El 15 de agosto de 1945, el pueblo japonés escuchó por primera vez en su historia la voz divina del Hijo del Sol Naciente a través de la radio. El emperador del Imperio del Japón, Hirohito, le anunciaba a sus súbditos la rendición tras los ataques nucleares de Hiroshima y Nagasaki. Quién pensaría que 71 años después, su hijo, Akihito, se dirigiría también de forma excepcional a su pueblo a través de la televisión.
Pero esta vez no era un dios el que hablaba, sino un hombre de carne y hueso que declaraba, a vista y paciencia de su pueblo, sentirse débil y cansado. ¿Qué cambió en esos 71 años? ¿Por qué su posible abdicación ha generado tanta controversia?
Si bien Japón funcionaba como un imperio desde hace cientos de años, cuando se habla del Imperio del Japón, los historiadores se refieren al período que va desde 1868 a 1947. Estos años coinciden, en sus inicios, con lo que se conoce como la Restauración Meiji, la época en que el Imperio del Sol Naciente comenzó a adoptar ciertas ideas y costumbres occidentales, iniciando un fuerte proceso de industrialización y militarización. Surgió así Japón como una potencia mundial imperialista, en el sentido en que entendemos el concepto hoy en día: estableciendo colonias a su cargo en los países cercanos de Asia.
Japón pretendía ponerse al nivel de los países occidentales, superando económicamente a China y a Corea. La ideología en que había sido fundado el imperio les aseguraba que tenían el respaldo de los dioses, creían que su nación se pondría a la cabeza de la región sin problemas y, en concordancia con ello, tuvieron una política exterior bastante agresiva y expansionista.
En muy resumidas cuentas, para 1942, el Imperio del Japón gobernaba sobre una superficie de 7,4 millones de kilómetros cuadrados, transformándose en uno de los imperios marítimos más grandes del mundo.
Como muchos recordarán haber visto en películas como Pearl Harbor, Banderas de nuestros padres o Cartas desde Iwo Jima, Japón tuvo una activa participación en la Segunda Guerra Mundial. Aprovechó el momento para continuar con su política expansionista a través del Sudeste Asiático, aliándose con Alemania e Italia, en lo que ha sido conocido como el Eje Roma-Berlín-Tokio. Pero el Pacífico no era sólo tierra japonesa, los nipones se toparon allí con otro gigante, Estados Unidos, con quien se enfrentaron violentamente.
Y en este punto comienza a emerger uno de los protagonistas de nuestra historia, Hirohito, emperador de Japón desde 1926 a 1989, a quien le tocó encabezar una de las transiciones más duras por las que ha pasado su nación a través de la historia. Como todos los herederos al Trono de Crisantemo, una de las monarquías más antiguas del mundo, Hirohito fue separado de sus padres al nacer y, a los 25 años, se convirtió en el emperador número 124 de Japón.
Durante mucho tiempo se destacó su papel reservado y mesurado frente a la realidad de la cruenta guerra por la que pasaba su país. Hay que tener en cuenta que el pueblo japonés consideraba que Hirohito tenía carácter divino, nada de verlo saludando a sus fans desde un descapotable ni asistiendo a eventos y campañas sociales. Hirohito era de origen divino y, como tal, estaba lejos de los mortales.
Sin embargo, con el tiempo, este carácter de reserva frente a la guerra ha sido puesto en duda, pues han salido a la luz variados documentos que sugieren una participación mucho más activa y estrecha con los generales del ejército. Éstos archivos lo hacen responsable de importantes decisiones de guerra: eludir las restricciones del Derecho Internacional sobre el trato de los prisioneros chinos, aprobar oficialmente el inicio de la guerra y, en parte, de los violentos ataques a Pearl Harbor, una base naval de Estados Unidos en Hawái. Al parecer, el emperador buscaba una gran victoria y así se mantuvo su voluntad hasta los dramáticos sucesos de Hiroshima y Nagasaki.
Pese a sus intenciones, Hirohito se vio en medio del peor escenario de todos: las bombas nucleares. Alemania ya había caído frente a las fuerzas aliadas y Estados Unidos quería acabar pronto con la guerra, aunque fuera de la manera más cruel y abusiva posible. El 6 de agosto de 1945, un arma nuclear bautizada como Little Boy (Niño pequeño), hizo explosión en la ciudad japonesa de Hiroshima. Tres días después, Fat Man (Hombre gordo) hizo blanco sobre la ciudad de Nagasaki. La desolación, la muerte y la destrucción trajeron como racional resultado la rendición de Japón en la guerra.
El 15 del mismo mes, Hirohito debió hacerse cargo de la decisión y, por primera vez en la historia, los súbditos del Hijo del Sol Naciente escucharon su voz a través de la radio en un emotivo discurso: “Continuad adelante como una sola familia, de generación en generación, confiando firmemente en la inmortalidad del Japón divino, conscientes del peso de las responsabilidades y del largo camino que os queda por delante. Dedicad todos vuestros esfuerzos para la construcción del futuro. Manteneos fieles a una firme moral, seguros de vuestro propósito, y trabajad duro aprovechando al máximo vuestras virtudes sin retrasaros de la línea del progreso del mundo”.
Así terminaba Hirohito su locución radial. Horas más tarde, miles de jefes y soldados del ejército japonés cometían suicidio. No soportaron la idea de haber fracasado frente al Hijo del Sol Naciente y, siguiendo la doctrina de Bushido(lealtad y honor samurái hasta la muerte), prefirieron acabar con sus vidas que cargar con la humillación de la derrota durante el resto de sus días.
Hirohito fue obligado por las fuerzas ocupantes de Japón a renunciar a su condición divina. Se inauguró en el país una monarquía constitucional y el emperador jugó desde entonces, y hasta el día de hoy, un papel simbólico como “unificador del pueblo”. Japón prometió desde entonces respetar los derechos civiles y humanos de todos y renunciar, como política de Estado, a la guerra.
El emperador mantuvo un perfil bajo durante el resto de sus días, estudiando e interesándose por la biología marina hasta su muerte en 1989. Fue enterrado junto a sus objetos más preciados: su microscopio alemán y un cajita de ciprés en donde guardaba la clasificación de los competidores de sumo.
Akihito, es el hijo mayor de Hirohito y, al igual que su padre, fue separado de sus progenitores siendo aún muy pequeño. En 1989 y tras la muerte de Hirohito, se convirtió en el emperador número 125 de Japón. Sin embargo, Akihito nunca fue considerado un dios; simplemente es la figura simbólica de una tradición milenaria. Ocupa el Trono de Crisantemo y los japoneses le rinden honores y respeto, pero en varias oportunidades de su vida ha hecho gala de su humildad.
En primer término, se casó con una "plebeya", la que hoy es conocida como la emperatriz Michiko. Luego, cuando se cumplieron los 70 años de la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial, durante una ceremonia en Hiroshima, Akihito se salió de todo protocolo y alteró el discurso que le había preparado el gobierno. Declaró el “profundo arrepentimiento” frente al sufrimiento que la política bélica japonesa había acarreado al pueblo japonés y a otros países durante la guerra. Estas palabras causaron gran impacto, pues sólo hace pocos días el Primer Ministro, Shinzo Abe había señalado que esperaba que las próximas generaciones no tuvieran que verse obligadas a pedir perdón. Pero Akihiro piensa diferente y ha realizado múltiples viajes a los países asiáticos que sufrieron por el imperialismo japonés, pidiendo perdón en el nombre de su pueblo y reconociendo los errores de su nación.
La primera vez que Akihito se dirigió al público fue en 2011, cuando a través de la televisión expresó su solidaridad con las víctimas del terremoto y del desastre nuclear de Fukushima. Sorprendió a todos cuando propuso que se redujera el presupuesto de la casa imperial para ir en ayuda de las víctimas.
Actualmente Japón está viviendo, como muchos países, un período de resurgimiento de los nacionalismos de la mano de Abe y de los ultracoservadores. Akihito ha querido desmarcarse de este rumbo, en coherencia con el pacifismo vigente desde la Segunda Guerra Mundial.
Y por fin llegamos a agosto de 2016, cuando el emperador, de ya 82 años, se dirigió al pueblo japonés para decirles que está cansado y que se siente débil, planteándose la posibilidad de abdicar si, en un futuro, siente que las fuerzas no lo acompañan. Si bien no hace ninguna referencia directa a su abdicación, el tema quedó puesto sobre la mesa como una posibilidad cierta.
Hasta el siglo XIX era común que los emperadores japoneses abdicaran, pero hacerlo hoy en día implicaría una reforma a la Ley de la Casa Imperial, establecida tras la derrota en la Segunda Guerra Mundial, en 1947. Por otra parte, Abe y los miembros de su círculo se oponen a cualquier modificación, sobre todo a algún cambio que contemple la posibilidad de sucesión al trono de una mujer. Y he aquí el centro de la discusión.
Sucede que si Akihito abdica, asumiría su hijo mayor, Naruhito. Pero Naruhito solamente tiene una hija, Aiko, entonces, el primero en la línea de sucesión pasaría a ser el hermano de Naruhito, Fumihito. Ello significa que la línea de sucesión cambiaría de línea familiar (no de padre a hijo, sino de hermano a hermano). Y así, quedaría como segundo en la línea de sucesión el hijo de Fumuhito, Hisahito.
El año 2001, cuando nació Aiko, surgió por primera vez la controversia, ¿qué sucedería cuando Naruhito muriera? Fue tanta la presión que sufrieron Naruhito y su esposa, Masako, por tener un hijo varón, que ésta sufrió una fuerte depresión. Nunca concibieron un hijo y los japoneses ahora deben enfrentarse a la realidad: permitir que la princesa Aiko ascienda al trono al morir su padre, o bien, cambiar de línea familiar en la sucesión imperial.
En esta decisión se pondrá a prueba la actual mentalidad japonesa y su opción de abrirse a nuevas posibilidades, pero también pesarán las pretensiones de gobierno. Así, en algún tiempo más, podremos ver cómo asciende al Trono de Crisantemo la primera emperatriz japonesa en muchísimos años, o bien, cómo se impone la visión tradicionalista sobre el símbolo imperial.