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Cuando era chica (algo que fue hace mucho tiempo, pero tampoco tanto) habían ciertas actitudes o acciones que eran escandalosas para la época y que nos ponían una etiqueta social sólo por hacer las cosas de manera diferente. Hoy, 20 años después, la manera de enjuiciar ha cambiado y, gracias a Dios, uno puede ser distinto (hasta cierto punto) sin tener que ser víctima de los prejuicios de antaño.
Cierto, seguimos juzgando al resto por tonterías, pero si crees que hoy en día somos intolerantes, te invito a hacer el test de los "escándalos" de ayer y ver cuántos de ellos has cometido. Como para ver que al menos vamos evolucionando.
En los '80, estar tatuada era sinónimo de rebeldía, rock, locura e incluso de tener alguna peste peligrosa por la forma en que se adquirió ese impactante dibujo en la piel. El o la que lucía su tatuaje en la playa captaba todas las miradas y una mezcla de respeto, admiración y en otras simplemente rechazo. Hoy estar tatuado no implica ninguna bandera de lucha y en muchos casos, es un simple adorno estético que no pretende ir más allá del “verse bien”. En mi familia que considero bastante conservadora, la mayoría de las mujeres estamos tatuadas y es menos noticioso que temblor grado 5 en la madrugada. Porque las pernas también nos tatuamos.
Si alguien salía de la universidad y no se ponía a trabajar al mes, tenía dos posibilidades: o era más flojo que la mandíbula de arriba o era hijo de Donald Trump. Sólo el llegar a imaginar un año viajando para ganar experiencias significaba comenzar a jugar el Kino con adicción o pedir hora al siquiatra por exceso de pensamiento fantasioso. Hoy la novedad es ponerse a trabajar al mes. Cada día más cabros jóvenes se las arreglan para recorrer el mundo sin la necesidad de haber nacido en una cuna de oro, ni estar emparentados con Pablo Escobar. Ir al Sudeste Asiático como quien va a sacarse fotos a La Recova es cada día más usual. Y aquí mis 36 años me pesan y peco de envidia no sana, porque con suerte uno se fue a Mendoza con las amigas. Maldita vejez.
Esto pasaba hace varios años, pero tengo la remota impresión que aún hay gente que milita en los prejuicios de los colores con bastante pasión. Que las niñitas no podían vestirse de negro o los hombres usar colores pasteles era un dogma bastante aceptado en la época del Festival de la Una y la bebida Free. Hoy (espero), ya nadie se espanta si mi hija usa blujeans negros o uno de mis hijos elige una polera damasco para su cumpleaños. Es más, me he sorprendido gratamente de cómo en la actualidad los padres respetan la elección de la ropa de los niños, viéndolo más que como un acto de desafío a la autoridad, como un valor de creatividad y autonomía que es aplaudido por los que estamos educando.
Corría 1988, habías cumplido 30 años y tu mano no llevaba ningún anillo. ¿Qué significaba eso? Tu nombre era tema obligado en las sobremesas, las viejas del barrio te miraban con pena y tu promedio de ahijados superaba probablemente los dieciséis. Ser soltera a los 30 era un flagelo y el tren ya iba por Ancud si no tenías al menos pololo a esa dramática edad. Hoy la rara es la mujer que se casa a los 20 y a los 30 una mujer ni siquiera se ha comprado la cartera para meter el vestido de novia. ¿Es bueno o es malo? Considero que para este punto no hay reglas. La que encontró el amor de su vida cuando aún está dando pruebas en la Universidad y se quiere casar, merece ser tan respetada como la mujer que a los 33 aún no toma esa decisión porque le han tocado todos los pasteles del catálogo o simplemente el matrimonio no está entre sus planes. Lo que sí me alegra es que hoy hayamos dejado de compadecerlas como si necesitaran una campaña solidaria o una cadena de oración. Ser soltera a los 30 es más común que llanto de Solabarrieta.
No soy amiga de las cirugías estéticas (aunque debiera, tal vez). En algunos momentos creo que se han transformado en adicciones o una negación de la edad que nos toca vivir, o el cuerpo que después de 4 cabros nos corresponde habitar. Pero si hay algo que me parece valorable de estos tiempos, es que respetemos a la que quiera hacerse una y que la que libremente quieres estirarse más que somier, bajar esos kilos que le afectan su autoestima o buscar la nariz de Latoya Jackson, ya no tenga que acudir a la mentira para operarse. La persona que hace algunos años se hacía una intervención, la apuntaban tanto o más que a los que les dieron el crédito a Caval. Y el rumor se colaba por todos los ambientes, tejiendo teorías acerca de los arreglines a los que se había sometido la persona en cuestión. Por otra parte, los protagonistas del bisturí inventaban unas hernias que sólo podían ser operadas en las montañas de Santiago, tabiques muy desviados que fueron descubiertos a los 50 y tratamientos del sueño que misteriosamente mejoraban la elasticidad del cutis. Hoy estemos de acuerdo o no, cada día son menos los que no mienten y que dicen con toda naturalidad “me operé”, dejando poco espacio para el cahuineo y resaltando la verdad como una virtud suprema. Y eso, se agradece.