de poner el termómetro que 36,3 NO es una temperatura para faltar al colegio. Entonces creces y empiezas a ponerte más creativo/a. Fuertes dolores de estómago (u ovarios en el caso femenino), jaquecas invalidantes o mortales dolores de oídos no son comprobables, pero si tocan el corazón de una madre sensible. ¿Fin de la historia? Tres películas en la mañana, 4 panes con palta (si es que no aludiste a la chiva estomacal) y dos rojos menos en tu libreta.
Se viene el festón del año, donde irán todos los colegios, los mariscales de campo y las porristas (si vives en una película). El problema es que tu mamá aún cree que un panorama entretenido es juntarse a jugar bachillerato, comer cheezels y Almendrado de postre. Hola Mamá: crecí. Entonces cuando le planteaste la idea de la fiesta, su ojos se inyectaron, su cabeza comenzó a dar vueltas como Linda Blair y habló lenguas extrañas indescifrables. Ya te imaginó en el Centro de Rehabilitación o tras las rejas, porque si hay algo que tenemos productivo las madres, es la imaginación. Y tu entendiendo que harías todo para ir al magno evento recurriste al clásico “Mamá, TODO el curso tiene permiso. Seré el bicho raro si no voy”. Y en esa bendita época en la que el teléfono era el único medio de comunicación y en donde además tenías que buscar apellido por apellido en la guía de teléfonos, la mentira podía resultar. Aunque no faltaba la mamá que, como la, mía cantaba fuerte y claro, “me da lo mismo lo que hagan todos tus compañeros, ellos tienen sus propios papás y reglas. Nosotros cumplimos las de esta casa”. Y ahí terminabas tú, pasada a Laca Dúo, comiendo chocolates Calaf mientras la lagrima caía por la mejilla. Muy dramático todo.
Entrando en la adolescencia la mayoría de los jóvenes comenzamos nuestro primeros coqueteos con el cigarro y el alcohol. Es una realidad y a mí que tengo un hijo de 10 años, me empieza a bajar el anhelo de meterlo al freezer para que se siga emocionando con una barra de Trencito y su máximo panorama sea un día en el Chuck and Cheese. Pero eso no pasará y las chivas para tratar de embolinarme la perdiz son una realidad innegable.
Fumaste más que empresario de SQM después de entregar su notebook y aunque te comiste todos los Halls de la nación, el olor está ahí. Vamos echándonos las colonias de moda, pero la ráfaga de tabaco no se va. Y apenas te subes al auto tu papá te mira con cara de PDI y la pregunta ya está instalada. “¿Fumaste?”. Y ahí tú, con la mejor cara de poker que puedes poner, simulas un enojo diciendo “La Pepita (que además te cae mal) fumó toda la noche al lado mío y me dejó pasada a esta cochiná”. Papá que ama a su hija y la observa como si fuera Leticia de España, prende el auto satisfecho y queda en llamar al papá de la Pepita para contarle acerca de los vicios de su hija.
Algo parecido podría haberles pasado con la primera vaina o primavera con licor que se sirvieron. No se tomaron una, sino dos y el querer ser parte del grupo les jugó una mala pasada. Llegaste corriendo a abrazar el WC y arrojar todo. Padres tocando la puerta y tú tratando de disimular. En dos minutos te viene la iluminación y les dices. “Habían unos pastelitos muy rancios en la fiesta, obvio que algo me cayó mal”. Madre corre a hacer una agüita pelando a los apoderados que organizaron la fiesta y tu papá te mira con cara de “por esta vez pasa”.
Las chivas y mentiras son y serán siempre parte de la juventud. Pero ojalá que nos mientan lo menos posible. Que nuestros cabros sepan que la verdad es un valor que está por sobre el error y que en nuestras casas el caminar por la vida con honestidad incluso los podrá liberar de los castigos. Porque aunque suene grave, alguien que dice siempre la verdad, se mete en varios problemas, pero duerme siempre tranquilo.